A pesar de lo sombrío de esa afirmación, ¡no pude evitar recordar los comentarios de Traveller afirmando que el propósito de construir grandes dispositivos como el Príncipe Alberto era distraer a militares y políticos de la explotación militar del antihielo! ¿Era el análisis que Bourne hacía de la situación realmente tan diferente del que hacía el gran inglés?
Fruncí el ceño.
—Holden cree que es usted un saboteador.
Negó con la cabeza, sonriendo ligeramente.
—No. Soy un francotirador.
—¿Un qué?
—Un francotirador. Un nuevo tipo de soldado; un soldado con ropas de caballero, que lucha para liberar su patria con cualquier herramienta disponible.
—Sentimientos muy bonitos —dijo Holden con odio y desprecio—. Y cuando el antihielo haya desaparecido por completo, malgastado en actos como éste, ¿qué? ¿Se levantarán para asesinarnos en nuestras camas?
La sonrisa de Bourne se amplió.
—¿Tienen tanto miedo, no, ingleses? Temen incluso a sus propias masas, que quizás algún día se contagien de las nuestras. Y entienden tan poco.
»He oído cómo sir Josiah se proclamaba anarquista —escupió—. Y con el mismo tono ha declarado que cada hombre conocerá su “lugar”. Traveller y los suyos no conocen el significado de las palabras “hombre libre”. ¿No fueron los industriales los que en 1849 eliminaron las reformas de Shaftesbury en las condiciones de trabajo aprobadas años antes?
Miré a Holden en blanco, quien levantó una mano desdeñosa.
—Se refiere a una ley aberrante, Ned, hace tiempo anulada y olvidada. Shaftesbury introdujo, por ejemplo, un límite diario laboral de diez horas. Condiciones sobre el uso de las mujeres en las minas. Cosas así.
Estaba perplejo.
—Pero la industria no podría funcionar con esas limitaciones, ¿no?
—¡Claro que no! Y por eso se eliminaron las «reformas».
—Pero —dijo Bourne— a qué coste para el alma británica. ¿Eh? ¿Vicars, recuerda a un escritor inglés llamado Dickens?
—¿Quién?
Nuevamente Holden me lo explicó impacientemente. Charles Dickens había producido novelas populares en los años cuarenta, consiguiendo una breve popularidad. Holden suspiró.
—¿Recuerda a la pequeña Nell, Pocket?
El rostro del sirviente se abrió en una sonrisa.
—Ah, sí, señor. En aquella época todos seguían los folletines, ¿no? Y me atrevería a decir que cuando murió Nell apenas quedó un ojo seco en todo el país.
—Dickens, nunca he oído hablar de él —admití—. ¿Qué le pasó?
—Alrededor de 1850 empezó un nuevo folletín —recordó Holden—. David Copperfield. Otro trabajo largo y sentimental. Fue un fracaso completo, al estar completamente alejado de los sentimientos de la época. ¡Ned, fue en ese mismo año de 1850 cuando se abrió la primera línea de tren ligero entre Liverpool y Manchester! A la gente le emocionaba el futuro, el cambio, la empresa, las posibilidades. No querían leer esas cosas deprimentes sobre los problemas de los holgazanes.
—Por eso —le dijo Bourne—, Dickens abandonó Gran Bretaña para siempre. Vivió y trabajó en América, donde su conciencia social era muy apreciada; hizo campaña a favor de varias reformas hasta el momento de su muerte.
—¿Qué quiere decir? —exigí fríamente.
—Que el corazón británico está marcado por una contradicción interna, la misma contradicción que expulsó a un buen hombre como Dickens de su cuerpo político, dejándoles más fríos y pobres. La contradicción que le permite a Traveller creer que su anarquismo puede construirse de forma válida sobre un montón de pobres trabajadores y sin voto. Una contradicción que, al final, les destruirá… y una contradicción que ahora les lleva a inmiscuirse en los asuntos de otras naciones. ¿No temen que el nacionalismo estalle en Francia y el resto de Europa, alterando para siempre el Equilibrio de Poder, y no les asustan todavía sus madres cuando son niños con historias de cómo «Boney» se los llevará si no se portan bien?
