Жюльетта Бенцони - La estrella azul

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Juliette Benzoni

Las joyas del templo I

LA ESTRELLA AZUL
A los que quiero

Dichoso será quien lea el enigma,

estrellas arriba, estrellas abajo;

todo lo que está arriba aparecerá abajo,

dichoso será quien lea el enigma.

Hermes Trimegisto.

Hermes Trimegisto.

Prólogo

El regreso

Invierno 1918 -1919

El amanecer tardaba en llegar. Siempre tarda en diciembre, pero la noche parecía encontrar un perverso placer en entretenerse, como si no pudiera resignarse a abandonar la escena.

Desde que el tren había atravesado el Brennero, donde un obelisco recién instalado señalaba la nueva frontera del antiguo imperio austrohúngaro, Aldo Morosini, incapaz de mantener los ojos cerrados más de unos minutos, no conseguía conciliar el sueño. En el cenicero del vetusto compartimento que desde Innsbruck ocupaba solo se amontonaban las colillas. Aldo encendía un cigarrillo y para disipar el humo tuvo que bajar la ventanilla varias veces. Cuando lo hacía, el aire helado del exterior entraba junto con la carbonilla que escupía la vieja locomotora, cuyo estado predecía un próximo retiro. Pero también penetraban los olores alpinos, fragancias resinosas y de nieve mezcladas con algo más suave, apenas perceptible pero que ya traía a la mente los efluvios familiares de las lagunas.

El viajero esperaba Venecia como en otros tiempos esperaba a una mujer en lo que él llamaba su «atalaya». Con más impaciencia quizá, porque Venecia no lo decepcionaría nunca y él lo sabía.

Renunciando a cerrar la ventanilla, se recostó contra el terciopelo gastado del compartimento de primera clase, decorado con taraceas desconchadas y espejos empañados en los que, también en otros tiempos, se reflejaban los uniformes blancos de los oficiales que iban a incorporarse a la flota austríaca en la rada de Trieste. Reflejos desvanecidos de un mundo que acababa de caer en el horror y la anarquía para los vencidos, y en el alivio y la esperanza para los vencedores, grupo al que el príncipe Morosini se sentía muy sorprendido de pertenecer.

La guerra como tal había terminado para él el 24 de octubre de 1917. Se encontraba entre esa inmensa cohorte de unos trescientos mil prisioneros italianos capturados en Caporetto con tres mil cañones, lo que le valió pasar el último año en un campo de concentración donde, como favor especial, disfrutó de una habitación no muy grande pero para él solo. Y ello por una razón simple, aunque bastante irregular: antes de la guerra había coincidido en una partida de caza en Hungría, en casa de los Esterhazy, con el general Hotzendorf, entonces todopoderoso.

Un buen tipo, Hotzendorf. Capaz de tener ideas geniales inmediatamente después de dramáticos períodos de sequía. En el aspecto físico, un rostro alargado e inteligente cruzado por un bigote de estilo «archiduque», cabellos rubios cortados al cepillo y ojos soñadores de un color impreciso. Sólo Dios sabía qué había sido de él después de caer en desgracia el pasado julio, como consecuencia de sus derrotas en el frente italiano de Asiago. El final de la guerra lo devolvía a una especie de anonimato y, para Morosini, volvía a situarlo en los límites de una relación pasada.

E1 tren llegó a Treviso hacia las seis de la mañana entre ráfagas de viento cortante. Treinta kilómetros separaban todavía al príncipe de su querida ciudad. Encendió el último cigarrillo que le quedaba con mano un tanto trémula y expulsó lentamente el humo. Este era aún austríaco. El siguiente tendría el sabor divino de la libertad recuperada.

