De una u otra manera, pensaba Timor, había que identificar y neutralizar a aquellos protectores. La cuestión era: ¿cómo? Y ahora aparecía esta nueva amenaza, que había comunicado aquel supuesto «pastor», Sorak. Si era cierto que Nibenay había enviado espías a Tyr para descubrir los puntos débiles de la ciudad con vistas a una invasión, aquello podía trastornar sus planes. Debía llevar a cabo esta investigación con toda energía, a pesar de que no creía ni por un momento que este Sorak fuera un simple pastor.
Había podido vislumbrar por un instante la espada que el joven llevaba bajo la capa. Tenía una configuración de lo más curiosa y, aunque no podía estar seguro, ya que la hoja estaba cubierta por la funda, parecía ser de metal. Un simple pastor no llevaba un arma así; habría estado muy por encima de sus posibilidades. Por otra parte, un pastor no tenía la clase que demostraba Sorak; el elfling tenía el porte de un luchador. Sin lugar a dudas había en él mucho más de lo que se veía a simple vista, y Timor se preguntaba si no sería una estratagema de Nibenay, que lo habría enviado a descubrir posibles puntos flacos en el consejo.
Había designado varios templarios para que investigaran las afirmaciones que Sorak había presentado ante el consejo, ya que no podía permitirse correr riesgos; pero, al mismo tiempo, había enviado a un equipo de templarios para que se turnaran en la vigilancia del joven. Cada vez que un vigilante era relevado, éste informaba a Timor sobre las actividades de Sorak. El último informe recibido había resultado especialmente instructivo.
Sorak había sido escoltado por el capitán Zalcor y un pelotón de la guardia de la ciudad hasta los barrios bajos de la ciudad, para que pudiera obtener alojamiento barato mientras en apariencia aguardaba que la investigación confirmara la validez de sus afirmaciones. Sin embargo, en cuanto Zalcor se hubo marchado, Sorak se encaminó directamente a La Araña de Cristal, y al poco rato se había visto al mismísimo Rikus entrando también en la casa de juego. No podía tratarse de una coincidencia. Era bien sabido que la semielfa que dirigía la casa de juego había sido anteriormente gladiadora, igual que Rikus, y sin duda ambos se conocían. Y ahora Sorak estaba allí, también. Era una clara indicación de connivencia. Sólo que ¿cuál era su plan?
¿Era posible, se preguntó Timor, que Rikus y Sadira hubieran conseguido descubrir sus planes para la Noche del Castigo? Pero desechó la idea con la misma rapidez con que ésta le había pasado por la cabeza. Si así fuera, sin duda ya lo habrían arrestado; ni la ausencia de pruebas habría impedido a Rikus y Sadira actuar contra él. Sadira era de las que creían en que el fin justifica los medios. No, debía haber algo más. Si él intrigaba en su contra, ¿no podían ellos estar intrigando contra él?
Ni Rikus ni Sadira ocultaban su desconfianza y antipatía hacia los templarios, pero, por el momento, éstos gozaban de un fuerte respaldo entre los habitantes de la ciudad. Si Sadira actuaba contra ellos ahora, tendría dificultades para justificar sus acciones, a la vez que daría la impresión de utilizar los mismos métodos de Ka – lak. Por otra parte, si ella pudiera presentar una acusación fundamentada contra los templarios…
– Claro -musitó Timor para sí-; planea acusarnos de connivencia con los supuestos espías de Nibenay. Está utilizando al elfling para ello. Todo esto ha sido tramado para que los templarios parezcan traidores ante el pueblo.
– Mi señor…
Timor se dio la vuelta. Uno de sus templarios se encontraba en la entrada de sus aposentos.
– ¿Sí, que sucede?
– Hemos detenido a dos de los espías -anunció el templario-. Encontramos uno en el emporio de Kulik, y el otro fue arrestado en el mercado elfo, saliendo de la tienda de vinos El Gigante Borracho. Se lo vio en diferentes posadas y tabernas haciendo preguntas sobre la Alianza del Velo.
– ¿De veras? -dijo Timor-. ¿Dónde están ahora?
