Bret Harte - Bocetos californianos
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La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa. Con aire de contrariedad dirigió sus pasos hacia su pupitre, y le dijo en breves y frías palabras, que estaba ocupado y que deseaba estar solo. Levantada, Melisa, tomó la silla abandonada y sentándose a su vez, escondió su cabeza entre las manos. Alzó de nuevo la vista, y ella permanecía aún allí, de pie; le estaba mirando a la cara con expresión contristada y pesarosa.
–¿Le has muerto?—exclamó.
–¡No!—dijo el maestro.
–¿Pues no te di yo el cuchillo para eso?—dijo la niña rápidamente.
–Me dio el cuchillo—repitió el maestro maquinalmente.
–Sí, te di el cuchillo. Yo estaba allí debajo del mostrador. Vi cuándo comenzó la lucha y cómo cayeron los dos. Él soltó su viejo cuchillo y yo te lo di. ¿Por qué no le mataste?—dijo Melisa, rápidamente, con un centellear expresivo de sus negros ojos y alzando una mano amenazadora.
El maestro sólo pudo expresar su asombro con la mirada.
–Sí—dijo Melisa,—si lo hubieses preguntado, te hubiera dicho que me iba con la compañía de cómicos. ¿Sabes por qué? Porque no me quisiste decir que ibas a dejarme tú a mí. Yo lo sabía, te oí decírselo al doctor. Yo no iba a quedarme aquí sola con los Morfeo, preferiría morir.
Hubo una pequeña pausa y Melisa sacó de su pecho algunas hojas verdes, ya marchitas, y mostrándolas con el brazo tendido, y con su rápido y vívido lenguaje y con la extraña pronunciación de su primitiva infancia, en que reincidía en los momentos de excitación, dijo:
–Ahí tienes la planta venenosa que mata y que tú mismo me enseñaste. Me iré con los actores o comeré esto y moriré aquí. Todo me es igual. No me quedaré donde me aborrecen y soy despreciada. Tampoco me dejarías, si no me despreciases y aborrecieses.
Y, esto diciendo, su apasionado pecho palpitó con fuerza y dos grandes lágrimas aparecieron en el borde de sus párpados, pero las sacudió con el extremo de su delantal, como si fuesen insectos inoportunos.
–Si me encierras en la cárcel—dijo Melisa fieramente,—para separarme de los actores, me envenenaré. Si mi padre se mató, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? Dijiste que un bocado de aquella raíz me mataría y siempre la llevo aquí.
Y golpeó su pecho con fiereza.
Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí, inquietó vivamente su espíritu. Asiole ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo:
–¿Melisita, quieres venirte conmigo ?
Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría:
–Sí.
–Pero ahora, ¿esta noche?
–Tanto mejor.
Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red-Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.
EL HIJO PRÓDIGO DEL SEÑOR TOMÁS
Todo el mundo sabía que el señor Tomás andaba en busca de su hijo, y por cierto que era éste un buen truhán.
Así es que no fue un secreto para sus compañeros de viaje, que venía a California con el único objeto de efectuar su captura. Sinceramente y con toda franqueza, nos puso el padre al corriente así de las particularidades físicas, como de las flaquezas morales del ausente hijo.
–¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red-Dog por robar un filón?—decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor.—¿Recuerda usted el color de sus ojos?
–Negros—contestó el pasajero.
–¡Ah!—dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental,—los ojos de Carlos eran azules.
Y alejábase inmediatamente. Quizá por tan poco simpático sistema de pesquisas o por aquella predisposición del Oeste, a tomar en broma cualquier principio o sentimiento que se exhiba con sobrada persistencia, las investigaciones del señor Tomás sobre el particular despertaron el buen humor de los viajeros del buque.
Circulose privadamente entre ellos un anuncio gratuito sobre el tal Carlos, dirigido a Carceleros y Guardianes , y todo el mundo recordó haber visto a Carlos en circunstancias dolorosas, pero en favor de mis paisanos debo confesar que, cuando se supo que Tomás destinaba una fuerte suma a su justificado proyecto, sólo en voz baja siguieron las bromas, y nada se dijo, mientras él pudo oírlo, que fuera capaz de contristar el corazón de un padre, o bien de poner en peligro el provecho que podían esperar los bromistas de toda calaña. La proposición de don Adolfo Tibet, hecha en tono jocoso, de constituir una compañía en comandita, con el objeto de encontrar al extraviado joven, obtuvo, en principio, favorable acogida.
Psicológicamente considerado, el carácter de el señor Tomás no era amable ni digno de atención. Sus antecedentes, tal como él mismo los comunicó un día en la mesa, denotaban un temperamento práctico, aun en medio de sus extravagancias. Tuvo una juventud y edad madura ásperas y voluntariosas, durante las cuales había enterrado a disgustos a su esposa, y obligado a embarcarse a su hijo, experimentó de repente una decidida vocación para el claustro.
–La agarré en Nueva Orleáns el año 59—nos dijo el señor Tomás, como quien se refiere a una epidemia.—¡Pásenme las chuletas!
Tal vez este temperamento práctico fue el que lo sostuvo en su indagación aparentemente infructuosa. No tenía en su poder indicio alguno del paradero de su fugitivo hijo, ni mucho menos pruebas de su existencia. Con la confusa y vaga memoria de un niño de doce años, esperaba ahora identificar al hombre adulto.
Sin embargo, lo consiguió. Lo que no dijo jamás es cómo se salió con la suya. Hay dos versiones del suceso. Según una de ellas, el señor Tomás, visitando un hospital, descubrió a su hijo, gracias a un canto particular, que entonaba un enfermo delirante, soñando en su edad infantil. Esta versión, dando como daba ancho campo a los más delicados sentimientos del corazón, se hizo muy popular, y narrada por el reverendo señor Esperaindeo al regreso de su excursión por California, jamás dejó de satisfacer a los oyentes. La otra, menos sencilla, es la que yo adoptaré aquí, y, por lo tanto, debo relatarla con la detención que se merece.
Era después que el señor Tomás desistió de buscar a su hijo entre el número de los vivos y se dedicaba al examen de las necrópolis y a inspeccionar cuidadosamente las frías lápidas de los cementerios. Un día, visitaba con cuidado la Montaña Aislada, lúgubre cima, bastante árida ya en su aislamiento original, y que parece más árida aún por los blancuzcos mármoles con que San Francisco da asilo a los que fueron sus ciudadanos, y los protege de un viento furioso y persistente, que se empeña en esparcir sus restos, reteniéndolos bajo la movediza arena que parece rehusar cobijarlos. Contra este viento, el viejo oponía una voluntad no menos férrea y tenaz. Todo el día se pasaba con su cabeza dura y gris, cubierta por un alto sombrero enlutado, hundido hasta las cejas, leyendo en alta voz las inscripciones funerarias. Las citas de las Santas Escrituras le gustaban y se complacía en corroborarlas con una Biblia manual.
–Aquélla es de los salmos—dijo un día al cercano enterrador.
El interpelado calló.
Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido.
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