Виктория Холт - CASTILLA PARA ISABEL

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-Creo, Enrique, que mi madrastra es aun más ambiciosa que la vuestra.

-Difícilmente podría serlo; pero admitamos que tiene por lo menos tantas esperanzas puestas en su pequeño Fernando como la mía en Alfonso e Isabel.

-Según las noticias que tengo de Aragón, ha perdido la cabeza por ese niño, y ha hecho que a mi padre le suceda lo mismo. Me han dicho que ama al infante Fernando más que a Carlos, a mí y a Leonor juntos.

-Es una mujer de carácter fuerte, que tiene esclavizado a

vuestro padre. Pero no temáis, que Carlos tiene la edad suficiente para defender lo que le pertenece... lo mismo que yo.

Blanca se estremeció.

-Enrique, estoy tan feliz de no estar allá... en la corte de mi padre.

-¿Nunca echáis de menos vuestro hogar?

-Desde que nos casamos, Castilla es mi hogar, y no tengo otro que este.

-Esposa mía -respondió Enrique con tono ligero-, muy feliz me hace que sintáis así.

Pero lo decía sin mirarla. No era hombre a quien le agradara mostrarse cruel; es más, se esforzaba en lo posible por evitar todo aquello que pudiera resultar desagradable, y por eso se le hacía difícil, en ese momento, enfrentarse con su mujer.

Pese a sus esfuerzos por aparentar calma, Blanca estaba temblando, al preguntarse qué sería de ella si hubiera de volver a la corte de su padre, caída en desgracia, humillada... en condición de esposa repudiada. Carlos, el más bondadoso de los hombres, se mostraría bondadoso con ella. Leonor no estaría en la corte, ya que desde su matrimonio con Gastón de Foix residía en Francia. En su padre no podría encontrar un amigo, ya que todo su afecto estaba volcado en la brillante y atractiva Juana Enríquez, madre del joven Fernando,

Carlos había heredado de su madre el reino de Navarra, y, en caso de que Carlos muriera sin dejar descendencia, Navarra sería herencia de la propia Blanca, ya que su madre -viuda de Martín, rey de Sicilia, e hija de Carlos III de Navarra- había dejado este reino a sus hijos, excluyendo de la línea sucesoria a su marido.

Sin embargo, había estipulado en su testamento que, al gobernar el reino, Carlos debía hacerlo contando con la buena voluntad y aprobación de su padre.

Al asumir su herencia, y dado que su padre no se había mostrado dispuesto a dejar el título de rey de Navarra, Carlos había accedido a que lo conservara, pero insistiendo en sus derechos al gobierno de Navarra, que ejercía personalmente en calidad de gobernador.

De tal manera, en ese momento Blanca era la heredera de

Carlos, y si éste moría sin haber tenido hijos, el derecho al gobierno y a la corona de Navarra le pertenecerían.

Tal vez fuera una tontería dejar que esas fantasías la acosaran, pero Blanca sentía la premonición de que algo terrible le sucedería si se viera alguna vez obligada a regresar a Aragón.

En Castilla se sentía segura. Aunque le fuera infiel, Enrique era su marido; ella no le había dado hijos, que eran lo único que daba sentido a un matrimonio como el de ellos, pero aun así, Enrique se mostraba bondadoso. Indolente, lascivo, superficial; todo eso tal vez fuera, pero jamás se valdría contra ella de violencia física. En cambio, ¿cómo podía saber Blanca qué suerte podía correr si volvía a la corte de su padre?

En ese momento, él le sonreía casi con ternura.

Es indudable, pensó Blanca, que no podría sonreírme así si no sintiera por mí cierto afecto. Tal vez, como yo, Enrique recuerde nuestros días de recién casados, y sea por eso por lo que me sonríe tan tiernamente.

Pero, aunque siguiera sonriendo, Enrique apenas si se daba cuenta de su presencia. Estaba pensando en la nueva esposa que tendría una vez que se hubiera librado de la pobre, inservible Blanca; una mujer joven, naturalmente, a quien él pudiera modelar en vista de su propio placer sensual.

Una vez que mi padre haya muerto, se decía, seré dueño de mi libertad.

