Piers Anthony - Desafío Total

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Las pesadillas atormentaban a Douglas Quaid de forma recurrente. Aunque jamás había estado en Marte, no dejaba de soñar que se hallaba en el planeta rojo, enzarzado en misiones peligrosas, entre agentes hostiles, junto a una deslumbrante mujer. Una vida, evidentemente, mucho más atractiva que la monotonía de un simple obrero de la construcción en la Tierra del año 2089. Pero podía llevarle a la locura.
Hasta que decidió recurrir a Rekall, una empresa capaz de materializar los sueños imposibles desus clientes, y cuyo lema era: "Podemos recordarlo todo para usted". Y ahí fué donde empezaron realmente sus problemas…

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– En realidad, no -replicó brevemente.

– Todos los sistemas preparados -anunció Ernie.

La doctora Lull volvió a adoptar su aire profesional.

– Bien. Entonces, ya estamos preparados. -Pisó una palanca, y el respaldo del sillón de Quaid se situó en una posición totalmente reclinada-. ¿Dispuesto para entrar en la tierra de los sueños?

Quaid asintió. De repente se le ocurrió que el casco quizá le estuviera leyendo los pensamientos durante todo ese tiempo. ¿Sabía la doctora lo que él había estado pensando acerca de ella? ¡Esperaba que no!

La mujer alzó una mano hacia la unidad intravenosa y abrió el goteo. Quaid quedó sorprendido una vez más; ¡había pensado que ya la habían activado! ¿Toda esa relajación fue, simplemente, obra de su imaginación?

– Empezaré a formularle unas preguntas, señor Quaid -continuó la doctora Lull-, a fin de que podamos ajustar al máximo el cumplimiento del programa de sus deseos. Por favor, responda con absoluta sinceridad.

¡Ni lo esperes! Sin embargo, tenía la certeza de que podría controlar las preguntas, que no tendrían acceso a sus pensamientos más íntimos.

En ese momento comenzó a sentir de verdad el efecto de la anestesia. No flotaba, sino que se hundía. Sus barreras mentales estaban bajando; ya no le preocupaba si descubría la opinión que tenía de ella.

La doctora Lull no le formuló una pregunta de inmediato. En vez de ello, comprobó sus constantes vitales. Actuaba con cuidado en lo referente a su salud; apreció eso. Ese rollo del pobre bastardo al que lobotomizaban le había inquietado; no deseaba que ocurriera con él un accidente similar.

Luego, cuando se sintió conforme, empezó:

– ¿Cuál es su tendencia sexual?

¡Fácil!

– Heterosexual.

Ella simplemente le centraba para cerciorarse de que sus reacciones coincidieran con las indicaciones que obtenían.

Asintió.

– Ahora quiero que le eche un vistazo a este monitor.

Somnoliento, contempló una silueta vagamente femenina en una pantalla de ordenador que no había observado antes.

– ¿Cómo prefiere que sean sus mujeres? -preguntó-. ¿Rubias, de cabello castaño, pelirrojas, negras u orientales?

– Castañas.

Sin embargo, Lori era rubia. Era la mujer de Marte la que tenía el cabello castaño. No obstante, era verdad…, más de lo que esperaba que la doctora comprendiera. No cabía duda de que Lori tenía todo lo que un hombre podía desear. La reserva que mantenía hacia ella, ¿surgía únicamente del color de su cabello? Debía meditar en eso, cuando dispusiera de tiempo para hacerlo sin que le espiaran.

Escuchó un suave ruido de teclas a su lado. La imagen esquemática cambió para ajustarse al gusto de Quaid: la mujer adquirió un cabello castaño oscuro, con ojos también oscuros y una piel ligeramente cetrina. No se parecía demasiado a la de su sueño, aunque no le importaba que no encajara a la perfección. No sabía con exactitud el porqué. Quizá se debiera a que algunas cosas eran demasiado íntimas como para ser programadas. Tal vez era que no deseaba que la mujer de verdad de su sueño quedara distorsionada por un recuerdo artificial. Que ésta sea otra mujer, similar pero no tan parecida que resultara algo confuso. El recuerdo quizá no fuera tan agradable, pero la cautela era lo mejor.

– ¿Esbelta, curvilínea, voluptuosa? -preguntó la doctora Lull con voz aguda.

¡Ahora sí que empezaba a sentir sueño! Ese material que penetraba por la intravenosa no se andaba con chiquitas.

– Volup… tuosa.

– ¿Tímida, agresiva, sensual? Sea sincero.

