Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL

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-Pero, ¿cómo podremos evitarlo?

-Tomando prisionero a Fernando tan pronto como ponga los pies en Castilla.

-¿Podéis hacer tal cosa? ¿Cómo?

-Alteza, debemos hacerlo. Formulemos nuestros planes. Fernando llegará por la ciudad fronteriza de Osma, donde recibirá la ayuda de Medinaceli. Eso es lo que él cree. Pero debemos asegurarnos de que Medinaceli sea partidario nuestro... no de Isabel.

-Eso no será fácil -señaló el rey.

-Ya lo conseguiremos -aseguró Villena, entrecerrando los ojos-. Amenazaré a nuestro amigo el duque de Medinaceli con las penalidades más crueles si se atreve a ayudar a Fernando. Os aseguro, Alteza, que el duque será uno de nuestros informantes, y que tan pronto como Fernando llegue, lo sabremos. El rey y la reina de Aragón llegaron a muchos extremos para hacer de él el

heredero de la corona y a no menos extremos hemos de llegar para asegurarnos que jamás se acerque a la de Castilla. Doy por supuesto que cuento con la autorización de Vuestra Alteza para ocuparme del duque de Medinaceli...

-Haced lo que queráis, pero ¡cuánto me alegraré el día que todas estas luchas se acaben!

-Dejad el asunto en mis manos, Alteza. Una vez que hayamos doblegado a nuestra altanera Isabel... y la hayamos despachado a Portugal o... a donde fuere... entonces, os prometo que tendremos paz en esta tierra.

-Ruego a los santos que sea así sin tardanza -suspiró Enrique.

A la llegada de la embajada a Zaragoza el rey Juan de Aragón se encontró en un brete.

Envió a buscar a Fernando.

-Se han complicado las cosas -le dijo-. He sabido por el arzobispo de Toledo que Villena se ha propuesto impedir el matrimonio y el arzobispo teme que lo consiga a menos que la ceremonia se celebre con prontitud. Me sugiere que debéis partir inmediatamente hacia Valladolid.

-Pues bien, padre, estoy dispuesto.

Juan de Aragón gimió.

-Hijo mío, ¿cómo podréis ir a Castilla como novio de Isabel si en el tesoro no hay más que trescientos enriques? Haríais lamentable figura.

-No puedo ir como un mendigo, padre -asintió con gravedad Fernando.

-Pues no sé de qué otra manera podríais ir. Yo abrigaba la esperanza de tener un respiro que me permitiera conseguir el dinero necesario para vuestro viaje. He de haceros rey de Sicilia para que entréis en Castilla con la dignidad de rey, ¿cómo enviaros sin la pompa necesaria, sin el atuendo adecuado y todo lo que podáis necesitar para vuestra boda?

-Entonces, debemos esperar...

-Pero una demora podría significar que perdiéramos a Isabel. Villena está empeñado con todo su poder en evitar ese matrimonio. Creo que su plan es dejar a Castilla libre de Isabel... tal vez mediante una boda, o quizá por otros métodos y, sin duda, po

ner en lugar de ella a la Beltraneja. Hijo mío, es posible que os signifique una lucha llegar hasta Isabel... -Juan se detuvo y una sonrisa apareció en su rostro-. Escuchad, Fernando, creo que tengo la solución para nuestro problema. Escuchadme, que os lo diré brevemente para que después sometamos este plan a un consejo secreto.

-Ansioso estoy de oír lo que proponéis, padre -respondió Fernando.

-Será peligroso para vos cruzar la frontera en Guadalajara. Esa zona es propiedad de la familia Mendoza, que como bien sabéis, apoya a la Beltraneja. Si viajarais como corresponde a vuestra condición, con la embajada, los nobles y vuestros sirvientes, os sería imposible atravesar la frontera sin ser advertido. Pero, ¿qué diríais, hijo mío, de hacerlo con un grupo de mercaderes, y disfrazado como si fuerais uno de sus sirvientes? Os garantizo que de esa manera podríais llegar a Valladolid sin ser molestado.

Fernando frunció la nariz con disgusto.

-¡Disfrazado de sirviente, padre!

Juan rodeó con un brazo los hombros del joven.