Era de día cuando el convoy se adentró en el largo dique que amarraba la balsa veneciana a la tierra firme. Un día gris en el que la laguna brillaba como estaño antiguo. La ciudad, envuelta en una neblina amarillenta, apenas se distinguía, y por la ventanilla abierta entraban el olor salado del mar y el grito de las gaviotas. El corazón de Aldo comenzó a latir de repente al peculiar ritmo de las citas amorosas. Sin embargo, ninguna esposa o prometida lo esperaba al final del doble cable de acero tensado por encima del agua. Su madre, la única mujer a la que nunca dejó de adorar, había muerto unas semanas antes de su liberación, lo que había abierto en él una herida que la sensación de absurdo y la decepción hacían más dolorosa; una herida que sería difícil de curar. Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, descansaba ahora en la isla de San Michele, bajo el mausoleo barroco situado junto a la capilla Emiliana. Y dentro de muy poco, el palacio blanco posado como una flor sobre el Gran Canal sonaría a hueco, sin alma.

La evocación de su casa ayudó a Morosini a dominar el dolor; el tren estaba entrando en la estación y no era conveniente abordar Venecia con lágrimas en los ojos. Los frenos chirriaron; se produjo una ligera sacudida y luego la locomotora soltó una vaharada de vapor.

Aldo cogió de la redecilla su escaso equipaje, bajó al andén y echó a correr.

Cuando salió de la estación la bruma se teñía de reflejos malva. Enseguida vio a Zaccaria de pie junto a los peldaños que descendían hacia el agua. Tieso como una vela, con su bombín y su largo abrigo negro, el mayordomo de los Morosini esperaba a su señor con el envaramiento que se había convertido en algo natural en él, hasta el punto de integrarse en su carácter. Un porte bastante difícil de adquirir para un veneciano fogoso cuyo físico, en su juventud, lo acercaba más a un tenor de ópera que al sirviente de una casa principesca.

Los años, unidos a la generosa cocina de su mujer, Celina, envolvieron a Zaccaria en una especie de melosidad, unas formas más imponentes y una seguridad, gracias a las cuales prácticamente consiguió esa majestuosidad olímpica, algo desdeñosa, que tanto había envidiado a sus colegas británicos. Al mismo tiempo, curiosamente, la gordura reveló un parecido con el emperador Napoleón I, cosa de la que se mostraba sumamente orgulloso. En contrapartida, sus maneras solemnes tenían la virtud de exasperar a Celina, aunque sabía que no afectaban a sus sentimientos. Solía decir que, si la viera desplomarse muerta, la preocupación por su dignidad se impondría a un pesar que, por lo demás, no ponía en duda, y que su primera reacción sería arquear las cejas con expresión reprobatoria ante semejante falta de compostura.

Con todo, al ver aparecer a Aldo con su ancho uniforme raído y esa tez cerosa de las personas que han sufrido privaciones y falta de sol, el imperial Zaccaria abandonó de golpe toda su soberbia. Con lágrimas en los ojos, se precipitó hacia el recién llegado para cogerle la bolsa de viaje al tiempo que se quitaba el sombrero con tanta impetuosidad que se le escapó de la mano y, como una pelota negra, fue rodando hasta el canal, donde se puso a flotar alegremente sin que Zaccaria, consternado, se preocupara lo más mínimo.

—¡Príncipe! —exclamó—. ¡En qué estado se encuentra, Dios mío!

Aldo rompió a reír.

—¡Vamos, no dramatices! Mejor dame un abrazo.

Cayeron uno en brazos de otro ante la mirada enternecida de una joven florista que estaba instalando su mercancía y que, tras escoger un espléndido clavel rojo oscuro, se lo ofreció al viajero haciendo una pequeña reverencia.

—Es la bienvenida de Venecia a uno de sus hijos recuperados —dijo con una sonrisa emocionada—. Acéptela, Excellenza. Esta flor le traerá felicidad.

La florista era guapa y poseía la misma frescura que su pequeño y ambulante jardín. Morosini aceptó el presente y le devolvió la sonrisa.

—Conservaré esta flor como recuerdo. ¿Cómo se llama?

—Desdémona.

Era, en efecto, la bienvenida de la propia Venecia.

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