Simon Hawke - El peregrino

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Sorak el elfling parte en busca del misterioso hechicero al que se conoce como «El Sabio». Junto con Ryana, la hermosa sacerdotisa villichi que ha quebrantado sus votos para seguirlo en su misión, y la encantadora y mimada hija de un rey-hechicero que ha huido de la caravana de un noble, Sorak se enfrenta a los desconocidos peligros del salvaje desierto athasiano. Lo persigue un enemigo cruel e implacable que no se detendrá ante nada para recuperara a la princesa que le ha sido arrebatada.

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– Sorak… -inquirió Ryana con expresión preocupada-, ¿te encuentras bien?

– Perdonadme -respondió él, limitándose a asentir con la cabeza.

– No fue culpa tuya -dijo Ryana. Korahna permanecía a su lado, contemplando al joven y mordiéndose el labio inferior, sin saber qué pensar.

Sorak aspiró profundamente y expulsó el aire con fuerza.

– Ella no había hecho algo parecido desde hace mucho tiempo. La Guardiana nunca había tenido problemas para controlarla hasta ahora. Parece que se está volviendo más fuerte.

– ¿No puede hacerse nada? -preguntó Korahna.

Sorak negó con la cabeza.

– Kivara es una parte de nuestra identidad colectiva -explicó-. Cuando era un chiquillo, con la ayuda de la gran señora del templo villichi, conseguí llegar a un acuerdo entre todos los individuos de la tribu para que cooperaran unos con otros por el bien del grupo. La Guardiana ha sido siempre la más sensata de todos, y siempre ha conseguido mantener a la tribu en equilibrio. Algo como esto no había sucedido desde hace mucho, mucho tiempo.

– ¿Podrás mantener la situación bajo control? -inquirió Ryana con ansiedad.

– Eso creo -replicó él-. Simplemente estoy cansado. Ha sido un viaje largo y duro, y mi cansancio permitió que Kivara se escabullera. Estaré más alerta a partir de ahora. -Aspiró profundamente y dejó escapar el aire con un suspiro-. Muy bien, princesa -siguió-. Guíanos.

Korahna los condujo por las oscuras y tortuosas calles de Nibenay, lejos de la zona del mercado y en dirección al centro de la ciudad. A medida que se acercaban más al recinto palaciego, en el corazón de la ciudad, los edificios se volvieron más grandes y opulentos. Casi cada casa ante la que pasaban ahora exhibía grandes entradas con columnas de piedra profusamente esculpidas con figuras. A estas horas los criados ya habían colocado antorchas en los soportes exteriores, de modo que un poco de luz iluminaba las calles. Aquí apenas se veía gente por las calles, y aquellos con los que se cruzaban se apresuraban a cambiar de acera para evitarlos.

– Debemos de tener toda una facha -observó Ryana al darse cuenta de que la gente se apartaba a toda prisa de su camino.

– La gente tiene miedo de los desconocidos en esta parte de la ciudad -explicó Korahna-. Los más pudientes son los que viven más cerca del palacio, excepto los poderosos nobles que poseen fincas justo al otro lado de las murallas de la ciudad. De vez en cuando, individuos desesperados vienen aquí en un intento de robar una casa o asaltar a algún transeúnte. Debemos estar alerta por si aparece alguna patrulla de semigigantes. Sin duda nos darían el alto.

– ¿Y si lo hacen?

– Digamos que es mejor que no lo hagan -replicó Korahna-. Vamos, deprisa. Por aquí.

Atravesaron la calle a la carrera y se introdujeron en un callejón. Moviéndose rápidamente de calleja en calleja y pegándose a los muros de los edificios, no tardaron en llegar al inmenso perímetro del palacio. Alzándose por encima de todos los otros edificios se hallaba el palacio mismo, un edificio enorme construido por completo en piedra profusamente esculpida, y de cuyo centro sobresalía una cabeza gigantesca. Sorak y Ryana se detuvieron un instante para contemplarla con admiración. Las alas laterales del palacio parecían sus hombros, y los pisos centrales superiores su cuello; unos ojos hundidos, en cuyo interior ardía el fuego, contemplaban toda la ciudad; la enorme frente estaba fruncida, y la protuberante barbilla orgullosamente alzada. El rostro estaba afeitado, y la expresión de la gigantesca cara era a la vez impasible y malévola.

