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Maureen Child: Apuesta Segura

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Maureen Child Apuesta Segura

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La inapropiada novia de King… ¿y un niño?.Todo el mundo hacía lo que Jefferson King ordenaba. Salvo la gente de cierto pueblo irlandés que había “comprado” para su última producción. Y, cuando el magnate cinematográfico llegó al pueblo, descubrió por qué todos se habían vuelto contra él: había dejado embarazada a una de los suyos. Parecía como si hubiese estado evitando las llamadas de Maura Donohue, aunque no era así. De hecho, no podía olvidar la noche de pasión que habían compartido. Estaba dispuesto a organizar una boda digna de una reina para la futura mamá. Pero Maura no quería un matrimonio sin amor… y Jefferson no pensaba ceder en ese punto.

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– Que rápido -dijo ella cuando se detuvo frente a la mesa.

– No tiene sentido perder el tiempo, ¿no?

– No, claro -sonrió Maura, levantándose-, Pero creo que deberíamos volver a la granja para que Michael pueda cerrar el pub e irse a casa de una vez. Yo tengo una botella de vino en la nevera y podemos brindar después de firmar el contrato.

Jefferson se quedó callado un momento, sencillamente porque no podía creer que fuera ella quien lo había sugerido. Siempre parecía ir un paso por delante y eso era tan poco habitual que le gustaba. ¿Estaría siendo simplemente amable o, como él, estaba deseando que se quedaran a solas? Pronto lo descubriría.

– Buena idea -dijo por fin.

Cuando se despidieron de Michael, el hombre se limitó a decirles adiós con la mano.

Y luego salieron a la calle. El pueblo estaba en silencio, las casas oscuras, las calles vacías. Daba la sensación de que el mundo estuviera conteniendo el aliento. O tal vez, pensó Jefferson, pasar unos días en Irlanda era suficiente para que un hombre empezase a creer en la magia.

El viaje hasta la granja Donohue fue rápido, pero a él le pareció una eternidad. Con Maura a su lado en el coche, su aroma parecía envolverlo, tentándolo, excitándolo hasta tal punto que estar sentado resultaba una tortura.

Cuando llegaron a la casa aparcó en el camino, lo que ella llamaba «la calle», y caminó a su lado hasta la puerta. Ninguno de los dos dijo nada, tal vez porque había mucho que decir. ¿Por dónde debía empezar con una mujer como Maura Donohue?

«¿Firma el contrato?». «¿Quítate la ropa?».

Él sabía lo que prefería, pero tenía la sensación de que no iba a ser tan fácil.

Maura encendió la luz de la cocina y abrió la nevera, mirándolo por encima del hombro.

– ¿Te importa sacar dos vasos del armario?

– No, claro -Jefferson dejó encima de la mesa el sobre que contenía el contrato y fue a buscar los vasos. Un minuto después, ella los llenaba con un vino de color paja que casi parecía dorado a la luz de la lámpara.

Había estado allí antes, aunque siempre de día. La vieja cocina estaba limpia y ordenada, los electrodomésticos brillantes aunque ninguno de ellos era nuevo. En la encimera sólo había una tetera antigua y el suelo de madera, aunque muy usado, estaba brillante.

– Supongo que deberíamos firmar el contrato.

– Sí, lo mejor será quitarnos el negocio de en medio lo primero.

– ¿Lo primero? ¿Y qué viene después? -Maura clavó en él sus ojos azules y el cuerpo de Jefferson se rebeló como un perro hambriento tirando de una correa.

– Después brindáremos por el éxito de nuestra aventura.

– Aventura, ¿eh? -sonrió ella-. No sé si es la palabra adecuada.

Maura tomó el bolígrafo que le ofrecía y se sentó para leer el contrato. Le gustaba eso de ella. Mucha gente había firmado sin molestarse en leerlo, pero ella no, ella era más cauta. No iba a fiarse de su palabra ya que tenía que mirar por sus intereses.

¿Había algo más sexy que una mujer inteligente?

Mientras leía, Jefferson podía oír el tictac de un reloj de pared. Maura tenía la cabeza inclinada y tuvo que hacer un esfuerzo para no tocarla, para no pasar los dedos por su pelo. «Pronto», se prometió a sí mismo, intentando echar mano del autocontrol que siempre había sido parte de su personalidad.

Aunque su autocontrol se había tomado unas vacaciones desde que conoció a Maura Donohue, debía admitir. Ella despertaba algo en su interior. Algo de lo que Jefferson no se había acordado en años, algo que no había sentido desde que…

El crujido del papel interrumpió sus pensamientos a tiempo para ver que Maura dejaba el bolígrafo sobre la mesa.

– Ya está.

– Me alegro mucho de hacer negocios contigo.

