– Pero tú sabías que, con nuestro acuerdo, me privabas al mismo tiempo de un hijo de mi propia sangre, de un heredero. Lo único que yo quería -soltó una amarga carcajada-. Oh, no fingiré ahora que sé lo que siente una mujer que se ve privada de la posibilidad de tener un hijo -sacudió la cabeza-. Pero sí sé lo que siente un hombre al verse privado del heredero que desea -la miró-. Compadezco tu situación -pronunció con voz áspera-. Diría que hasta entiendo tus motivos. Pero la deshonestidad de tu comportamiento… -se interrumpió-. Me mentiste -las palabras sonaron como piedras en el silencio reinante-. Ware me advirtió que eras egoísta y manipuladora. Qué irónico resulta que, cuando yo ya había llegado a creer que el manipulador era él… tenga que darle la razón al final.
– Divórciate de mí -dijo Joanna, impotente. Le rompía el corazón tener que pronunciar aquellas palabras, pero era lo único que podía hacer para devolverle su libertad-. Podrías volver a casarte y engendrar un heredero…
– No -la interrumpió-. Tú seguirás siendo mi esposa.
Joanna se lo quedó mirando de hito en hito.
– ¡Pero no puedes desear eso! ¿Por qué habrías de hacerlo?
Contuvo el aliento mientras Alex le daba la espalda y caminaba unos cuantos pasos a lo largo de la playa. Sabía cuáles eran las palabras que deseaba escuchar de sus labios; pero sabía también que, con su engaño, había perdido el derecho a reclamar su amor.
– Seguirás siendo mi esposa porque te tengo lástima, Joanna -le dijo Alex por encima del hombro-. Me doy cuenta de que debiste de estar muy desesperada para hacer lo que hiciste. No empeoraré las cosas organizando un monstruoso escándalo que pudiera arruinarte la vida -se volvió para mirarla con expresión pétrea-. Puedes volver a Londres. Te daré una carta para los abogados. Llevarás mi apellido y tendrás una pensión que te permitirá vivir como hasta ahora lo has hecho. Yo me dedicaré a viajar -se volvió de nuevo para contemplar el horizonte gris de la fría bahía-. Embarcaré aquí. El almirantazgo probablemente me juzgará por desertor, pero la verdad es que en este momento no me importa.
Echó a andar, y Joanna lo observó alejarse. Había creído haberlo perdido todo cuando renunció a Nina, pero se había equivocado. Aquello era todavía más doloroso: saber que amaba a Alex y verlo alejarse de ella. Y peor aún saber que la despreciaba por su engaño y que, muy probablemente, desearía no volver a verla nunca, pese a que seguirían atados para siempre en un matrimonio sin amor.
Permaneció sentada en la fría tierra. Así estuvo hasta que, cuando sintió que no quedaba ya nada por hacer, decidió volver al monasterio para hacer su equipaje.
No vio señal alguna de Alex cuando regresó al monasterio, y se alegró enormemente de no tener que enfrentarse con él mientras estuviera tan afectada y fuera tan incapaz de disimular sus sentimientos. Tarde o temprano tendrían que reunirse y hablar, pero en aquel momento no estaba segura de que pudiera soportarlo. Habían vuelto a convertirse en dos extraños y además de la manera más dolorosa posible, destrozados por su engaño después de haber pasado juntos la noche más dulce y tierna del mundo. Le parecía demasiado cruel.
Deprimida, se obligó a dirigirse al pabellón de invitados del monasterio, preparándose para soportar la descarada curiosidad de Lottie y sus preguntas carentes de tacto. Cuando entró, sin embargo, no encontró a nadie. A nadie excepto a Frazer y a Devlin, cuya ropa estaba cubierta de polvo y lucía una expresión malhumorada. Caminaba de un lado a otro de la habitación mientras el mayordomo llenaba el baño de asiento con cubos de agua caliente.
– La muy embustera, mentirosa y manipuladora… -estaba diciendo Dev, y por un terrible instante, Joanna temió que Alex se lo hubiera contado todo a su primo, con lo que, en consecuencia, ahora la odiaría.
