Piers Anthony - Desafío Total

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Las pesadillas atormentaban a Douglas Quaid de forma recurrente. Aunque jamás había estado en Marte, no dejaba de soñar que se hallaba en el planeta rojo, enzarzado en misiones peligrosas, entre agentes hostiles, junto a una deslumbrante mujer. Una vida, evidentemente, mucho más atractiva que la monotonía de un simple obrero de la construcción en la Tierra del año 2089. Pero podía llevarle a la locura.
Hasta que decidió recurrir a Rekall, una empresa capaz de materializar los sueños imposibles desus clientes, y cuyo lema era: "Podemos recordarlo todo para usted". Y ahí fué donde empezaron realmente sus problemas…

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– ¡¿No pudiste coger un maldito teléfono?! ¿Nunca te preguntaste si yo estaba bien? ¿Ni siquiera sentiste la más mínima curiosidad?

Quaid no sabía qué decir. Le gustaba esta mujer mil veces más que la del bar; pero no la entendía ni un ápice mejor que a la otra. Simplemente se la quedó mirando con aire inocente.

La ira de Melina parecía haberse aplacado. Ya había soltado toda la presión. Le observó, y su expresión volvió a cambiar a un estado de ánimo más opaco.

De repente le rodeó con los brazos. Le besó apasionadamente. Quaid seguía perplejo, demasiado sorprendido como para cooperar adecuadamente.

– Oh, Hauser…, ¡gracias a Dios que estás vivo! -exclamó. ¡Así que le conocía! ¿De qué otro modo podía saber ese nombre? Hizo un poco entusiasta esfuerzo por liberarse de su abrazo. No había venido para esto, aunque la deseaba.

– Melina… Melina… -¿Era éste realmente su nombre? Parecía encajar, pero sus recuerdos no lo centraban. Con el corazón latiéndole aceleradamente, reunió todas sus fuerzas para apartarla-. ¡Melina!

Ella se detuvo, encendida y jadeante.

– ¿Qué?

– Hay algo que tengo que decirte…

Ella aguardó, curiosa. Quaid siguió con dificultad:

– No te recuerdo. -Eso era una simplificación del asunto; pero, de momento, tendría que bastar. La imagen soñada era sólo eso: una imagen sin ninguna sustancia. No conocía para nada a esta mujer, del mismo modo que desconocía a Hauser. ¿Había estado realmente en la superficie desnuda de Marte con ella, explorando la Mina Pirámide?

La respiración de Melina había vuelto a la normalidad. Pareció confundida.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no te recuerdo a ti. No nos recuerdo a nosotros. Ni siquiera me recuerdo a mí.

Melina dejó escapar una seca risa, sin creer realmente lo que oía.

– ¿Qué ocurre, has sufrido amnesia repentina? -dijo-. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

Ahora podían ir al fondo del asunto.

– Hauser me dejó una nota.

Evidentemente, Melina no lo tomaba en absoluto en serio.

– ¿Hauser? Tú eres Hauser.

– Ya no. Ahora soy Quaid. Douglas Quaid.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Melina.

– ¡Hauser, has perdido la cabeza!

– No la perdí. Cohaagen la robó. Descubrió que Hauser había cambiado de bando, de modo que le convirtió en alguien distinto. -Quaid se encogió de hombros-. Yo.

Melina le miró con suspicacia.

– Todo esto es demasiado extraño.

– Luego me llevó a la Tierra -siguió Quaid-, con una esposa, y un trabajo miserable, y…

– ¿Has dicho esposa ? -Sus ojos llamearon-. ¿Estás jodidamente casado ?

Quaid se dio cuenta de que había cometido un desliz y retrocedió rápidamente sobre sus propias huellas.

– En realidad no era mi esposa -dijo, sin convicción.

– Oh, estúpida de mí. -El sarcasmo rezumó en su voz-. Ella era la esposa de Hauser.

– Mira -dijo rápidamente Quaid-, olvidemos lo que he dicho acerca de la esposa.

– ¡No! -Melina estaba furiosa-. ¡Olvidémoslo todo! ¡He terminado contigo! ¡Ya estoy harta de tus mentiras!

– ¿Por qué debería mentirte? -Estaba exasperado. Se hallaba tan cerca de llenar los espacios vacíos en su memoria, y parecía como si no hubiera forma de llegar nunca más cerca de ello.

La voz de Melina se volvió helada.

– Porque aún trabajas para Cohaagen.

