Justo cuando Maddy tomó la mano de Janet, oyeron a los hombres que se acercaban. Janet retiró rápidamente su mano, y unos segundos después, su expresión se volvió impasible. Cuando los hombres llegaron junto a ellas, fue como si la conversación que acababan de mantener no hubiera tenido lugar.
Esa noche, en la intimidad, Maddy se lo contó todo a Jack.
– Le pega -dijo, todavía afectada por la noticia.
– ¿Paul? -Jack pareció sorprendido-. Lo dudo. Es algo brusco, pero no creo que haga una cosa así. ¿Cómo lo sabes?
– Me lo dijo Janet -respondió Maddy, que ahora era su amiga incondicional. Por fin tenían algo en común.
– Yo no me lo tomaría en serio -repuso Jack en voz baja-. Hace unos años, Paul me contó que su mujer sufría trastornos mentales.
– Vi los cardenales -dijo Maddy, enfadada-. Yo le creo, Jack. He pasado por eso.
– Lo sé. Pero tú no sabes cómo se hizo esos cardenales. Es posible que se haya inventado esa historia para hacerlo quedar mal. Me he enterado de que Paul está liado con otra. Puede que Janet pretenda vengarse difamándolo.
La opinión que Maddy tenía del senador empeoraba por momentos, y no tenía la más mínima duda de que Janet decía la verdad. Solo pensar en ello hacía que detestara a Paul.
– ¿Por qué no le crees? -preguntó Maddy, irritada-. No lo entiendo.
– Conozco a Paul. Es incapaz de hacer algo semejante.
Mientras lo escuchaba, Maddy tuvo ganas de gritar. Discutieron hasta que se fueron a la cama, y ella estaba tan furiosa con Jack que se alegró de que esa noche no hicieran el amor. Se sentía más unida a Janet McCutchins que a su propio marido, como si tuviese más cosas en común con ella que con él. Pero Jack no pareció advertir la magnitud del enfado de su esposa.
Al día siguiente, antes de irse, Maddy le recordó a Janet que se pondría en contacto con ella en cuanto tuviese la información que necesitaba. Pero Janet la miró como si no supiese de qué hablaba. Tenía miedo de que Paul las oyera. Se limitó a asentir con la cabeza y se subió al coche. Unos minutos después se marcharon. Pero esa noche, mientras Maddy y Jack volaban hacia Washington, ella permaneció en silencio, mirando el paisaje por la ventanilla. Solo podía pensar en Bobby Joe y en la desesperación que había sentido durante sus solitarios años en Knoxville. Luego recordó a Janet y los cardenales que le había enseñado. Era como una prisionera que no tenía la fuerza ni el valor necesarios para escapar. En efecto, estaba convencida de que no lo conseguiría. Cuando aterrizaron en Washington, Maddy juró en silencio que haría todo lo posible por ayudarla.
El lunes por la mañana, cuando Maddy fue a trabajar, se encontró con Greg, lo siguió a su despacho y se sirvió una taza de café.
– ¿Qué tal fue el fin de semana de la más elegante y famosa presentadora de televisión de Washington? -Le gustaba bromear sobre la vida que llevaba Maddy y sobre el hecho de que ella y Jack acudían con frecuencia a la Casa Blanca-. ¿Pasaste el fin de semana con nuestro presidente? ¿O te limitaste a ir de compras con la primera dama?
– Muy gracioso, tontaina -respondió ella y bebió un sorbo del humeante café. Todavía estaba alterada por la confesión de Janet McCutchins-. Lo cierto es que Jack comió con él el sábado en Camp Davis.
– Gracias a Dios que nunca me decepcionas. Me mataría enterarme de que tuviste que hacer cola en el lavadero de coches, como el resto de los mortales. Vivo mi vida a través de ti. Espero que lo tengas en cuenta. Todos lo hacemos.
– Créeme, no es tan emocionante como crees. -De hecho, ella no sentía que aquella fuese su vida. Tenía la sensación de que disfrutaba de parte de la celebridad que le correspondía a su marido-. Los McCutchins pasaron el fin de semana con nosotros en Virginia. Dios, él es un hombre despreciable.
– Un senador apuesto. Y muy distinguido. -Greg sonrió de oreja a oreja.