¿Por qué no iba a ser sincero? Bueno, había un motivo; sin embargo, en ese momento no lograba recordarlo.

– Sensual…, y tímida -¡Que se debatieran en conseguir esa mezcla!

– 41 A, Ernie.

¡Un punto para el conflicto! Quizá, si no se sintiera tan somnoliento, habría podido confundirlos un poco. En su estado actual, dijo la verdad, y tenía a alguien en mente, aunque había deseado mantenerla un poco al margen.

Fue levemente consciente de que Ernie introducía la cassette 41A en su consola. La imagen del ordenador se convirtió en la versión esquemática de la mujer del sueño de Quaid. El parecido era tan próximo a la realidad que resultaba apabullante.

¡Oh, no! ¿Es que lo sabían? ¡Era imposible! No obstante…

– Vaya, sí que se lo va a pasar en grande -rió entre dientes Ernie-. No querrá regresar. Ésa 41A es una tía que no le dejará…

Quaid perdió el sentido. Se hallaba ya de camino, fuera al lugar que fuese.

7 – Problema

McClane estaba entrevistando a otra posible cliente, una mujer solitaria de mediana edad. Ésas solían ser clientes bastante corrientes; las mujeres parecían tener más sueños reprimidos que los hombres, y un poco más depresivos. Tampoco resultaban, necesariamente, más pobres; sólo estaban cansadas de permanecer en casa mientras sus maridos disfrutaban de toda la acción. Lo que él ofrecía era ideal para ellas.

– Como puede ver, señora Killdeer, es cierto que nosotros podemos recordarlo todo por usted. ¡Será la mejor experiencia que jamás haya vivido!

– Pero no dispondré de ningún recordatorio -se quejó ella.

– Eso no es cierto -repuso con vigor McClane-. Por unos pocos créditos más, nosotros le suministramos postales, fotografías de los paisajes que ha visto, cartas de los hombres atractivos que ha conocido…

El zumbido del videófono lo interrumpió. ¡Maldición! Les había advertido que no hicieran eso mientras cerraba un trato. Activó el videófono, y la doctora Lull apareció en la pantalla.

– ¿Bob? -dijo inmediatamente. Su voz era tensa-. Será mejor que bajes aquí de inmediato.

McClane alzó los ojos al cielo delante de la señora Killdeer, como si estuviera del lado del cliente y en contra de la compañía. No exageraba mucho; las buenas ventas no resultaban tan corrientes, y detestaba que le estropearan el discurso con el que atrapaba la atención del interesado.

– Estoy con una cliente muy importante.

– Parece que se ha producido otra embolia esquizoide -anunció llanamente la doctora Lull.

McClane quedó petrificado. Peor aún, también la señora Killdeer. ¡Entendió la referencia! Casi con toda seguridad esto le iba a costar dos clientes: Quaid y Killdeer. ¡Qué horrible final!

Se puso de pie y trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.

– Regresaré en un momento.

Sin embargo, temía que ella ya no estaría allí a su vuelta. ¡Maldición, maldición, maldición!

Salió de la oficina de ventas y se dirigió pasillo abajo, hacia el estudio de los recuerdos. ¡Imbéciles, interrumpirle con semejante anuncio en presencia de un cliente! ¡Iba a patear unos cuantos culos! ¿Es que Renata Lull creía que podía hacer algo así y…?

No obstante, cuando entró en el estudio, se detuvo en seco, olvidada su cólera. Quedó perplejo ante lo que sucedía.

El cliente, Douglas Quaid, se había vuelto loco. Gritaba y se debatía en su sillón, luchando con violencia en sus intentos por romperlas correas que le inmovilizaban. Era un hombre muy fuerte -McClane no se había percatado de la fuerza que poseía-, y la conexión intravenosa corría el peligro de soltarse. En realidad, todo el sillón sufría sacudidas. ¿Qué había ocurrido? ¿Una reacción adversa al sedante?

Quaid parecía otra persona. No estaba tan enloquecido como furioso. Sus ojos se mostraban inexorables, y su voz era fría y amenazadora.

– ¡Sois carne muerta, todos vosotros! -gritó, con perfecta claridad-. ¡Habéis destruido mi pantalla!

La doctora Lull y Ernie se arrinconaban temerosos contra una esquina de la estancia, intentando mantener una distancia segura con respecto al furioso hombre. Pero McClane tenía más experiencia con casos que habían salido mal; resultaban más corrientes de lo que dejaba ver en los informes. Cada cliente era un individuo distinto, con sinapsis y reacciones distintas; resultaba inevitable que se produjeran algunos desajustes.

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