Simon Hawke - El desterrado

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Sorak es un mestizo, abandonado en el desierto, que es rescatado por una druida errante y educado después en la Disciplina del Druida y La Senda del Protector. Busca sus orígenes y al misterioso hechicero conocido como "El Sabio", cuya vida corre peligro. En esta aventura épica será acompañado por Ryana, la hermosa sacerdotisa villichi que ha quebrantado sus votos para acompañarlo, y por la encantadora y mimada hija de un rey-hechicero. Juntos desafiarán los peligros del desolador desierto arthesiano, en el mundo del Sol Oscuro. Por primera vez, en un solo volumen, la trilogía "La Tribu de Uno", de Simon Hawke, que en su día se publicó en tres libros: "El Desterrado", "El Peregrino" y "El Nómada".

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– Tigra -llamó Sorak.

El tigone salió en pos del bandido.

Haz que se detenga, pero no le hagas daño.

Tigra cortó el paso al salteador y se agazapó ante él, gruñendo. Digon se quedó totalmente inmóvil, contemplando al enorme animal, aterrorizado.

– Si te mueves, Tigra te matará -advirtió Sorak.

– ¡No, por favor! -suplicó él-. ¡Te lo ruego, perdóname la vida!

– ¿Igual que me la habríais perdonado a mí? -dijo Sorak-. Tigra, trae.

El tigone sujetó el antebrazo del bandido entre los dientes y llevó a éste hasta el joven. El rostro de Digon estaba totalmente blanco de miedo.

– ¡Ten piedad, por favor, te lo suplico! ¡Haré cualquier cosa que digas!

– Sí, creo que lo harías -repuso Sorak mientras envainaba la espada.

Se volvió y recuperó su mochila, dagas y bastón, luego se encaminó a las ruinas, donde los salteadores habían acampado. Tigra lo siguió, arrastrando por el brazo a Digon, que gimoteaba atemorizado.

La fogata era casi un rescoldo, de modo que Sorak se inclinó, cogió u ti nos cuantos pedazos de madera, y los arrojó al fuego. Tras examinar rápidamente el campamento, soltó el bastón y la mochila y se acomodó en el suelo, junto a la hoguera.

– Siéntate -ordenó al bandido.

Tigra soltó el brazo de Digon, quien se sentó muy despacio frente a Sorak, con la fogata entre ambos. El hombre tragó saliva con fuerza mientras su mirada iba de la temible bestia situada junto a él a Sorak y viceversa. No podía creer lo que acababa de suceder; habían sido seis contra uno, y ahora él era el único que quedaba con vida. A uno de sus hombres lo había matado el tigone, pero este «peregrino» había despachado a los otros cuatro él solo, y con una rapidez y facilidad que parecía imposible. Jamás se había sentido tan asustado.

– Tengo dinero -dijo Digon-. Monedas de plata y vales comerciales. Déjame con vida y te puedes quedar con todo.

– Me lo podría quedar todo igualmente -respondió Sorak.

– Sí que podrías -reconoció el malhechor, sombrío-, pero, escucha: aún tengo otras cosas que ofrecer.

– ¿Qué cosas?

– Información -respondió él-. Transmitida a la gente adecuada, esta información podría producirte una recompensa mucho mayor de lo que contiene mi bolsa.

– ¿Te refieres a información sobre cómo tus compañeros de pillaje planean atacar la caravana?-inquirió Sorak-. ¿O te refieres a los hombres que vuestro cabecilla envió a Tyr a espiar para Nibenay?

Digon se quedó boquiabierto por la sorpresa.

– ¡Por la sangre de un gith! ¿Cómo rayos lo sabes? -Y entonces recordó cómo le habían sacado la daga de la funda y arrancado el escudo de la mano, como si se tratara de manos invisibles-. Claro -dijo-, tendría que haberlo sabido por la forma en que dominas al tigone. -Suspiró y contempló las llamas con expresión taciturna-. Vaya suerte la mía tropezarme con un maestro del Sendero. Eso significa que no tengo nada con lo que negociar. Voy a morir.

– A lo mejor no -repuso Sorak.

El bandido levantó la cabeza inmediatamente, con una llamarada de esperanza en los ojos.

– ¿Qué quieres decir?

– Tu jefe…, Rokan -dijo Sorak; mientras hablaba, se replegó al interior, y la Guardiana sondeó la mente del ladrón y percibió la imagen del cabecilla que apareció en ella.

– ¿Qué pasa con él? -inquirió Digon, inquieto.

– ¿Quiénes son los hombres que eligió para espiar para Nibenay?

En cuanto oyó la pregunta, Digon pensó en los hombres escogidos para la misión, y la Guardiana pudo ver sus rostros en la mente del facineroso. Y, con sus rostros, surgieron sus nombres.