El corazón se le encogió en el pecho. Pero cuando el joven se volvió y la descubrió en el umbral, se ruborizó con gesto culpable.
– Os suplico me perdonéis, lady Grant -dijo-. Sé que es vuestra amiga.
– Te refieres a Lottie, supongo -adivinó Joanna, haciendo a un lado sus propias preocupaciones-. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
– Abajo, en el puerto.
– Dios mío… ¿se ha escapado con alguno de los marineros?
– Se ha fugado con John Hagan -explicó Dev, sombrío-. Y con el tesoro de Ware -se pasó una mano por su espeso cabello rubio, dejándoselo en punta-. Que el diablo se la lleve -y añadió con tono triste-: Jamás llegué a creerme que me amaba. ¡Fui yo quien le dijo que todo había terminado! ¡Pero ahora resulta que fue ella quien me engañó!
– No juréis en presencia de una dama, señor Devlin -le reconvino Frazer, desaprobador-. Lo que no quita que la señora Cummings sea la mujer más descarada e inmoral que conozco.
– Necesito entender qué es lo que ha pasado -dijo Joanna, sentándose-. ¿Qué está haciendo aquí John Hagan? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Y cómo… -frunció el ceño, extrañada- cómo sabía lo del tesoro?
Dev se puso aún más colorado.
– Lottie debió de contárselo -musitó antes de secarse la cara con una toalla-. Ella… me persuadió… de que le enseñara el mapa del tesoro cuando estábamos en Londres.
– Sois un estúpido, muchacho -dijo Frazer, severo.
– Lo sé. Maldita sea… Lo he estropeado todo. Ayer por la tarde fui a la bahía de Odden a buscar el tesoro. Lo desenterré y lo traje hasta aquí, yo hice todo el trabajo sucio… ¡para que al final Hagan se presentara tranquilamente aquí esta misma mañana a reclamarlo en tanto que legítimo heredero de Ware!
– Sigo sin comprender cómo ha llegado hasta aquí.
– Compró un pasaje al capitán Hallows en el Razón -le explicó Dev-. Ya sabéis que los perdimos muy pronto con la tormenta, a la altura de las Shetland: llegaron apenas esta misma mañana -señaló el gran ventanal de la sala, que daba al mar-. El hielo desapareció en una noche. Cambió el viento, el hielo se deshizo y quedó abierto el paso para los barcos. El señor Davy nos ha traído a la Bruja del mar desde Isfjorden.
Joanna se acercó al ventanal. Toda la bahía de Bellsund, con las montañas de fondo, brillaba blanca y clara bajo el sol de la tarde. En aquel momento se veían dos barcos anclados en la boca. La diminuta Bruja del mar aparecía empequeñecida por la fragata de la Marina Real Británica.
– Purchase ha salido para encargarse de los aprovisionamientos -le informó Dev-. Estaremos listos para zarpar mañana mismo.
Parecía un tanto turbado, y Joanna adivinó enseguida que ya sabía que Alex no viajaría con ellos. Frazer, por su parte, fingió ocuparse con las toallas y el agua caliente, evitando su mirada.
– Lo siento -le dijo Dev-. Había esperado que Alex… -se interrumpió, y empezó de nuevo-. No entiendo cómo puede abandonar esta misión a estas alturas… y, sobre todo, abandonaros a vos.
Se calló, incómodo. Frazer estaba sacudiendo la cabeza y murmurando entre dientes unas palabras que a Joanna le sonaron a «maldito estúpido», por mucho que el severo mayordomo deplorara maldecir.
– Alex no me está abandonando -replicó Joanna, forzando un tono ligero. Lo menos que podía hacer, reflexionó, era proteger a su marido de la censura de sus amigos, cuando nada de todo aquello había sido culpa suya-. Fue algo que habíamos acordado desde el principio.
Apoyada en el alféizar de piedra de la ventana, se quedó mirando fijamente la vista… y parpadeando para contener las lágrimas. Sabía que su voz sonaba débil y poco convincente. Sabía que ninguno de los dos hombres creía en sus palabras.
Se volvió hacia ellos. Tanto Dev como Frazer la miraban con idéntica expresión de compasión.
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