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LaVyrle Spencer: Amargo Pero Dulce

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LaVyrle Spencer Amargo Pero Dulce

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Esta atrayente novela de amor es la primera traducida al castellano de LaVyrle Spencer, nueva gran figura en el género. Permaneció diez semanas en la lista de best-sellers del New York Times. Cuando aún eran estudiantes, Maggie y Eric se juraron amor eterno. Pero los avatares del destino los condujeron por caminos muy distintos. Maggie se casó y enviudó más tarde. Sola y madre de una hija, quiere reconstruir su vida. Al reencontrarse con Eric, ahora casado y capitán de un buque mercante, el amor renace. Conscientes de que la suya es una unión prohibida, los dos intentan en vano negar sus sentimientos…

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– Eres increíble, ¿sabes?

– ¿Por qué? -Dibujó con la uña una línea blanca desde el cuello de Eric hasta el arco pélvico y la miró volver a su color natural.

– Te despiertas en medio de la noche y pareces recién salida del salón de Maurice.

Tenía las cejas cepilladas hacia arriba, las pestañas espesas y oscuras alrededor de los ojos marrones. Hacía mucho tiempo, cuando estaba aprendiendo su oficio, le contó algo que le habían enseñado: que la mayoría de las personas nacen con una sola hilera de pestañas pero algunas tienen la suerte de tener dos. Nancy tenía dos y abundantes. Y ojos increíbles. Y labios, también.

– Ven aquí -ordenó Eric con voz ronca. La tomó de las axilas y la hizo caer. -Tenemos que recuperar los cinco días de ausencia. -La puso debajo de él con un movimiento ágil y deslizó una mano entre sus piernas, para acariciarla. Estaba húmeda e inflamada de deseo igual que él. Sintió por fin la mano fresca de ella alrededor de él y se estremeció al sentir el primer contacto. Cada uno conocía intrínsecamente el temperamento sexual del otro, lo que necesitaba, lo que más le gustaba.

Pero en el momento en que Eric se movió para penetrarla, ella lo apartó y susurró:

– Espera, mi amor. Vuelvo enseguida.

Él se quedó donde estaba, manteniéndola inmovilizada debajo de su cuerpo.

– ¿Por qué no lo olvidas, por esta noche?

– No puedo, es un riesgo demasiado grande.

– ¿Y qué? -Siguió tentándola, acariciándola, cubriéndole el rostro de besos. -Arriésgate. ¿Acaso sería el fin del mundo si quedaras embarazada?

Ella rió, le mordió el mentón y repitió:

– Vuelvo enseguida. -Escapó corriendo por la alfombra hacia el baño del otro lado del corredor.

Eric suspiró, se tendió de espaldas y cerró los ojos. ¿Cuándo? Pero conocía la respuesta. Nunca. Ella cuidaba su cuerpo no sólo para beneficio de Cosméticos Orlane, no sólo para él, sino para ella misma. Temía poner en peligro esa perfección. Él se había arríesgado sacando el tema esa noche. La mayoría de las veces, cuando mencionaba la posibilidad de un bebé, ella se indignaba y buscaba algo para hacer. Luego, durante lo que les quedaba del fin de semana juntos, la atmósfera permanecía tensa. De manera que Eric había aprendido a no fastidiaría con el tema. Pero los años corrían barranca abajo. En octubre él cumpliría cuarenta y uno; dentro de dos años sería demasiado viejo para comenzar una familia. Un niño merecía un padre con algo de energías, un padre con quien revolcarse, jugar a las luchas y aprender a sacar los peces grandes.

Eric pensó en sus primeros recuerdos: cabalgar sobre los hombros de su padre mientras las gaviotas revoloteaban alrededor de él.

– ¿Ves esos pájaros, hijo? Síguelos y te dirán dónde hay peces. -En contraste, le vino el recuerdo de él y sus hermanos de pie alrededor de la cama cuando murió su padre, todos llorando mientras uno por uno besaban la mejilla sin vida del anciano y luego la de su madre, antes de dejarla sola con él.

Más que nada en el mundo, quería una familia. El colchón se movió y Eric abrió los ojos. Nancy estaba arrodillada junto a él.

– Hola, volví.

Hicieron el amor, con considerable pericia si se puede juzgar por los libros. Eran imaginativos y ágiles. Probaron tres posiciones distintas. Verbalizaron sus deseos. Eric experimentó un orgasmo, Nancy dos. Pero cuando terminaron y el cuarto quedó a oscuras, Eric permaneció contemplando el cielo raso en sombras, con la cabeza apoyada sobre los brazos, pensando en lo vacío que podía ser el acto cuando no se lo usaba para su propósito específico.