Me reí —porque mi propia madre había hecho eso exactamente— pero Bourne, excitado, siguió con voz más dura.
—Ned, hay una nueva raza de ingleses llamados los Hijos de la Gascuña. ¿Está familiarizado con sus teorías?
—He oído hablar de ellos —admití con frialdad.
—En cierta forma, los Hijos son la síntesis de su carácter nacional; porque, al ser constantemente conscientes del pasado, viven constantemente temerosos de él, y planean constantemente vengarse. Después de la conquista normanda se construyó por Gales e Inglaterra una serie de fuertes, cada uno a unas veinte o treinta millas de distancia, con el propósito de someter a los ingleses conquistados. Esos fuertes han sido ahora absorbidos en sus grandes castillos: Windsor, la Torre de Londres. Y el norte de Inglaterra fue arrasado.
Fruncí el ceño.
—Pero eso sucedió hace ocho siglos. ¿A quién le importan esas cosas ahora?
Bourne rió.
—Para los Hijos es como si fuese ayer. Las mareas posteriores de la historia, con sus desechos de viejas victorias y derrotas, sólo acrecientan sus temores. Anidan en la Gascuña, que fue dominio inglés desde la conquista hasta el siglo XVI, cuando María Tudor perdió el fragmento final, Calais.
»Vicars, los Hijos planean una solución final al viejo «problema” de los franceses. De nuevo los barcos cruzarán el Canal; de nuevo habrá una conquista… y de nuevo, cada pocas millas, se construirán fuertes terribles. Pero esta vez los cañones propulsados por antihielo se alzarán sobre sus torretas; y esta vez serán las regiones de Francia las sometidas.
—Pero eso es monstruoso —dije anonadado.
—Pregúntele a Holden —respondió Bourne—. Bien, ¿señor? ¿Niega la existencia de ese movimiento? ¿Y niega su simpatía para con sus fines?
Holden abrió la boca para contestar, pero no tuvo oportunidad. Un terrible grito vino desde la escotilla abierta sobre nuestras cabezas.
Nos miramos horrorizados; porque había sido Traveller, nuestro único piloto mientras nos dirigíamos hacia la Luna, ¡y había sonado muy alterado!
Atado indefenso al asiento, miré hacia la escotilla abierta que llevaba al Puente. Un chorro de luz lunar penetraba por ella e iluminaba el aire lleno de humo de la cabina. Me sentí extrañamente resentido por el curso de los acontecimientos;
si sólo, pensé, se me hubiese permitido quedarme sentado en aquella cómoda cabina discutiendo de política hasta que todo hubiese acabado… de una forma u otra.
Pero, me parecía, ya no podía seguir escondiéndome de lo que sucedía.
Miré a Holden.
—¿Qué crees que deberíamos hacer, George?
Holden se mordía las uñas.
—No tengo ni idea.
—Debe haber alguna dificultad allá arriba. ¿Por qué si no iba a gritar de esa forma?… pero en ese caso, ¿no pediría ayuda?
Pocket dijo:
—Eso no sería propio de sir Josiah, señor. No suele admitir sus debilidades.
Holden bufó.
—Bien, en una situación como ésta ésa es una actitud muy irresponsable.
—A menos —dije—, que no esté en condiciones de pedir ayuda. Quizás esté inconsciente… ¡o incluso muerto! En ese caso, la Faetón no tiene piloto…
Sólo Bourne, hundido en sí mismo, parecía impasible ante esa espeluznante posibilidad.
—Vamos, Ned, no debes dejarte llevar —dijo Holden con la voz llena de tensión.
—Creo que uno de nosotros debería subir allá arriba —dije.
Pocket dijo:
—No lo aconsejaría, señor. A sir Josiah no le gustaría…
—Maldita sean sus gustos y disgustos. ¡Hablo de salvar nuestras vidas!
—Ned, piénsalo —dijo Holden nervioso—. ¿Qué pasaría si Traveller activa los motores mientras estás entre cubiertas? Podrías verte arrojado contra un mamparo, quedar herido o muerto. No, creo que deberíamos sentarnos y esperar.
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