– No seas ridícula -dijo él secamente. Fue un error. Ella prácticamente le escupió a la cara.

– ¡Nunca me amaste, Hauser! Me usaste sólo para entrar.

– ¡Para entrar dónde?

Ahora ella se mostró aún más suspicaz.

– Creo que será mejor que te marches. -Saltó de la cama.

Eso era lo último que él deseaba hacer, y no sólo por el atractivo sexual de ella.

– Melina, Hauser me necesita para que haga algo. -Se señaló la cabeza-. Me comunicó que aquí tengo lo suficiente como para acabar con Cohaagen.

– ¡No servirá! -restalló ella-. En esta ocasión no me lo tragaré.

– Ayúdame a recordar -pidió, poniéndose de pie.

Avanzó un paso, y ella retrocedió.

– ¡Te he dicho que te largaras!

– Melina -rogó-. ¡Hay gente que intenta matarme!

Ella se agachó para coger algo de debajo del colchón. Quaid se halló mirando el cañón de la enorme pistola automática que ella había sacado con rapidez.

– ¿De verdad?

Él escudriñó sus ojos acerados. No vio ninguna esperanza en ellos.

¡Maldición! Esto no sólo era una pérdida de información, sino que se trataba de algo personal. Por fin había hallado a la mujer de sus sueños, y ella le odiaba.

Con una sensación de profunda pérdida, retrocedió por la habitación. Cuando hubo cerrado la puerta, Melina abandonó sus intentos de retener las lágrimas. Había sido una estúpida al creer que Hauser la había amado alguna vez.

Él se había unido a la causa rebelde, proclamando que había visto los errores de su anterior forma de actuar y que deseaba ayudar a la gente pobre de Marte a liberarse del yugo de la opresión de Cohaagen. Ella había dudado de su sinceridad desde un principio. Cohaagen debía de tener una opinión muy pobre de los rebeldes para pensar que podía plantar un espía entre ellos tan fácilmente. Nunca había permitido que Hauser se acercara a Kuato.

Sin embargo, había pasado mucho tiempo con Hauser, en su papel de vigilante de la Resistencia, y aunque su mente había seguido manteniendo su desconfianza original, su corazón, al final, la había traicionado. El hombre era inteligente, divertido y magnéticamente atractivo, y había afirmado estar enamorado de ella. Antes de que pudiera detenerse, Melina se había dado cuenta de que ella también se estaba enamorando de él. Ahora se censuró lacrimosamente a sí misma. ¿Cómo había permitido que ocurriera? ¿Una rebelde, enamorada de un espía de la Agencia? Era algo obsceno.

Cuando él había desaparecido, ella había intentado borrarlo de su mente y de su corazón. Había intentado meterlo en un mismo saco con todos los demás secuaces y matones en la nómina de Cohaagen.

Pero había fracasado. Cuando lo vio en el bar, los viejos sentimientos habían aflorado de nuevo. Sabía que él estaba intentando aprovecharse de esos sentimientos. Estaba intentando utilizarla de nuevo con esta ridícula historia de amnesia e implantes de memoria. Era un insulto a su inteligencia, y se resentía amargamente de ello, pero, ¿qué podía hacer? En lo más profundo de su corazón sabía que todavía le quería.

En el salón, Benny recorría con las manos el cuerpo de Mary, que le mantenía a raya con su experiencia, aunque sin verdadera convicción.

– He dicho que estoy disponible, pero no gratis -le recordó.

– No pido nada gratuito, nena -protestó él-. Es algo más parecido a una comisión.

Entonces vio a Quaid bajar por las escaleras con aspecto abatido.

– Más tarde continuaremos con esto -le prometió.

Se apresuró a interceptar a Quaid en la puerta.

– ¡Eh! No le llevó mucho tiempo.

Quaid le hizo una mueca feroz y salió del recinto.

Quaid se metió entre la densa multitud de la plaza, procurando evitar a los soldados, que parecían estar por todas partes. Benny se apresuró a seguirle.

– ¿Lo ha hecho alguna vez con una mutante? -preguntó.

– No.

– Conozco a unas gemelas hermafroditas… -dijo Benny-. Amigo, le aseguro que no sabrá si va o viene.

– No estoy de humor -repuso Quaid. El pensamiento echó sal en la herida. ¡Qué estupendo podría haber sido, debería de haber sido, con Melina! Pero, ¿cómo podía convencerla cuando le resultaba imposible recordar algo de su relación juntos?

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