Nancy se acercó, le pasó un brazo y una pierna por encima del cuerpo y trató de acurrucarse. Le tomó el brazo y se lo pasó alrededor de su propia cintura.

Pero el no sintió deseos de abrazarla mientras se quedaban dormidos.

Por la mañana Nancy se levantó a las cinco y media, Eric a las seis menos cuarto, no bien quedó libre la ducha. Para él Nancy debía ser la última mujer de Estados Unidos que seguía usando un tocador. La casa, de estilo campestre, databa de alrededor de 1919, y nunca le había gustado a Nancy. Se había mudado allí obligada,quejándose de que la cocina era poco satisfactoria, la instalación eléctrica inadecuada y el baño, una broma. De allí el tocador en el dormitorio.

Estaba ubicado contra una pared entre dos ventanas, acomido por un gran espejo de maquillaje circular rodeado de luces.

Mientras Eric se duchaba y se vestía, Nancy cumplía con los ritos matinales de belleza: frascos, potes, tubos y varitas; jaleas y lociones, rocíos y cremas; secadores de cabello y ruleros, pinzas y tijeras. Si bien él nunca había entendido cómo podía llevarle una hora y quince minutos, la había observado suficientes veces como para saber que era así. El ritual cosmético estaba tan arraigado en la vida de Nancy como la dieta; hacía ambas cosas en forma automática, pues le resultaba impensable aparecer ante su propia mesa de desayuno sin estar perfecta como si fuera a tomar un avión a Nueva York para encontrarse con los jerarcas de Orlane.

Mientras Nancy se maquillaba ante el espejo, Eric se movió por habitación, escuchando el pronóstico del tiempo por la radio, poniéndose un vaquero blanco, zapatillas del mismo color y un pulóver celeste con el logotipo de la compañía, un timón y su nombre bordado sobre el bolsillo superior.

– ¿Quieres algo de la panadería? -preguntó mientras se ataba los cordones de las zapatillas.

Nancy se estaba delineando los párpados.

– Comes demasiadas de esas cosas. Deberías cambiarlas por pan integral.

– Es mi único vicio. Enseguida vuelvo.

Ella lo observó salir de la habitación, orgullosa de su buen físico y su viril atractivo. Eric había estado molesto la noche anterior y eso la preocupaba. Quería que su relación -solamente ellos dos- fuera suficiente para él como lo era para ella. Jamás había podido entender por qué el creía necesitar más.

En la cocina, Eric puso café en el filtro antes de salir y detenerse en el escalón de entrada para contemplar la ciudad y más abajo, el agua. La calle principal, a sólo cien metros de distancia, rodeaba la costa de Fish Creek Harbor, que esa mañana se ocultaba bajo una niebla rosada que oscurecía la vista del Parque Estatal de la Península, hacia el norte cruzando el agua. En los muelles de la ciudad, los veleros permanecían inmóviles, perforando la niebla con los mástiles, visibles por encima de las copas de los árboles y los techos de los edificios sobre la calle principal. Eric conocía esa calle y los edificios tan bien como las aguas de la bahía, desde la elegante hostería antigua White Gull en el extremo oeste hasta las llamativas Tiendas de la Colina del lado este. Conocía a la gente, también, gente de pueblo que saludaba con la mano cuando veía pasar su camioneta, que sabía a qué hora llegaba la correspondencia al correo todos los días (entre las once y las doce) y cuántas iglesias había en la ciudad y quién pertenecía a cuál congregación.

Esos primeros minutos afuera eran unos de los mejores del día. Miraba con ojos expertos el agua y el cielo de la madrugada sobre el bosque que rodeaba la ciudad, escuchaba el canto de alguna paloma posada sobre un cable cercano, inhalaba el aroma de los cedros gigantes detrás de la casa y del pan fresco que subía desde la panadería al pie de la colina.

¿Para qué me llamó Maggie Pearson después de veintitrés años?

El pensamiento apareció de la nada. Sorprendido, Eric se puso en movimiento y trotó colina abajo, gritando un saludo a Pete Nelson por la puerta trasera de la panadería al pasar junto a ella y dirigirse a la puerta principal. Era un bonito lugar, pequeño, alejado de la calle, con un jardín delantero, rodeado por una cerca blanca y canteros de flores que le daban un aspecto hogareño. Adentro, saludó con la cabeza a dos turistas madrugadores que hacían sus compras, intercambió un saludo amable con la bonita muchacha Hawkins que atendía el mostrador y le preguntó por su madre, que había sido operada de la vesícula. Luego bromeó con Pete, que asomó la cabeza desde la habitación trasera y con Sam Ellerby, que había venido a buscar su habitual bandeja de panecillos y bollos surtidos para servir en el restaurante Summertime de la calle Spruce, a dos cuadras de allí.

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