Piers Anthony - Desafío Total

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Las pesadillas atormentaban a Douglas Quaid de forma recurrente. Aunque jamás había estado en Marte, no dejaba de soñar que se hallaba en el planeta rojo, enzarzado en misiones peligrosas, entre agentes hostiles, junto a una deslumbrante mujer. Una vida, evidentemente, mucho más atractiva que la monotonía de un simple obrero de la construcción en la Tierra del año 2089. Pero podía llevarle a la locura.
Hasta que decidió recurrir a Rekall, una empresa capaz de materializar los sueños imposibles desus clientes, y cuyo lema era: "Podemos recordarlo todo para usted". Y ahí fué donde empezaron realmente sus problemas…

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– ¿Cómo me encontraste?

Tenía que suponer que se trataba de un amigo, y no de un enemigo. ¿Por qué un enemigo le haría una advertencia?

– Te aconsejo que te des prisa.

Quaid vio el lavabo en el otro extremo de la habitación. Pasó delante del videófono para ir hacia allí. Ya no parecía tener mucho sentido ocultarse.

– Eso te permitirá ganar algo de tiempo -dijo el hombre con tono de aprobación-. No podrán localizarte con precisión.

Quaid se sentía como un idiota, pero mojó una toalla grande y se la enroscó alrededor de la cabeza. Consiguió formar un tosco turbante, que le chorreaba por el cuello y la espalda.

Helm conducía el coche, acercándose a la señal generada por el transmisor de Quaid. El aparato rastreador cambió de un mapa detallado a un mapa general de la zona. La luz parpadeante se hizo más débil.

Richter se sobresaltó.

– ¡Mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Helm.

Richter trasteó con el aparato de rastreo y lo observó unas cuantas veces.

– ¡Lo hemos perdido! -¿Qué demonios? Quizá se estaba dando una ducha. Richter sabía que el agua podía interferir la señal. Apretó los puños entre sus rodillas. No era un hombre paciente por naturaleza, pero podía aprender. Quaid no iba a permanecer toda la noche en la ducha, y cuando saliera…

Helm siguió conduciendo.

Quaid volvió a envolverse la cabeza con la toalla mojada, realizando un turbante mejor; sin embargo, aún le goteaba por el cuello.

– Con eso vale -le dijo el hombre-. Ahora, mira por la ventana.

Quaid se acercó a la ventana y, con cautela, apartó la cortina. Espió fuera. No se trataba de un rascacielos; se hallaba bastante cerca del pavimento.

– ¿Ves la cabina telefónica que hay al lado del bar? -le preguntó el hombre a su espalda.

Observó a través del limitado paisaje y descubrió el bar, luego la cabina. En ella, un mercenario con bigote le miraba, al tiempo que sostenía en alto un maletín de médico.

– Éste es el maletín que me diste -dijo el mercenario.

– ¿Que yo te di?

– Voy a dejarlo en la cabina -siguió el mercenario-. Ven a buscarlo, y luego no te pares.

Quaid vio que el hombre iba a colgar.

– ¡Espera!

El mercenario hizo una pausa. Era evidente que él tampoco deseaba pararse.

– ¿Qué? -preguntó, impaciente.

– ¿Quién eres? -Necesitaba saber el nombre de su misterioso aliado. Todo el mundo en quien había confiado se había vuelto contra él. Ese hombre podía ser el único amigo que le quedaba. Quaid tenía que saber quién era.

El mercenario titubeó; luego habló con brusquedad:

– Éramos amigos en la Agencia. Me pediste que te localizara si desaparecías. De modo que aquí estoy. Adiós.

– ¡Espera! -repitió Quaid, desesperado-, ¿Qué estaba haciendo yo en Marte? -Pero la comunicación se cortó. El mercenario abandonó la cabina. Quaid golpeó con los puños, frustrado, el alféizar de la ventana mientras veía al hombre alejarse rápidamente. Sin embargo, lo que le había comunicado era inapreciable. Si había pertenecido a la Agencia, y la dejó…

Pero no disponía de tiempo para formular conjeturas ahora. Salió disparado del cuarto, aferrándose el improvisado turbante a la cabeza.

Richter y Helm dieron vueltas alrededor de las galerías en el coche. La lluvia seguía cayendo, apestando más que nunca. Richter le dio un golpe al aparato rastreador, sin conseguir nada. Pero está aquí, pensó. Puedo olerlo. Sacudió de nuevo el aparato. La interferencia continuó.