– Abajo, señor, aguardando vuestras órdenes.
– Excelente. Haz que los traigan aquí.
Se sirvió un poco de vino y se llevo la copa a los labios. Al cabo de un instante, escuchó gritos en las escaleras, y luego una pelea. Frunció el entrecejo. Se oyeron más gritos y el sonido de golpes; luego varios de sus templarios entraron, acompañados por soldados de la guardia de la ciudad, arrastrando a los dos prisioneros. Curiosamente, los prisioneros más que resistirse intentaban atacarse el uno al otro.
– ¿Qué significa todo esto? -inquirió Timor, la voz cortante como un trallazo-. ¿Cómo osáis provocar un alboroto en mi casa?
Los dos hombres callaron y clavaron en él sus ojos. Luego uno se volvió para lanzar una mirada furiosa al otro y le espetó:
– ¡Si le cuentas algo, hijo bastardo de un vadeador del cieno, te arrancaré la lengua y haré que te la comas!
– ¡Silencio! -ordenó el sumo templario con voz dura-. Aquí el único que amenazará seré yo. -Se volvió a los soldados-. Dejadnos.
– Pero, mi señor, estos hombres son peligrosos… -protestó el sargento de la guardia.
– He dicho que nos dejéis. Interrogaré a estos hombres yo mismo. Podéis retiraros.
– Sí, mi señor.
Los soldados salieron, dejando únicamente a Timor y a sus templarios con los prisioneros, cuyas manos estaban atadas. Los dos hombres se contemplaban mutuamente con expresión desafiante.
– ¿Cómo os llamáis? -inquirió Timor, llevándose otra vez la copa a los labios.
– ¡No le digas nada, miserable renegado! -exclamó el que había hablado antes. El segundo hombre se lanzó sobre él, y los templarios tuvieron que sujetarlos a ambos para mantenerlos separados.
– Muy bien, entonces -dijo Timor, fijando los ojos en el primer hombre y dirigiéndose a él-. Tú me lo dirás.
– ¡No te diré nada, templario!
Timor removió el vino de la copa con el dedo índice. Masculló algo en voz baja, y luego levantó los ojos hacia el prisionero.
– Tu nombre.
El prisionero le escupió.
Timor hizo un gesto de repugnancia y se limpió el escupitajo; luego arrojó el vino de su copa al rostro del hombre. Sólo que ahora ya no era vino. En cuanto tocaron la piel del prisionero, las gotas empezaron a quemarle la carne, y el hombre lanzó un alarido mientras se doblaba sobre sí mismo a causa del dolor, incapaz de alzar las manos hacia el humeante rostro que el ácido devoraba. Los ojos del segundo prisionero se abrieron de par en par aterrorizados cuando su compañero cayó de rodillas entre aullidos de dolor.
– Tu nombre -volvió a exigir Timor en voz baja.
– ¡Rokan! -chilló el prisionero-. ¡Me llamo Rokan!
Timor musitó el contrahechizo y realizó un gesto lánguido con la mano. El prisionero sintió de repente cómo el ardor desaparecía al tiempo que el ácido volvía a convertirse en vino. Permaneció de rodillas, doblado hacia adelante, gimoteando y jadeando.
– Bien, bien, ¿fue sencillo, no es así? -dijo Timor. Se volvió hacia el segundo prisionero y enarcó las cejas.
– ¡D… Digon! -farfulló el otro a toda prisa-. ¡Me llamo Digon!
– ¿Lo veis? -repuso el sumo templario con una sonrisa-. Las cosas son mucho más fáciles cuando la gente coopera. -Se volvió para volver a echar una mirada a Rokan, que seguía arrodillado, doblado sobre sí mismo, sobre el suelo-. Vosotros dos no parecéis apreciaros mucho -manifestó-. ¿Por qué será, me pregunto?
– Porque él era mi jefe, y cree que lo traicioné -se apresuró a explicar Digon.
– ¿Y lo hiciste? -quiso saber Timor, enarcando las cejas.
Digon bajó los ojos al suelo y asintió.
– No tuve elección -contestó-. No tenía voluntad propia. Él me obligó.
– ¿Quién te obligó?
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