Danielle Steel - El viaje

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Todo el mundo en Washington conoce a Madeleine y Jack Hunter. Maddy es una presentadora de televisión galardonada, y Jack es el director de la cadena y un asesor del Presidente en temas de medios de comunicación. Para todo el mundo, el suyo es un matrimonio de cuento. Pero detrás de las puertas cerradas de su casa, la mujer a la que toda la nación idolatra vive en la degradación y el miedo. La crueldad que ella experimenta en manos de Jack no deja moretones, ni cicatrices, sólo las heridas del miedo, la humillación y el aislamiento.
El viaje de Maddy hacia su curación se inicia cuando la esposa del Presidente le ofrece la oportunidad unirse a su recién formada Comisión sobre la Violencia contra la Mujer, donde escucha historias de terror escalofriante de las esposas y novias que le parecen inquietantemente familiares. Y allí se encuentra a Bill Alexander, un distinguido erudito y diplomático que también trabaja en la comisión. Bill sospecha que algo anda terriblemente mal en el matrimonio de Maddy y, mientras da los primeros pasos hacia la libertad, una notable serie de eventos comienzan a desarrollarse. Una devastadora tragedia se produce, lo que obliga a Maddy a darse cuenta de lo mucho que ha perdido: su esperanza, su confianza y su autoestima. A medida que su viaje llega a su fin, se encuentra con una fuerza que nunca supo que tenía… y un regalo que cambiará su vida para siempre.

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– La he tomado yo sola -dijo ella en voz baja-. Tengo derecho a hacerlo, Jack.

– ¿Respaldarás también los derechos de la mujer en general, además de los de las maltratadas? ¿Tendré que esperar un comentario al respecto en directo? ¿Por qué no dejas las noticias y creamos un programa de debate especialmente para ti? Así podrás hablar de lo que te apetezca durante horas.

– Si a la primera dama le gustó, ¿qué daño puede hacernos lo que dije?

– Si los ahogados de McCutchins quieren, nos hará mucho daño.

– Puede que las aguas vuelvan a su cauce dentro de pocos días -dijo ella, esperanzada, mientras él se acercaba a la cama y se detenía, por fin, para mirarla con ostensible furia. Su enfado no había disminuido en lo más mínimo.

– Si vuelves a hacer algo semejante, te despediré en el acto, aunque seas mi mujer. ¿Entendido?

Maddy asintió en silencio y de repente se sintió como si en lugar de haber hecho algo bueno, hubiera traicionado a su marido. En los nueve años que llevaban juntos él jamás se había enfadado tanto con ella, y Maddy se preguntó si alguna vez la perdonaría, sobre todo si demandaban a la cadena.

– Pensé que era importante hacer lo que hice.

– Me importa una mierda lo que tú pienses. No te pago para pensar. Te pago para que estés guapa y leas las noticias en el tele-prompter. Es lo único que quiero de ti.

Tras decir esas palabras, entró en el cuarto de baño y cerró de un portazo. Maddy rompió a llorar. Había sido un día agotador para ambos. Pero en el fondo de su corazón, ella seguía convencida de que había hecho lo correcto, cualquiera que fuera el precio. Por el momento, parecía que ese precio sería muy alto.

Cuando Jack salió del cuarto de baño, se metió en la cama sin decir una palabra, apagó la luz, y se volvió de espaldas a Maddy. Hubo un silencio absoluto hasta que ella lo oyó roncar. Por primera vez en muchos años, Maddy sintió una oleada de terror. La furia de Jack, por muy controlada que pareciese, le despertaba antiguos y aterradores recuerdos. Y esa noche volvió a tener pesadillas.

A la mañana siguiente, Jack desayunó en silencio. Luego se marchó al trabajo solo, con su chófer.

– ¿Cómo se supone que iré a la cadena? -preguntó ella, atónita, cuando él la dejó en el camino particular.

Jack la miró a los ojos, cerró con violencia la portezuela del coche y le habló como si fuese una desconocida:

– Toma un taxi.

Capítulo4

El funeral de Janet McCutchins era el viernes por la mañana, y Jack envió un mensaje a Maddy a través de su secretaria diciendo que pensaba acompañarla. Salieron de la oficina en el coche de él -Jack con traje oscuro y corbata a rayas negras; Maddy con un traje Chanel de lino negro y gafas oscuras- y el chófer los condujo a la iglesia de St. John, separada de la Casa Blanca por el parque Lafayette. El oficio religioso -una misa mayor- fue largo y triste. El coro cantó el Ave Maria, y el primer banco estaba ocupado por los sobrinos e hijos de Janet. Hasta el senador lloró. Estaban presentes todos los políticos importantes de la ciudad. Maddy observó el llanto de Paul McCutchins con incredulidad y se compadeció de sus hijos. Al final de la ceremonia, inconscientemente, enlazó su brazo en el de Jack. Él la miró y se apartó rápidamente. Seguía furioso con ella y apenas si le había hablado desde el martes por la noche.

