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Stephen Baxter: Antihielo

Здесь есть возможность читать онлайн «Stephen Baxter: Antihielo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1998, ISBN: 84-406-8824-5, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Stephen Baxter Antihielo

Antihielo: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1870, cuando el poder del Imperio británico es absoluto, en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se descubre un nueva material: el antihielo. Por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada. El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos. sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester de 1870, un joven agregado del Foreing Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado y decimonónico viaje espacial a la Luna. Stephen Baxter, la nueva y gran estrella de la ciencia ficción británica, es considerado el sucesor de Arthur C. Clarke y un igual de Isaac Asimov y Robert A. Heinlein. Sus homenajes a Herbert G. Wells ( ) y a Julio Verne ( ) son un verdadero tour de force de la mejor ciencia ficción.

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—Juguetes, señor? —Señalé las líneas gráciles de la máquina de tren ligero, que estaba bañada por la luz azul de la catedral—. Pero si éstos son logros de la mecánica racional moderna, ayudada por el potencial del antihielo…

Se inclinó hacia mí.

—Juguetes, muchacho —dijo—. juguetes para los que son como estos prusianos suyos. Mientras estén distraídos no se les ocurrirá explotar el antihielo con propósitos más siniestros.

Creí entender.

—Se refiere a Crimea, señor.

—Sí. —Me miró con algo de curiosidad—. La mayoría de los jóvenes de su edad ignoran tan por completo esa terrible campaña como las expediciones galas de julio César.

—Yo no. —Le describí las experiencias de mi hermano Hedley. Le conté cómo, al regresar a Inglaterra herido pero vivo, Hedley había vuelto al hogar paterno, Sylvan, y ahora trabajaba tranquilamente como contable. Finalmente se había casado con la dama, antes una ayudante de cocina, con la que previamente había formado una unión indiscreta, lo que le había impulsado a huir hacia la guerra en Rusia. Hedley me había contado sus impresiones de las reacciones de Traveller al uso del antihielo. Traveller escuchó con cuidado—. Por tanto —concluí—, desde Sebastopol, usted ha decidido que la única aplicación del antihielo sería para proyectos de paz.

Asintió con los ojos azules como diamantes.

—Pero —continué—, sir Josiah, esto es Inglaterra, no Prusia. Seguro que no debe temer que el gobierno británico vuelva a pedir el uso del antihielo para esos propósitos…

—Creo —me interrumpió, apartando la vista de mí—, que sus prusianos ya han terminado su paseo. Quizá debería reunirse con ellos.

Y sí, Bismarck y sus acompañantes se apartaban regiamente del conjunto de fotografías. Buscando algo que decir como despedida a Traveller, probé:

—Una intrigante muestra fotográfica. —De hecho eran bastante confusas; miré a una serie de superficies curvas y brillantes situadas contra fondo negro.

Traveller volvió a acercárseme.

—Intrigante, sí. ¿Sabe qué muestran?

Indiqué mi ignorancia.

—El planeta Tierra —susurró Traveller—, desde quinientas millas sobre la superficie.

Abrí la boca sorprendido, e intenté plantear una pregunta; pero Traveller ya se había dado la vuelta y sólo pude ver su espalda recta perdiéndose en la multitud.

Los prusianos formaban una fila orgullosa frente a las exhibiciones donadas por su patria, y un fotógrafo se escondió bajo su terciopelo negro. Bismarck me hizo un gesto.

—Entonces, Herr Ned Vicars —dijo—, ¿no está impresionado por lo que los alemanes tienen para ofrecer al mundo?

Improvisé una respuesta.

—Señor, sus expositores demuestran un alto grado de habilidad.

Él inclinó la cabeza y suspiró burlón.

—Nosotros pobres alemanes no tenemos su antihielo para jugar con él; así que tenemos que compensarlo con mejor ingeniería, mejores artesanos, y mejores técnicas de producción. ¿ Eh, Herr Vicars?

Enrojeciendo sin remedio, busqué una respuesta a esa burla, pero en ese momento un asistente tocó la manga de Bismarck. El Canciller escuchó atentamente. Finalmente se enderezó con los ojos brillantes y duros.

—Debe perdonarme. —Palmeó las manos una vez, dos; y la fila ordenada de prusianos se rompió inmediatamente. El fotógrafo salió de la tela, con todos los signos de la exasperación en el rostro.

Pronto los prusianos se encontraron casi en formación militar y se dirigieron con rapidez hacia la salida. Mi superior por ese día, un tal Roderick McAllister, se apresuró tras ellos; le agarré el brazo.

