Maureen Child - Paternidad de conveniencia

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Ningún otro negocio le proporcionaría tanto placer.
Con tan sólo unas hectáreas de terreno más, el millonario Adam King conseguiría por fin que el rancho familiar recuperara su extensión original. Tal era su obsesión que incluso se planteó casarse con la vecina de al lado, porque el padre de Gina Torino pretendía “venderle” a su hija a cambio de entregarle el ansiado terreno.
Gina estaba al tanto de la manipulación de su padre y decidió negociar con Adam ella misma. Se casaría con el gélido ranchero, él recibiría su tierra… y ella tendría un bebé de King.

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– Parece que hay un nuevo miembro en tu yeguada -dijo él, señalando al potrillo.

– Llegó anoche -Gina sonrió y miró al potrillo mamando-. Bueno, de madrugada. Estuve levantada hasta las cuatro de la mañana, por eso hoy parezco la novia de Frankenstein.

Se llamó idiota en cuanto acabó de hablar. No lo veía desde el funeral de su familia y sólo se le ocurría llamarle la atención sobre su horrible aspecto. Fabuloso.

– Yo te veo muy bien -dijo él, casi como si le molestara admitirlo.

– Sí. Seguro -Gina rió, acarició a Shadow una última vez y trepó sobre la valla.

Supo de inmediato que debería haber caminado hacia la puerta. Estaba demasiado cansada para que fuera una maniobra grácil y fluida.

La punta de su bota se enganchó en el travesaño inferior. Tuvo un segundo para pensar.

«Perfecto. Estoy a punto de caer de bruces en el barro, delante de Adam. ¿Podría ser peor?».

La mano de Adam aferró su brazo y la sujetó hasta que recuperó el equilibrio.

– Gracias… -sacudió la cabeza para apartarse el cabello del rostro y miró sus ojos de color chocolate. Se le secó la boca.

El calor de la mirada de Adam la desconcertó. Era como someterse a un lanzallamas. Con la sangre bullendo en las venas, la respiración agitada y el estómago hecho un nudo, se limitó a mirarlo. Sentir su mano en la piel incrementaba aún más el calor que sentía.

– Ven a cenar conmigo -dijo Adam, justo cuando ella se preguntaba cómo iba a justificar haberse quedado paralizada como una estatua.

Capítulo 3

Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Una vez dichas, Adam se preguntó: «¿Por qué diablos no?».

Se había sorprendido a sí mismo y, a juzgar por la expresión de Gina, a ella también. Lo cierto era que no había esperado sentir una oleada de algo caliente y pulsante recorrer su cuerpo al mirarla. Lo había pillado desprevenido.

Gina Torino era deliciosa. No lo había notado la última vez que la vio. Pero en ese momento, verla le hizo sentir algo contra lo que se había creído inmunizado. Y era lo bastante hombre como para disfrutar de la corriente de lujuria que invadió su cuerpo.

Mientras ella lo miraba con sus ojos dorados, él volvió a oír la oferta que le había hecho su padre. Con el deseo tronándole en las venas, se dijo que quizá debería pensarse mejor lo de rechazarla automáticamente. No sería tanto castigo hacer a Gina Torino su esposa.

Le costaba creer estar considerando la posibilidad pero, al fin y al cabo, no tenía que ser algo eterno. No tenía por qué haber un bebé. Sólo tendría que casarse con Gina para conseguir la tierra que tanto deseaba. Después se divorciaría de ella, dándole una compensación adecuada, y todos contentos.

Tal vez estuviera tan loco como Sal. Pero, por otro lado, Adam siempre había sido capaz de evaluar una situación desde todos los ángulos y, después, de actuar de forma que saliera vencedor. Esa vez no tenía por qué ser distinto.

No era como si pretendiera engañar al viejo Sal. Era él quien había sugerido el alocado plan. Sólo quedaba Gina por considerar.

Y, diablos, cuando la miró de arriba abajo y vio sus brillantes ojos dorados, su sonriente y carnosa boca, los generosos senos oprimiendo la tela de la camisa vaquera, las caderas redondeadas y las largas piernas embutidas en vaqueros gastados… A cualquier hombre se le haría la boca agua. El efecto que estaba teniendo en él bastaba para hacerle considerar la propuesta de Sal.