Tomó de la mano a Blanca y la llevó hacia la ventana. Al mirar hacia afuera, vieron que Enrique había estado en lo cierto al decir que el pueblo empezaba ya a congregarse, esperando con impaciencia, ansiosos de oír la noticia de que el anciano rey había muerto, y de que se había iniciado una época nueva.

El rey pidió a Cibdareal, su médico, que se acercara al lecho.

-Amigo mío -susurró-, esto ya no puede durar mucho.

-Preservad vuestras fuerzas, Alteza -rogó el médico.

-¿Con qué objeto? ¿Para vivir algunos minutos más? Ah, Cibdareal, yo habría llevado una vida más feliz y sería en este momento un hombre más dichoso si hubiera sido hijo de un

carpintero, en vez de serlo del rey de Castilla. Enviad en busca de la reina y de mi hijo Enrique.

Al llegar junto al lecho, ambos lo miraron de manera extraña.

En los ojos de la reina brillaba una mirada extraviada. Lo que lamenta no es la pérdida de su marido, pensó el rey; no es más que la pérdida del poder. «Madre de Dios», rogó para sí, «consérvale la cordura. Así podrá ser buena madre para nuestros pequeños, y cuidar de sus derechos. Permite que las preocupaciones que se abatirán ahora sobre ella no la encaminen por la vía que siguieron sus antepasados... antes de que sus hijos tengan la edad suficiente para cuidar de sí mismos.»

¿Y Enrique? Enrique lo miraba ahora con la mayor compasión, pero Juan sabía que las manos se le estremecían en la ansiedad de adueñarse del poder que no tardaría en ser suyo.

-Enrique, hijo mío -articuló-, no siempre hemos estado en los debidos términos de amistad, y mucho lo lamento.

-También yo lo lamento, padre.

-Pero no nos detengamos en las desdichas del pasado. Pienso ahora en el futuro. Dejo dos hijos pequeños, Enrique.

-Sí, mi señor.

-No olvidéis jamás que son vuestros hermanos.

-No lo olvidaré.

-Cuidad bien de ellos. Yo he tomado las debidas providencias, pero ellos necesitarán de vuestra protección.

-La tendrán, padre.

-Me habéis dado vuestra sagrada promesa, y puedo ahora descansar en paz. También os pido que respetéis a su madre.

-Así lo haré.

El rey expresó que se sentía cansado. Su mujer y su hijo se apartaron del lecho, para dejar que se acercaran los sacerdotes.

No había pasado media hora cuando la noticia se difundió por el palacio:

-El rey Juan II ha muerto, Enrique IV es ahora rey de Castilla.

La reina estaba lista para abandonar el palacio. Las mujeres de su servicio la rodeaban; una de ellas tenía en

brazos al pequeño Alfonso; otra llevaba de la mano a Isabel.

Envuelta en una capa negra, la pequeña esperaba, escuchaba, observaba.

El estado de ánimo de la reina era de una excitación sofocada, que angustiaba mucho a Isabel.

Prestó atención a la voz chirriante de su madre.

-Todo debe parecer perfectamente normal, para que nadie se dé cuenta de que nos vamos. Tengo que proteger a mis hijos.

-Sí, Alteza -fue la respuesta.

Pero Isabel había oído hablar entre sí a las mujeres:

-¿Por qué hemos de irnos como fugitivos? ¿Por qué hemos de huir del nuevo rey? ¿Acaso... ya estará loca? El rey Enrique sabe que nos vamos, y no hace esfuerzo alguno por detenernos. Para él no tiene importancia alguna que nos quedemos aquí o nos vayamos, pero debemos partir como si nos persiguieran todos los ejércitos de Castilla.

-Shh... Shh... La niña nos oirá -y en voz más baja, susurrante-. La infanta Isabel es toda oídos. No debemos dejarnos engañar por su aire retraído.

Entonces, él no nos haría daño, pensaba Isabel. Claro que mi hermano Enrique jamás nos haría daño. Pero, ¿por qué mi madre piensa que sí?

Uno de los mozos la levantó en brazos y la montó a caballo. El viaje había comenzado.

Así fue como la reina y sus hijos salieron de Madrid para dirigirse al solitario castillo de Arévalo.

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