Traveller y yo intercambiamos miradas de perplejidad; y corrimos hacia el globo caído.
La barquilla del globo no era más que una gran cesta de ropa, unida al saco por trozos de cuero. La barquilla estaba caída de lado, y rollos y paquetes habían caído sobre la tierra suave; y en medio de todo había un joven. Tenía como mi altura y edad, con un aspecto atractivo oscuro y galo. Vestía las ropas simples y adustas de los trabajadores de la ciudad; por lo que podía haber sido, por ejemplo, un empleado de banca. Pero la chaqueta gris estaba rota y manchada de barro. Tenía la pierna izquierda extendida frente a él, y empujaba sobre el suelo intentando ponerse de pie; pero cada vez que ponía una onza de peso sobre la pierna izquierda gemía de dolor.
Traveller se inclinó para examinar la pierna herida. Yo dije, en inglés:
—Debe descansar. Está claro que se ha hecho daño en la pierna, y…
Él contestó en francés.
—Mi nombre es Charles Nandron. Soy diputado del Gobierno de Defensa Nacional. Señor, está en territorio francés, indudablemente sin invitación; tendrá la cortesía de dirigirse a mí en la lengua de mi país, o en caso contrario no me hable… ¡ah! —El dedo examinador de Traveller había llegado al tobillo. Nandron echó la cabeza atrás y apretó los dientes.
Usando mi francés fluido nos presenté.
—Vinimos en la Faetón , que es una…
—No siento interés por los artilugios británicos —dijo con desdén el diputado—. He arriesgado la vida para comunicarme con el Gobierno provincial de Tours…
Con su inglés seco, Traveller dijo:
—Si no se queda quieto y muestra algo de interés por su pierna, joven, no va a comunicarse con nadie durante mucho tiempo, excepto con algunos cultivadores de uvas. —Se volvió hacia mí y dijo—: No soy médico, pero no creo que esté rota; sólo piel abierta y un golpe fuerte. En la Faetón tengo algunos linimentos y emplastos; si evita que este joven altanero se escape, iré a buscarlos.
Asentí. Mientras Traveller se alejaba, los ojos arrogantes de Nandron bailaron curiosos sobre la nariz de platino de sir Josiah; pero pronto volvió su atención al cielo.
Yo dije en francés:
—Los informes disponibles en Manchester sobre el estado de París son fragmentarios, basados en su mayoría en las noticias traídas por hombres intrépidos como usted… acompañadas de muchísimas elucubraciones.
Asintió, cerrando los ojos.
—París se encuentra en grave peligro. Claramente los prusianos tienen la intención de hacerle pasar hambre hasta que se rinda.
—Tienen noticias de la guerra?
—Sabemos que Bismarck controla toda Francia al norte y este de Orléans, excepto París. Al igual que en 1815, Francia permanecerá o caerá si París permanece o cae; pero esta vez repeleremos la invasión…
—Sí. ¿Y hay algún ejército tras los muros de la ciudad?
—Un ejército de ciudadanos, señor. La Guardia Nacional se ha duplicado hasta superar los trescientos mil hombres; prácticamente todos los hombres capaces de la ciudad se han levantando para salvar su país. ¡Incluso se espera que nosotros los políticos sirvamos en la brecha!
Estudié el rostro orgulloso, ahora cubierto del sudor del dolor, y reflexione que si la historia de la hidra que era la muchedumbre de Paris debía servir de guía, aquellos indefensos políticos probablemente no habían tenido más opción que ocupar su puesto en las barricadas junto con el resto.
Pero decidí no comentarlo, preguntando en su lugar:
—¿Y cuál es la situación en la ciudad?
Negó con la cabeza.