—McAllister, ¿qué pasa?

—Me terno que la fiesta ha terminado, Vicars. Los prusianos acortan su visita; tengo que ir a buscarles transporte…

—¿Pero qué hay de mí? ¿Qué haré?

Miró por encima de mi hombro.

—¡Quedas relevado! Vete de vacaciones… —Y desapareció; los prusianos habían creado un camino que atravesaba las sorprendidas multitudes de dignatarios, y el pobre Roderick corrió tras ellos como un perrillo.

—Tipos decididos, ¿no?

Me rasqué la cabeza.

—Un cambio muy drástico, señor Holden. ¿Sabe qué ha pasado?

Me miró sorprendido, y se aplastó el pelo negro grasiento sobre la cabeza.

—A los diplomáticos no les cuentan nada, ¿eh? El resto de la exposición conoce ya la noticia.

—¿Qué noticia?

—Francia ha declarado la guerra.

—Bien, yo… ¿con qué pretexto?

jugó con la cadena del reloj.

—Ese maldito telegrama, no debería sorprenderme. Y no es una coincidencia la oportunidad. Puede uno confiar en que los malditos franceses irían a la guerra justo cuando se inaugura la exposición; harían cualquier cosa por ser los protagonistas, ¿no?

Él me examinó.

—Aun así, es una desgracia, señor Vicars, parece que tiene usted unas vacaciones inesperadas. Supongo que todavía queda tiempo para ir al lugar del lanzamiento del Príncipe Alberto ; viajo en esa dirección, por si está interesado…

Al principio, distraído, negué con la cabeza.

—Creo que debería presentarme en el trabajo, vacaciones o no…

Entonces recordé a Françoise.

Toqué la espalda de Holden.

—Pensándolo mejor, señor Holden, ésa es una magnífica idea. ¿Me dejará que le invite a té mientras la discutimos?

Atravesamos la exposición, que estaba animada por las charlas de guerra.

2

CRUZANDO EL CANAL

No estaba previsto que el Príncipe Alberto soltase sus amarras hasta tres semanas después, y Holden y yo decidimos esperar antes de viajar a Ostend. Fue un periodo que pasé entrando y saliendo de mis habitaciones en Bayswater. La compañía de mis amigos, mientras llenábamos los cafés, restaurantes y teatros de variedades, me parecía de pronto inexperta y despreciable; más de una vez me encontré sosteniendo sombrío un whisky con soda en la esquina de un club, mirando a mis compañeros comportarse como idiotas; imaginando lo que la elegante Françoise pensaría de tales actos.

Regresé a la exposición, pero no volví a encontrarme con Françoise. Ni tampoco encontré ninguna mención suya en las columnas de sociedad, por mucho que busqué.

Por tanto, me sentía estúpidamente encaprichado después del más breve de los encuentros…

Pero tenía veintitrés años, y dudo que alguna vez llegue a considerar mi yo más joven con algo mejor que un afecto ligeramente embarazado.

Al fin, el uno de agosto, preparé una pequeña bolsa de viaje y me dirigí a la Estación Internacional de Dover. La niebla todavía rondaba los muelles cuando salí, con los ojos legañosos, del correo ligero de Waterloo, pero allí estaba George Holden redondo y feliz como un botón; me dio la mano y me ofreció una trago celebratorio de brandy de una petaca de plata. Al principio me negué, pero el líquido caliente ejecutó con rapidez su feroz magia. El tren relucía en su raíl elevado como un pez aéreo de madera y latón, y mientras lo miraba mi futuro parecía teñido de aventura, emociones y, quizá, romance.

… pero íbamos con retraso.

El sol atravesó el cielo, cálido y blanco. Holden y yo bebimos interminables tazas de té y mordisqueamos naranjas confitadas y, al volverse amargo en mi estómago el brandy matutino, recorrimos los límites de la estación.

El problema se centraba en uno de los pilares que surgía de la plataforma para sostener el tren ligero a cien pies por encima de nuestras cabezas. Ese pilar estaba acordonado por un trozo grasiento de cuerda mientras agentes de policía inspeccionaban cada pulgada accesible. Esos condestables desafortunados, sudando bajo las gruesas guerreras de sarga, tenían un aspecto muy cómico mientras subían por las precarias escaleras. Uno de ellos se golpeó la cabeza contra una viga y el casco cayó volando sobre el macadam, para gran alegría del público presente. El agente se frotó la calva y soltó algo de lo más indigno.

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