—Y —dijo Bourne— así se conservará la dignidad.
Pero Holden no estaba dispuesto a aceptar ese punto de vista; y pronto se produjo un debate a tres bandas entre Holden, Bourne y Traveller. Mientras tanto, yo había terminado de vestirme y permanecía de pie esperando junto con Pocket, con el casco bajo el brazo, aguardando a que comenzase mi aventura.
Después de algunos minutos perdí la paciencia. Levanté el casco con ambas manos y con gesto dramático lo estrellé contra la caja de vidrio que contenía el modelo del Gran Oriental de Traveller. E1 debate se detuvo inmediatamente, y Pocket se puso a trabajar con pala y cepillo para recoger los fragmentos de vidrio. Metí las manos cubiertas entre los restos y recogí el modelo del barco; tenía quizás unos tres pies de largo, y lo manejé con cuidado, intentando no dañar el delicado trabajo.
— Sir Josiah, perdone mi acto impulsivo y destructivo. Caballeros, como soy yo quien debe aventurarse más allá de estas paredes, seré yo quien decida sobre el gesto ceremonial a realizar.
»Me llevaré este modelo de la gran nave de Brunel y lo situaré en algún lugar apropiado. No llevará más que unos momentos, y cumplirá todos nuestros propósitos. Holden, el Gran Oriental es uno de los grandes logros de ingeniería del Imperio, y, por tanto, simboliza la gran civilización que ha alcanzado esta cumbre. Sir Josiah, sin duda estará de acuerdo en honrar en esta meseta distante al gran ingeniero que inspiró y dio forma a la mayoría de su trabajo. Y Bourne; espero que se una a mí considerando este modelo con símbolo del infinito ingenio y empuje humanos que nos han traído hasta esta tierra asombrosa.
»Y si nuestra aventura falla —seguí, algo sorprendido ante mi propia elocuencia—, dejemos que alguna futura generación de seres humanos descubra este artefacto y se pregunte sobre aquellos que lo trajeron aquí.
Hubo un momento de silencio. Luego Holden dijo:
—Bien hecho, Ned. Nos has colocado en nuestro sitio.
—¿Estamos listos para seguir?
Traveller señaló al armario de aire con un gesto florido.
—Todo listo, Ned.
Asentí.
—Pero ante me gustaría pedir algo…
Una vez más me atornillaron el casco a la cabeza, encerrándome en un universo en miniatura dominado por el olor a cobre, el sabor rancio del aire bombeado, y el sonido de mi propia respiración entrecortada. Me metí en el armario en forma de ataúd. Después de unos apretones finales de manos de mis compañeros —mis grandes guantes rodeaban por completo las pequeñas manos de ellos—, se cerró la pesada compuerta, expulsándome del cómodo calor de la cabina.
Vacilé durante unos momentos, aferrando el modelo del Gran Oriental contra la camisa de cuero; luego, reuniendo coraje, agarré la rueda de la escotilla debajo de mí y la giré con decisión.
Después de tres o cuatro vueltas se rompió el aislamiento y oí el susurro final de la atmósfera al salir al ambiente lunar de vacío. Se me pusieron rígidas las articulaciones al expandirse el traje hasta el límite de su flexibilidad.
Luego, por fin, se abrió la escotilla, y me encontré mirando a una yarda cuadrada de suelo lunar.
Aquella tierra, a unos diez pies por debajo de mí, parecía razonablemente plana pero, sin embargo, estaba llena de guijarros afilados que producían largas sombras a la luz del Sol; y las sombras eran tan negras como la tinta. Las crueles puntas, y la quietud por la falta de aire, me destacaban intensamente lo ultraterreno de la situación, y pasé algunos minutos con la sangre martilleándome en los oídos sólo por ver aquel trozo de tierra.