—No puede entrar comida en la ciudad; los vientos predominantes hacen que sea imposible llevar aun unas pocas libras en globo. Pero queda comida; nuestra dificultad como Gobierno ha sido la distribución, tanto en la región como en la sociedad —rió con ligero cinismo—. No sorprende a nadie que los pobres sufran más. Los tenderos también ven arruinados sus negocios. Pero los mejores restaurantes mantienen sus menús. —Me apuntó con la mirada e intentó sentarse más recto—. Quizás usted y su diletante acompañante quieran visitar uno durante su estancia. Me disculpo en nombre de todos los parisinos por la falta de elementos como vegetales frescos, marisco y pescado; pero los menús se han vuelto más exóticos que nunca con la adición de canguro, elefante y gato…
Le puse una mano sobre el hombro para calmarle.
—Señor, no somos sus enemigos. Arriesgamos nuestra propia vida en el escenario de la guerra. Buscamos a alguien.
Con curiosidad me preguntó:
—¿Quién?
—¿Ha oído hablar del Príncipe Alberto ? —le expliqué las circunstancias del robo de la nave por los francotiradores, y los informes que decían que se movía hacia el sur en dirección a París.
Pero Nandron lo negó con la cabeza.
—No sé nada de tal nave —dijo desdeñoso—. Y en todo caso, los francotiradores son ahora más útiles para interrumpir las largas líneas de suministros de los prusianos, que llegan hasta Berlín…
Disgustado por ese nuevo fracaso, pasé sin embargo los minutos restantes esperando a Traveller y obteniendo de aquel arrogante joven parisino más información sobre el estado de la ciudad.
Me contó, por ejemplo, cómo incluso el programa para reconstruir las murallas defensivas, que ya tenían treinta años, estaba plagado de disputas y retrasos porque los grupos rivales de ingenieros discutían sobre la elección del diseño mas elegante y atractivo. No pude evitar recordar el relato de mi hermano sobre las simples pero eficientes fortificaciones construidas por los rusos alrededor de Sebastopol.
En la tranquila luz agonizante de aquella tarde rústica francesa, sentía dificultades para aceptar como verdades los detalles terribles de la narración de Nandron.
La mejor esperanza de salvación para París parecía estar con el ministro del Interior, Gambetta, que semanas antes había salido en globo de París. Ese Gambetta había, eso parecía, reunido un nuevo ejercito de la misma tierra de Francia, y ya había atacado a los prusianos con éxito en Coulmiers, cerca de Orléans. Ahora Gambetta se dirigía a Orléans donde tenía intención de oponerse a los invasores. Pero grandes fuerzas prusianas, que antes habían estado ocupadas en el asalto de Metz, se movían para enfrentársele; y parecía que Orléans podría ser un campo de batalla tan decisivo como Sedan.
Traveller volvió y aplicó eficientemente un emplasto a la pierna de Nandron. Mientras sir Josiah trabajaba, Nandron seguía hablando.
—Se dice que el general Trochu —el jefe del Gobierno provisional— no teme por el futuro de Francia; porque cree que Santa Geneviéve, que liberó al país de los bárbaros en el siglo V, regresará para hacerlo de nuevo —rió con algo de amargura.
Pregunté:
—¿No comparte sus creencias?
—Preferiría confiar en los rumores que corren por los bares de la ciudad y que afirman que el mismísimo Bonaparte ha regresado de la muerte, o ni siquiera llegó a morir en su exilio británico, y que vuelve en un gran carro para unirse al Ejército de Gambetta en Orléans y echar a los rusos.
Asentí.
—Boney en persona, ¿eh? Que idea tan encantadora…
Pero Traveller me hizo callar con un gesto.
—Ese gran «gran carro» —dijo con su francés entrecortado—. ¿Dan detalles los relatos callejeros?
—Claro que no. Son rumores de ignorantes y desinformados.
Miré a Traveller con una nueva suposición.
—¿Cree que el carro podría ser el Príncipe Alberto ?
Traveller se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Imagine al gran navío de antihielo atravesando los campos de Francia, manejado por aquellos intrépidos francotiradores. ¿No llegarían noticias de ese acontecimiento a la desesperada ciudad de París de forma confusa, entremezclándose con esas tonterías sobre el corso?
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