– Pareces sorprendida -dijo, al comprender que llevaban varios minutos en silencio.

– Lo estoy -se frotó las palmas en los muslos, más por nervios que para limpiárselas-. Ni siquiera he hablado contigo en los últimos cinco años, Adam.

Cierto. Él no era un hombre sociable, al contrario que sus hermanos. Y en los últimos años se había alejado aún más de sus vecinos.

– He estado ocupado -dijo.

Ella se rió y la musicalidad del sonido pareció atravesarlo como una cuchillada. Adam se preguntó qué le estaba ocurriendo. Podía manejar la lujuria y utilizarla en su provecho, pero no buscaba sentirse intrigado o cautivado por ella.

Lo cierto era que la deseaba. Y tras años de no sentir nada, esa oleada de lujuria era más que agradable. Sólo tenía que recordarse el objetivo final: la tierra. Se casaría con Gina, disfrutaría y, cuando acabara con ella, se divorciarían; su lujuria quedaría satisfecha y tendría su tierra.

– Ocupado -ella sonrió-. Durante cinco años.

– ¿Y tú? -inquirió él, encogiendo los hombros.

– ¿Yo, qué?

– ¿Qué has estado haciendo?

Ella enarcó las cejas y ladeó la cabeza.

– Cinco años de noticias van a necesitar cierto tiempo.

– Pues que sea durante la cena.

– Antes tengo que hacerte una pregunta.

– Claro -Adam pensó que las mujeres siempre tenían preguntas.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué invitarme a cenar? -se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Arqueó la espalda y sus senos tensaron el tejido de la camisa-. ¿Por qué ahora, de repente?

Adam arrugó la frente. Comprendió que iba a hacerle esforzarse para obtener su cita.

– Mira, no es importante. Te he visto y hemos hablado. Te lo he pedido. Si no quieres aceptar, no tienes más que decirlo.

Ella lo contempló unos segundos y Adam supo que no iba a rechazarlo. Estaba intrigada. Y más aún, sentía la misma corriente eléctrica que estaba sintiendo él. Lo veía en sus ojos.

– No he dicho eso -dijo ella. Él comprobó que aún sabía leer a la gente-. Sentía curiosidad.

– Tenemos que cenar -encogió los hombros con indiferencia-. ¿Por qué no hacerlo juntos?

– Vale. ¿Adónde vas a llevarme?

Adam pensó que nada iba según sus planes. Había ido al rancho Torino buscando un trato. Parecía que acabaría obteniéndolo, aunque no sería el que había buscado.

Gina bailaba por dentro. No podía creer que Adam King se hubiera fijado por fin en ella. Durante un instante se concentró sólo en eso, después volvió a la cruda realidad. Tenía que preguntarse a qué se debía. Conocía a Adam desde siempre y hasta cinco minutos antes ni siquiera había reconocido su existencia excepto con algún que otro «hola».

Desde la muerte de su familia, cinco años antes, Adam había sido casi un recluso. Se había alejado de todo excepto de su rancho y sus hermanos. ¿Por qué de repente se convertía en Don Encanto? Un nudo de suspicacia se asentó en su estómago, pero eso no impidió que su corazón siguiera repiqueteando bullicioso.

– ¿Qué te parece el Serenity? -sugirió él.

Era un restaurante de la costa en el que casi era imposible conseguir reserva. Adam se estaba esmerando de verdad.

– Suena bien -dijo ella, aunque en realidad pensaba: «Suena fabuloso, lo estoy deseando, ¿por qué has tardado tanto?».

– ¿Mañana por la noche? ¿A las siete?

– De acuerdo. A las siete -en cuanto accedió vio un destello satisfecho en los ojos de color chocolate y la sospecha ascendió de su estómago a su mente, agitando los brazos para reclamar su atención. Con éxito-. Pero me gustaría saber a qué se debe la inesperada invitación.

Él rostro de él se tensó un instante, pero después esbozó una tenue sonrisa.

– Si no te interesa, Gina, sólo tienes que decir «no».

– No he dicho eso -sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Me alegra oírlo -dijo él. Agarró una de sus manos y la acarició con el pulgar. Luego la miró a los ojos, sonriente-. Entonces, ¿te recojo a las siete mañana? Podrás contarme qué has estado haciendo estos últimos cinco años.

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