– Seguro que le has dicho eso a toda la gente del pueblo.

– No -sonrió Jefferson, metiendo el contrato en el sobre-. Tú eres diferente.

– ¿Ah, sí? -ella tomó los dos vasos de vino y le ofreció uno-, ¿Y eso por qué?

– Creo que tú sabes la respuesta a esa pregunta.

– Es posible.

Maura dejó el vaso sobre la mesa para quitarse el jersey y después sacudió la melena. Y Jefferson tuvo que tragar saliva. Lo único que llevaba bajo ese grueso jersey era una camisola de seda blanca que se pegaba a su piel y bajo la cual sus pezones se marcaban con toda claridad.

– Bonita camisola -murmuró, con voz ronca.

– La verdad es que había pensado que podríamos terminar aquí esta noche y quería ver tu cara de sorpresa cuando me quitase el jersey.

– ¿Y ha merecido la pena?

– Pues sí -contestó ella, alargando una mano para tocar su pelo-. Me gustas mucho, Jefferson King.

El cuerpo de Jefferson se puso en alerta roja, su erección rozando dolorosamente la cremallera de los pantalones.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Y creo que tú también me deseas -Maura se acercó un poco más.

– Pues sí, así es.

El roce de sus dedos era muy seductor, pero él quería ese roce por todas partes. Necesitaba sentir sus manos, tocarla a ella.

De modo que dejó el vaso de vino sobre la mesa y la envolvió en sus brazos. Y estuvo a punto de soltar un gemido cuando los pechos de Maura se aplastaron contra su torso.

– ¿Sabes una cosa? Había pensado seducirte esta noche.

– Ah, pues entonces los dos pensábamos lo mismo.

– Desde luego -murmuró él, inclinando la cabeza para darle un beso. El primero de muchos. Cubrió la boca de Maura con la suya y ella suspiró, abriendo los labios. Y cuando sus lenguas empezaron a bailar, el calor que sentía se convirtió en un infierno.

Jefferson la apretó un poco más, pero aun así no estaban suficientemente cerca, no podía sentirla toda como quería. La necesitaba desnuda, piel con piel. Necesitaba estar dentro de ella. Y lo necesitaba ahora.

De modo que la levantó en brazos para sentarla sobre la encimera de la cocina. Ella dejó escapar una exclamación de sorpresa, pero se recuperó enseguida, envolviendo las piernas en su cintura, besándolo, sus alientos combinándose para crear una sinfonía de gemidos y suspiros que llenaban la silenciosa cocina.

Jefferson la besó una y otra vez: besos largos, cortos, profundos, suaves. Le encantaba besarla… sabía más rica que el vino, más embriagadora. El mundo giraba a su alrededor y él se sentía inexorablemente atraído hacia su órbita.

Tirando de la camisola, se la quitó y la tiró al suelo sin mirar siquiera para admirar sus pechos desnudos. Unos pechos generosos, firmes, los pezones de un rosa oscuro, rígidos ahora, como esperando sus caricias.

Jefferson tomó esos globos de porcelana con la mano, inclinando la cabeza para tomar primero uno y luego el otro pezón en la boca. Chupó, lamió, mordisqueó… y los gemidos de Maura lo animaban aún más.

Ella enredó los dedos en su pelo, sujetando su cabeza como si temiera que fuese a parar, pero parar no estaba en los planes de Jefferson. De hecho, no hubiese podido parar aunque le fuera la vida en ello. Que Dios lo ayudase si Maura cambiaba de opinión y le decía que se fuera. No sería capaz de soportarlo.

– Vamos a quitarte la camisa -dijo ella entonces-. Necesito sentir tu piel bajo mis manos.

Él obedeció de inmediato, quitándose el jersey y la camisa a toda velocidad. Dejó escapar un gemido de placer cuando Maura empezó a acariciar sus hombros y su espalda, el calor de sus manos excitándolo aún más.

– Ayúdame -dijo ella, con voz ronca.

– ¿Qué?

– Los vaqueros, Jefferson -suspiró Maura, mientras bajaba la cremallera del pantalón y se quitaba los zapatos al mismo tiempo-. Ayúdame a quitármelos antes de que pierda la cabeza.

– Sí, claro.

En lo único que él podía pensar era en el próximo beso, en la próxima caricia. De modo que la ayudó, levantándola un poco de la encimera para que se quitarse los vaqueros y las braguitas de algodón blanco. Y pensó entonces que unas braguitas de algodón eran mucho más seductoras que cualquier tanga de encaje negro que hubiera visto nunca. Pero luego se olvidó de todo, perdido en la gloria de verla desnuda. Su piel de porcelana era tan suave que querría tocarla por todas partes, explorar cada curva, cada línea de su cuerpo hasta que la conociera mejor que cualquier otro hombre.

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