-Es la solución -insistió-. Debéis recordar, Fernando, que lo que está en juego es un reino. Y ahora que lo considero, creo que es la única forma en que podéis abrigar la esperanza de llegar, sano y salvo, a reuniros con Isabel. Además, ¡pensad! Es un plan que nos da la excusa que necesitábamos. Desatinado sería equiparos como a un rey, si habéis de viajar como el lacayo de un mercader.

Tan pronto como el tabernero recibió al grupo de mercaderes, le llamó la atención su lacayo: el muchacho tenía aire de insolencia y era evidente que se sentía superior a la situación en que estaba,

-Oye, muchacho -lo llamó, mientras los mercaderes eran conducidos hacia su mesa-, tendrás que ir a los establos a ocuparte de que a las muías de tus amos- no les falten el agua y el pienso.

Los. ojos del arrogante joven relampaguearon, y durante un momento el tabernero pensó que su actitud era la de quien está a punto de sacar la. espada... si la tuviera.

Uno de los mercaderes intervino.

-Dejad, buen hombre, que vuestros mozos se ocupen de las muías, y les den agua y pienso mientras nosotros nos sentamos a la mesa. Queremos que nuestro sirviente esté aquí para atendernos.

-Como os plazca, mis buenos señores.

-Traednos los platos -prosiguió el mercader-, que de lo demás se ocupará nuestro sirviente. Quisiéramos que nos dejaran comer nuestra comida en paz, pues que tenemos que hablar de negocios.

-Sólo estoy para serviros, señores.

Cuando el posadero se hubo retirado, Fernando sonrió burlo-namente.

-Me temo que no hago un lacayo muy convincente.

-Si se tiene en cuenta que es un papel que jamás habíais representado, Alteza, lo estáis haciendo muy bien.

-Sin embargo, tengo la sensación de que este hombre me con-sidera un sirviente nada habitual, y eso es algo que debemos evitar. Me alegraré de que todo esto termine, porque es un papel que no me sienta.

Fernando tocó con disgusto la áspera tela de su jubón de sirviente. Era lo bastante joven como para envanecerse de su apariencia personal, y como durante toda su vida había vivido en el temor de perder su herencia, su dignidad le era especialmente cara. Era menos filósofo que su padre, y menos capaz de digerir la indignidad que significaba para él tener que entrar furtivamente en Castilla, como un mendigo. Había tenido que aceptar el hecho de que la importancia de Castilla y León era mayor que la de Aragón, y se le hacía difícil admitir que él, en su condición de hombre y de futuro esposo, tuviera que ocupar el segundo lugar, después de la que sería su mujer.

Las cosas no debían seguir siendo así, se decía, una vez que Isabel y él se hubieran casado.

-Esta mascarada no habrá de prolongarse durante mucho tiempo, Alteza -le aseguraron-. Cuando lleguemos al castillo del conde de Treviño, en Osma, ya no será necesario que sigáis viajando tan innoblemente. Y Treviño nos espera para darnos la bienvenida.

-Pues me consume la impaciencia por llegar a Osma.

El tabernero había regresado, precediendo a un sirviente que les traía una gran fuente humeante de olla podrida. El guisado olía bien, y durante un momento los hombres lo olfatearon con tal avidez que Fernando, que había estado apoyado en la mesa, conversando con los mercaderes, se olvidó por completo de adoptar su actitud de sirviente.

El posadero se quedó tan sorprendido que se detuvo y se quedó mirándolo.

Inmediatamente, el muchacho comprendió que se había traicionado e intentó fingir una actitud de humildad.

-Espero que el tabernero no sospeche que no somos lo que pretendemos -comentó cuando él y sus amigos volvieron a quedarse a solas.

-Si se muestra demasiado curioso, Alteza, ya nos ocuparemos de él.

Al oír estas palabras, Fernando señaló que sería mejor que dejaran de darle el tratamiento de Alteza mientras no terminaran el viaje.

Mientras todos estaban comiendo, uno de los hombres levantó repentinamente la vista y alcanzó a ver en la ventana un rostro que desapareció inmediatamente, de manera que no estaba seguro de si se trataba del tabernero o de uno de sus sirvientes.

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