El Í hombre vio la atención con que lo miraba Sorak, y tragó con fuerza.

– No puedo ocultarte nada. Ya lo sabes, ¿verdad?

Sí, lo se.

– ¿Qué más quieres de mí? -suspiró Digon.

– Cuando tus amigos ataquen la caravana, ¿dónde tendrá lugar la emboscada? -Apenas hecha la pregunta, la Guardiana percibió ya la respuesta en la mente del otro. Sin siquiera esperar a la respuesta, siguió preguntando-: ¿Cuántos son? -Y también esa respuesta apareció al momento, ya que Digon no pudo evitar pensar en ella-. ¿Qué armas tienen?

– ¡Para! -gritó el salteador-. ¡Dame al menos tiempo para contestar! ¡Déjame una pizca de dignidad!

– ¿Dignidad? -repitió Sorak-. ¿En alguien como tú?

Las comisuras de los labios de Digon se torcieron hacia abajo y el hombre desvió la vista para evitar la mirada del joven.

– Vete -dijo Sorak.

El salteador lo miró con incredulidad, no muy seguro de haber oído bien.

– – ¿Qué?

– He dicho «vete».

– ¿Me dejas marchar? -Dirigió una inquieta mirada a Tigra.

– El tigone no te hará daño -indicó Sorak-. Ni tampoco yo. Eres libre de marcharte, aunque mereces morir.

. Sin acabar de creer en su buena suerte, Digon se incorporó despacio, como si esperara que Sorak cambiara de idea en cualquier momento.

– Antes de irte -añadió el joven-, piensa en lo que sucederá si intentas avisar a tus amigos que esperan en el desierto o bajas a Tyr y buscas a Rokan. Un largo viaje realizado para nada, espías descubiertos y los planes para robar desbaratados, todo por tu causa.

– Me matarían -dijo Digon, mordiéndose el labio inferior-. Pero… ¿por qué me dejas con vida?

– Porque puedo -respondió Sorak-, y porque puedes hacerme un favor.

– Sólo tienes que nombrarlo.

– Quiero ponerme en contacto con la Alianza del Velo.

– Sólo he oído hablar de ellos -replicó Digon, negando con la cabeza-. No sé nada que pueda ayudarte.

– Lo sé; pero puedes ir a la ciudad y prepararme el camino. Haz preguntas. Averigua lo que puedas. Y, si se ponen en contacto contigo, háblales de mí. Manté e nte alejado de tus amigos de bandidaje, no obstante; lo digo por tu bien.

– No necesitas recordármelo.

– ¿Lo harás?

– Sabes que lo haré -contestó él con un leve bufido-. Sería inútil intentar engañar a alguien que puede leerte el pensamiento. Lo que pides implica un riesgo, pero ese riesgo no es nada comparado con lo que Rokan me haría, y no es un precio exagerado a cambio de conservar la vida. Cuando hable de ti, ¿qué nombre debo dar?

– Me llaman Sorak.

– ¿Un nómada que anda solo? Entonces Aivar se equivocaba. ¿Eres un elfo?

– Soy un elfling.

– De modo que tenía razón; eres un mestizo. Pero resulta inaudito que halflings y elfos se apareen. ¿Cómo sucedió?

– Eso no te importa.

– Lo siento, no quería ofenderte. ¿Puedo llevarme mi crodlu?

– Sí, pero deja los otros.

– Se podría obtener un buen precio por ellos en el mercado -dijo Digon, asintiendo-. ¿Y las armas? ¿Vas a dejar que me vaya desarmado?

– Te dejaré tu bolsa. Puedes utilizarla para comprar nuevas armas en la ciudad.

Digon volvió a asentir. Sorak lo siguió hasta más allá del muro. Mientras se encaminaba hacia el bosquecillo donde estaban atados los crodlus, el bandido titubeó junto a los cuerpos de sus amigos; luego se inclinó sobre uno de ellos, y Sorak lo vio coger una bolsa de dinero.

– Déjala -ordenó el joven-. La tuya debería ser suficiente para tus necesidades.

– Si debo hacer averiguaciones para ti, tendré que frecuentar las tabernas -protestó Digon-. Eso costará dinero. Y no tendré demasiado tras comprar las nuevas armas, sin las cuales sería una estupidez llevar a cabo tu encargo.

Sorak se dijo que aquello tenía sentido, de modo que, señalando los cadáveres, respondió:

– ¿Llevaban todos bolsas de dinero?

– Como esperábamos poder visitar la ciudad, todos trajimos plata, sí -contestó Digon con amargura-. No suponíamos que nos iban a escoger para esta tarea asquerosa.

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