Finalmente encontré fuerzas para seguir. Tomé una escalerilla de cuerda del armario y la desenrollé. Luego dejé colgar las piernas por la escotilla y empecé a bajar, deteniéndome después de algunos escalones para coger el Gran Oriental . Cuando saqué la cabeza del armario tenía el casco lleno de una mareante luz solar que me producía escozor en los ojos; después me preocupé de apartar los ojos del Sol desnudo, que estaba peligrosamente cerca del horizonte.
Me detuve en el último travesaño antes de llegar al suelo, con el pie colgado sobre la tierra lunar. Una sensación de orgullo y de importancia me invadió. ¡Que fuese a mí a quien se le había concedido ser el primero en caminar sobre la superficie de otro mundo! Reflexioné sobre la extraña cadena de accidentes que me habla llevado hasta ese punto, y me pregunté brevemente cómo hubiesen sido las cosas sin el mayor accidente de todos, que es el antihielo. ¿Hubiesen llegado igualmente los hombres a la Luna? Seguro que se hubiese encontrado una forma, basada en cohetes de algún tipo todavía por imaginar; aunque hubiese llevado muchos más años —quizás incluso hasta el cambio de siglo— antes de que un viaje llegase tan lejos con éxito. Aun así, como en todas las cosas industriales y tecnológicas, Gran Bretaña hubiese sido líder en esa aventura paralela, y algún otro británico —quizá mejor preparado que yo— hubiese estado al pie de otra escalera.
Me consentí un momento de orgullo y deseé que la hermosa Françoise pudiese levantar los ojos desde los turbulentos campos de Francia y mirase a través del espacio para verme en aquel momento de gloria celestial. Pero ese engreimiento no sobrevivió a unos momentos de reflexión sobre la importancia histórica de la situación. Poner el pie en otro mundo era con seguridad el acontecimiento más importante del desarrollo humano desde el Arca… o, si creemos a sir Charles Darwin, desde que nuestros antepasados simiescos renunciaron a tirarse plátanos los unos a los otros y bajaron de los árboles para caminar erectos sobre la superficie. Por tanto, mientras apretaba el calzado de cuero sobre el suelo firme y de grava, recité esta oración que no fue oída por ningún otro ser humano.
—Señor, con este paso, como Noé, camino sobre un nuevo continente que entrego a tu gracia; y al tomarlo llevo conmigo todas las esperanzas de la humanidad.
Permanecí de pie sin apoyos sobre la superficie lunar, conectado a la Faetón sólo por la tubería de aire. A través del calzado podía sentir los pinchazos de los afilados guijarros lunares; era como caminar sobre una playa joven. Daba cada paso con cuidado, porque tenía mucho miedo de romper el traje o el tubo de aire.
Agarrando el modelo, y con el hacha y la lámpara de Ruhmkorff golpeándome el muslo, bajé una cuesta hacia el silencio lunar durante unos treinta pies —la tubería se extendía en total cuarenta pies— y miré a mi alrededor.
El paisaje era una desolación de rocas destrozadas y rotas; iban desde guijarros a cantos mayores que la nave. Las piedras se extendían hasta el horizonte, que, gracias al pequeño radio de la Luna, parecía sorprendentemente cerca; un fenómeno que me daba la impresión de estar atravesando el punto más alto de una ancha colina.
Las paredes del cráter Traveller eran, por supuesto, invisibles, al encontrarse a miles de millas en todas las direcciones de la brújula.
El suelo lleno de piedras no era plano. Contenía muchas colinas, o montecillos; éstos eran bajos domos circulares de formas sorprendentemente uniformes, aunque variaban mucho en tamaños, con el más pequeño apenas más grande que yo y el mayor elevándose quizá cincuenta pies por encima de la base y extendiéndose sus buenas ocho millas de lado a lado. Debía de haber, pensé, alguna explicación volcánica para aquellas configuraciones. Revigorizado por la ligereza de la gravedad lunar me imaginé brincando por el paisaje, saltando de cumbre en cumbre con la gracia de una cabra. Pero, por supuesto, estaba retenido por mi atadura conductora de aire, y me ponía nervioso el posible peligro a la integridad del traje.
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