– Por todo lo más sagrado, ¿ quién es ése? -inquirió Ryana en voz baja.

– Mi padre -respondió Korahna.

– ¿Ése es el Rey Espectro? -musitó Sorak.

Korahna asintió.

– Los mejores albañiles de la ciudad tardaron décadas en esculpir su semblante en enormes bloques de piedra enlucida. Para la mayoría de ellos, fue el trabajo de su vida. Trabajaban todos los días, desde el alba hasta el anochecer, y al llegar la noche los relevaban otros albañiles que continuaban la labor a la luz de las antorchas. Se dice que muchos murieron en esta tarea. Algunos cayeron de los andamios; otros murieron de agotamiento. Y, mientras los albañiles trabajaban en el exterior, equipos de otros artesanos lo hacían dentro para construir los aposentos interiores de mármol, alabastro, cinabrio, obsidiana y piedras preciosas. Y, cuando éstos acabaron, los ejecutaron a todos.

– ¿Por qué? -quiso saber Ryana.

– Para que nadie pudiera contar lo que se encuentra dentro de los aposentos privados de mi padre -respondió Korahna-. Una vez finalizados los trabajos, Nibenay se trasladó allí, y nadie lo ha vuelto a ver desde ese día.

– ¿Nadie en absoluto? -inquirió Sorak.

– Sólo las templarias superiores que cuidan de él -dijo la princesa. Señaló hacia la parte superior del rostro-. Cada noche, hasta el amanecer, las luces arden dentro de esos ojos, como si Nibenay vigilara la ciudad que lleva su nombre. Hay quien dice que puede ver todas las transgresiones y que envía a sus templarias y semigigantes a aplicar su ley.

– ¿Y viviste toda tu vida con eso mirándote? -se asombró Ryana.

– Cuando era una niña -sonrió Korahna-, pensaba que el rostro de piedra era mi padre. Acostumbraba colocarme debajo en el patio del palacio y lo llamaba; pero nunca recibí respuesta. Vamos, debemos seguir adelante. Las patrullas pasarán pronto.

Se encaminaron a toda prisa hacia el lado opuesto de la ciudad, más allá del perímetro del palacio, en dirección al barrio elfo, según explicó Korahna.

– ¿Existe una gran población elfa en Nibenay? -inquirió Sorak sorprendido.

– Semielfos en su mayoría -replicó la princesa-, pero entre ellos hay muchos elfos de pura raza que han abandonado la vida nómada en tribus. Se dice que en estos días cada vez hay más elfos que se sienten atraídos por las ciudades. La vida en los altiplanos es dura, y las Llanuras de Marfil que se extienden al sur de la ciudad son tan inhóspitas como las tierras yermas.

»Casi todos los elfos de estas regiones vivían antes en el Bosque de la Media Luna y en las estribaciones superiores de las Montañas Barrera, que aquí en la ciudad nosotros llamamos Montañas Nibenay. Sin embargo, en su gran mayoría han sido expulsados de allí por los guardabosques y cazadores de Gulg. Con los guardabosques cortando los árboles de agafari y los cazadores acabando con la poca caza que queda, los elfos de las montañas se han quedado casi sin nada. Unas cuantas tribus siguen viviendo allí, pero en su mayoría son salteadores, y su número mengua con cada año que pasa. Nadie sabe cuántos elfos viven en el barrio, pero su población crece de año en año.

– ¿A qué se dedican aquí en la ciudad? -preguntó Sorak.

– Trabajan en lo que pueden -respondió ella-. En su mayoría son tareas que los humanos no aceptarían. Algunos roban, aunque las penas son muy duras si los atrapan. Muchas de las mujeres elfas venden sus favores. Es una vida miserable, pero aún es peor para ellos fuera de la ciudad.

– Hubo un tiempo en que eran un pueblo orgulloso -comentó Sorak-, y ahora se han convertido en esto.

Las calles eran más oscuras en esta zona de la ciudad. Pocas antorchas ardían en el exterior de edificios desvencijados, y las escasas construcciones cubiertas con esculturas decorativas eran viejas y necesitaban urgentemente ser restauradas. Las restantes no eran muy diferentes de los cuchitriles destartalados de los barrios populosos de Tyr. Había más gente por las calles aquí. Al igual que en Tyr, las autoridades no patrullaban los sectores más pobres de la ciudad; no les importaba demasiado lo que pudiera suceder a sus habitantes.

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