Se reunieron con los demás en la escalinata de la iglesia, mientras llevaban el ataúd al coche fúnebre y la familia subía a las limusinas para ir al cementerio. Los Hunter sabían que más tarde habría un almuerzo en casa de los McCutchins, pero ninguno de los dos pensaba asistir, ya que nunca habían sido amigos íntimos de la pareja. Regresaron a la cadena sentados lado a lado, en medio de un silencio glacial.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esto, Jack? -preguntó por fin Maddy en el coche, incapaz de seguir soportando la situación.

– Mientras siga enfadado contigo -respondió él con aspereza-. Me has defraudado, Maddy. No, para ser más preciso, me has jodido.

– Era importante, Jack. Una mujer que había sido maltratada se suicidó e iba a pasar a la historia como una chalada. Quise ser justa con ella y con los niños y dirigir la atención al hombre que la maltrató, aunque solo fuese por un minuto.

– Y me fastidiaste a mí en el proceso. Nada de lo que hiciste ha evitado que Janet pase a la historia como una chalada. Los hechos hablan por sí mismos. Estuvo en un hospital psiquiátrico y recibió tratamiento de electrochoque durante seis meses. ¿Te parece que era una mujer normal? ¿Y que merecía que me convirtieses en el blanco de una demanda por injurias?

– Lo lamento, Jack. Tenía que hacerlo. -Seguía convencida de que había hecho lo correcto.

– Tú estás tan loca como ella -replicó él con expresión de disgusto, y miró por la ventanilla.

Fue un comentario mezquino que hirió a Maddy, como todo lo que decía Jack desde hacía tres días.

– ¿No podemos pactar una tregua durante el fin de semana? -Temía pasar un triste fin de semana en Virginia si él continuaba comportándose de esa manera, y Maddy estaba pensando en la posibilidad de no acompañarlo.

– No lo creo -respondió Jack con frialdad-. Además, tengo cosas que hacer aquí. Debo asistir a un par de reuniones en el Pentágono. Tú puedes hacer lo que quieras. No tendré tiempo para estar contigo.

– Esto es ridículo, Jack. Lo que pasó fue una cuestión de trabajo. Esto es nuestra vida.

– En nuestro caso, las dos cosas están estrechamente unidas. Debiste pensar en ello antes de abrir la boca.

– De acuerdo, castígame, pero tu actitud es infantil.

– Si McCutchins me demanda, la cantidad que pida no será «infantil», te lo aseguro.

– No creo que lo haga, sobre todo teniendo en cuenta que la primera dama ha elogiado el programa. Además, no puede defenderse. Si hay una investigación, el fiscal podría sacar a relucir los hematomas de Janet.

– Puede que Paul no se deje impresionar por la primera dama tanto como tú.

– ¿Por qué no tratas de olvidarlo, Jack? No puedo deshacer lo que está hecho, y la verdad es que tampoco lo haría. Así pues, ¿por qué no intentamos dejarlo atrás?

Pero al oír estas palabras, él se volvió hacia ella con los ojos entornados y la miró con expresión glacial.

– Quizá debería refrescarte la memoria, Juana de Arco, y recordarte que antes de que empezaras tu cruzada por los desvalidos, cuando yo te encontré, no pintabas nada. No eras nadie, Mad. Eras un cero a la izquierda, una pajuerana cuyo único destino era una vida de latas de cerveza y malos tratos en una caravana. No sé quien crees ser ahora, pero ten en cuenta que yo te inventé. Me debes todo lo que eres. Estoy harto de tus tonterías idealistas y de tus quejas y lloriqueos por una mujer gorda y fea, ese montón de mierda llamado Janet McCutchins. No merecía que yo me jugara el cuello en la cadena. Ni que tú te jugaras el tuyo.

De repente, Maddy miró a su marido como si fuese un desconocido. Y quizá lo fuera.

– Me das ganas de vomitar -replicó ella. Se inclinó y dio un golpecito en el hombro al chófer-. Pare el coche. Me bajo aquí.

Jack pareció sorprendido.

– Pensé que regresabas al trabajo.

– Y así es, pero prefiero andar a seguir aquí sentada, escuchándote hablar de esa manera. He recibido el mensaje, Jack. Tú me inventaste y te lo debo todo. ¿Cuánto te debo? ¿Mi vida? ¿Mis principios? ¿Mi dignidad? ¿Cuál es el precio por salvar a alguien de ser escoria durante el resto de su vida? Quiero asegurarme de no pagarte de menos.

Con estas palabras se apeó del coche y caminó rápidamente hacia las oficinas de la cadena, Jack no dijo nada; se limitó a subir la ventanilla en silencio. Cuando regresó a su despacho, no la llamó. Ella estaba a cinco pisos de él, comiendo un bocadillo con Greg.

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