Helm no hizo ningún comentario. Simplemente, continuó conduciendo.

Quaid salió corriendo del hotel. Buscó con la mirada al mercenario; sin embargo, el hombre había desaparecido. ¡Maldición! Tal vez el desconocido le había salvado la vida…, o tal vez no. ¿Podía confiar en él? ¿Supón que se hubiera encontrado a salvo en la habitación del hotel, y que esta maniobra le condujera ahora al lugar donde Richter pudiera dispararle? Eso no parecía tener mucho sentido; pero muy poca cosa de lo ocurrido durante todo el día lo tenía.

Pero olvidaba el maletín. Quizás eso respondiera algunas de sus preguntas. Se encaminó hacia la cabina telefónica, y le dio un vuelco el corazón cuando descubrió que una anciana se le había adelantado. Tenía el maletín en la mano.

– Disculpe, señora -dijo-. Pero esto es mío.

La anciana le miró hoscamente.

– No veo su nombre en él -restalló.

Quaid aferró el maletín y tiró suavemente de él.

– Alguien lo dejó ahí para mí.

La anciana se negó a entregar su presa.

– ¡Suéltelo! -gritó con voz fuerte.

Quaid tiró un poco más fuerte.

– Por favor, señora. Lo necesito.

– ¡Encuentre su propio maletín! -respondió la mujer, apretándolo contra su pecho con todas sus fuerzas-. ¡Debería de sentirse avergonzado, con su tamaño! -Algunos transeúntes se habían parado para disfrutar del espectáculo gratuito.

Quaid se sintió perdido. No deseaba hacerle daño a la mujer, pero necesitaba ese maletín. Tiró fuertemente de él, arrancándoselo de las manos, casi perdiendo su turbante en el proceso.

– Disculpe, señora -se excusó-. Lo siento. -Giró sobre sus talones y echó a correr. La voz de la anciana resonó a sus espaldas:

– ¡Que te jodan, imbécil!

Desde un portal, el mercenario vigilaba. Contuvo el aliento durante la torpe disputa de Quaid con la anciana, y suspiró aliviado cuando Quaid recuperó el maletín y echó a correr. Habían pasado por muchas situaciones apuradas juntos, tanto en Marte como en la Tierra, y el hombre que ahora era conocido como Quaid había salvado su vida más de una vez. De hecho, había sido ese hombre quien lo había introducido en la Agencia. En estos momentos, el mercenario no estaba seguro de si había sido una bendición o una maldición.

Pensó en cómo había cambiado la Agencia desde que él fuera reclutado. Originalmente había sido creada para supervisar los distintos grupos de inteligencia del Bloque Norte. Su misión era mantenerlos en línea y asegurarse de que no se hicieran demasiado poderosos para que el gobierno del Bloque Norte pudiera manejarlos.

Luego, Vilos Cohaagen había sido nombrado jefe de la Agencia. Bajo su liderazgo, la Agencia había actuado no sólo como guardián de los otros grupos, sino que gradualmente los había ido absorbiendo. La cooperación que recibía de una amplia variedad de oficinas de refuerzo de la ley era engañosa. Cooperaban con la Agencia porque, a un nivel mucho mayor del que nadie imaginaba, ellas eran la Agencia. Cohaagen poseía la imaginación necesaria para ver lo que podía hacerse con una red así y, más importante aún, tenía el sentido común necesario para hacerla crecer de una forma invisible. Nadie cuestionaba sus acciones porque nadie se daba cuenta de ellas. Cuando comprendieron lo que había hecho, ya era demasiado tarde.

Cohaagen había utilizado la Agencia para reunir una enorme cantidad de suciedad sobre la gente clave del gobierno. Su dossier sobre el Presidente era especialmente dañino. Cuando llegó el momento, utilizó toda esa suciedad para conseguir su nombramiento como Administrador de la Colonia de Marte. Cohaagen sabía que quien controlara las minas de turbinio marcianas controlaba el Bloque Norte, todo el Bloque Norte, no sólo unos cuantos políticos poderosos. Sin turbinio para alimentar sus armas, el Bloque Norte se vería obligado a rendirse.

El Presidente sabía eso también, pero también sabía que Cohaagen tendría que renunciar a su puesto en la Agencia a fin de ocupar su puesto en Marte. El Presidente pensó que, enviando a Cohaagen a Marte y nombrando un sucesor para dirigir la Agencia, recuperaría el control y neutralizaría a Cohaagen.

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