Maddy guardó silencio unos instantes, hasta que decidió confiar en Greg. Desde que habían empezado a trabajar juntos, se habían hecho íntimos; eran casi como hermanos. Ella no tenía muchos amigos en Washington: le faltaba tiempo para hacerlos, y cuando los hacía, a Jack no le caían bien y la obligaba a dejar de verlos. Ella nunca se quejaba, porque Jack la mantenía tan ocupada que prácticamente siempre estaba trabajando. Cada vez que conocía a una mujer con la que congeniaba, Jack salía con alguna objeción: la amiga en cuestión era gorda, fea, inapropiada para ella, indiscreta o, en opinión de él, tenía envidia de Maddy. Mantenía a su esposa cuidadosamente alejada del resto del mundo e inconscientemente aislada. Las únicas personas con las que podía intimar eran sus compañeros de trabajo. Sabía que Jack tenía buenas intenciones y que solo deseaba protegerla, de manera que no le importaba, pero eso significaba que el ser más cercano a ella era Jack, y en los últimos años, también Greg Morris.
– Este fin de semana pasó algo muy desagradable. -Comenzó con cautela, un poco incómoda por divulgar el secreto de Janet. Maddy sabía que ella no querría que la gente hablase del tema.
– ¿Te rompiste una uña? -bromeó Greg,
Ella siempre reía sus bromas, pero esta vez permaneció seria.
– Tiene que ver con Janet.
– Parece una mujer sosa y anodina. Solo la he visto un par de veces, en las fiestas del senado.
Maddy suspiró y decidió dar el salto. Confiaba plenamente en Greg.
– Él le pega.
– ¿Qué? ¿El senador? ¿Estás segura? Es una acusación muy grave.
– Sí, pero yo le creo. Me enseñó los moretones.
– ¿Esa mujer no está mal de la cabeza? -preguntó Greg con escepticismo. Era la misma reacción que había tenido Jack, y a Maddy le molestó.
– ¿Por qué los hombres siempre dicen cosas parecidas sobre las mujeres maltratadas? ¿Si te hubiera dicho que ella lo golpeó con un palo de golf me habrías creído? ¿O habrías dicho que ese gordo cabrón estaba mintiendo?
– Lamento decir que probablemente le creería. Porque los hombres no mienten cuando dicen esas cosas. Es muy raro que un hombre sea maltratado por una mujer.
– Las mujeres tampoco mienten. Pero la gente como tú, y como mi marido, les hacen creer que tienen la culpa de que las maltraten y que deben mantenerlo en secreto. Sí, es cierto que ella estuvo ingresada en un psiquiátrico, pero a mí no me parece que esté loca, y sus cardenales no fueron producto de mi imaginación. La tiene aterrorizada. Había oído que era un hijo de puta con sus colaboradores, pero no sabía que maltrataba a su esposa. -Nunca había hablado abiertamente de su pasado con Greg. Como muchas mujeres en su situación, se sentía responsable de lo que le había ocurrido y lo ocultaba como si se tratase de un secreto vergonzoso-. Le prometí ayudarla a encontrar un lugar seguro. ¿Tienes idea de por dónde debo empezar?
– ¿Qué te parece la Coalición por las Mujeres? La dirige una amiga mía. Y lamento lo que acabo de decir. Debería ser más listo.
– Sí, desde luego. Pero gracias, llamaré a tu amiga.
Él escribió un nombre en un papel y Maddy lo miró. Fernanda Lopez. Recordaba vagamente haberle hecho un reportaje poco después de entrar a trabajar en la cadena. Hacía cinco o seis años de aquello, pero esa mujer había causado una fuerte impresión a Maddy. Cuando la llamó desde su despacho, le dijeron que se había tomado un año sabático y que la mujer que la reemplazaba estaba de baja por maternidad. Volvería dentro de dos semanas. Cuando explicó lo que quería, le dieron unos cuantos nombres y números de teléfono. Pero en todas partes respondía un contestador automático, y cuando llamó a la línea de emergencia para mujeres maltratadas, esta comunicaba. Tendría que volver a intentarlo más tarde. Luego se entretuvo trabajando con Greg y no volvió a pensar en el tema hasta las cinco de la tarde, la hora de salir en antena, así que se prometió que llamaría por la mañana. Si Janet había sobrevivido todos esos años, sin duda seguiría viva a la mañana siguiente. Sin embargo, Maddy quería hacer algo al respecto. Era obvio que Janet estaba demasiado paralizada por el miedo para ayudarse a sí misma, una situación que no tenía nada de novedoso.
Читать дальше