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Jordi Sierra i Fabra: El Enigma Maya

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Jordi Sierra i Fabra El Enigma Maya

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El 27 de noviembre del año 2012, la embajada española en México tuvo que notificar a Georgina Mir, como único familiar vivo, que su padre, un famoso arqueólogo, había desaparecido, sin dejar ningún rastro, hacía tres días en Palenque, donde realizaba una excavación. Como una cruel broma, Georgina sintió que el destino se divertía con su familia: trece años antes, su madre también había desaparecido. Nunca la volvieron a ver. Todavía conmocionada, la joven viaja a Palenque dispuesta esta vez a no quedarse sin respuestas, a remover la tierra y el cielo si fuera necesario para recuperar a su padre. Lo que no podía imaginar es que se vería envuelta en una alocada carrera de pistas hasta dar con una verdad para la que no estaba preparada.

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– Lo saben -susurró Joa.

– ¿Qué te sucede?

La muchacha no respondió. Dio un paso al frente. Entonces, de los cuatro puntos cardinales que envolvían a las ruinas, surgieron ellas. Las hijas de las tormentas.

– ¡Están aquí! -gritó uno de los jueces al darse cuenta.

– ¿De dónde han salido?

– ¡Que no avancen, cogedlas! -ordenó un tercero.

– ¡No, dejadlas! -pidió Nicolás Mayoral-. Que lleguen a la nave y que entren, no importa. ¡Necesitamos un acceso para entrar también nosotros!

Joa dio un segundo paso.

– Cariño… -intentó detenerla su padre.

– ¡Oh, Dios! -vaciló David al comprender lo que estaba sucediendo.

Ninguno de los dos logró sujetarla. David se colocó delante. El rostro de Joa reflejaba su ánimo, su paz, toda aquella esperanza de la que le había hablado un rato antes.

– Joa, no -le suplicó.

La sonrisa de la chica le desarmó.

La escena se convirtió en un ballet sin música. Las hijas de las tormentas caminando hacia la escalinata principal de la pirámide, la de las dos cabezas de serpiente; los jueces siguiéndolas; los guardianes convertidos en un coro de testigos simbólicos.

De la parte de la nave situada a un metro del templo de la pirámide fluyó otra luz. Un acceso.

– ¡La puerta! -gritó Nicolás Mayoral.

Los jueces que se encontraban en la cima del Castillo fueron los primeros sorprendidos. No tenían más que penetrar en la luz.

En ese instante toda la nave se iluminó.

No fue cegador. Fue igual que si se pusiera en marcha una gran pantalla de cine. Podían mirarla sin pestañear. Sentirla.

Sucedieron muchas cosas al mismo tiempo.

La primera, que las armas de los jueces recibieron cientos de pequeños rayos luminosos de color rojizo. La segunda, que las ataduras de los guardianes recibieron cientos de pequeños rayos luminosos de color verde. La tercera, que, dirigidas a las cabezas de las hijas de las tormentas, los rayos fueron de color azulado.

Las armas de los jueces se fundieron. Tuvieron que soltarlas para no quemarse. Las bombas se evaporaron. Las ataduras de los guardianes se cortaron.

Joa no sintió el rayo azulado en su mente. Pero sí una voz.

– Todo está bien, hija. Te quiero.

– Mamá…

– No elegimos el modo en que queremos existir. Nacemos con él, igual que un sello indeleble.

– Te quiero.

– Y yo a ti, mi niña.

– ¿Vas a volver?

Temía la respuesta, aunque ya la conocía. Aquella esperanza anterior se la había dado. -Aún no es el momento.

– ¿Cuándo lo será?

– Lo sabrás.

– Mamá…

Los jueces de la pirámide descendían. La escalinata era tan empinada que dos de ellos acabaron rodando hasta el suelo.

– No… es posible… -apretó los puños Nicolás Mayoral.

Los guardianes se acercaron a la pirámide. El Castillo parecía sostener ahora el inmenso plato de luz. Cuando las hijas de las tormentas iniciaron el ascenso por la escalinata, David las contó. Atropellado.

Necesitaba saber…

– ¡Son cuarenta y nueve! -casi gritó atrapado por su nerviosismo.

Las cuarenta y nueve supervivientes.

Eso dejaba fuera a las nacidas de las tres desaparecidas.

Miró a Joa con un nudo en la garganta. La muchacha apenas si rozaba el suelo. Era como si levitase.

– Julián, fíjate.

El padre de Joa no miraba a su hija. Miraba la nave.

Las hijas de las tormentas alcanzaron la cumbre de la pirámide. Prácticamente también ellas eran ya de luz en ese instante.

Una a una, entraron en la luz mayor. La mujer de Medellín, María Paula, fue de las últimas.

– Mamá, por favor -suplicó mentalmente Joa por última vez-. ¿Qué hago?

La voz de su madre la inundó de amor.

– Debes quedarte aquí. Éste es tu sitio.

La hija de las tormentas que cerró la comitiva también desapareció en la luz.

Pareció que eso era todo.

Todo.

Y en ese momento, en Chichén Itzá, se escuchó un grito desaforado, tan lleno de angustia y dolor, de ansiedad y desesperación…

– ¡N0!

Era Julián Mir, corriendo hacia la escalinata del Castillo.

60

La única voz que se escuchó tras ese grito fue la de su hija.

– ¡Papá! Julián Mir tropezó dos veces: una antes de alcanzar la escalinata y otra en los primeros peldaños. La furia y la desesperación le hicieron alzarse las dos veces, continuar, aunque fuese cojeando. Eso permitió que Joa casi le alcanzara.

Lo llamó al pie de la pirámide.

– ¡Papá, por favor!

El hombre volvió la cabeza. No lloraba, ni parecía estar sometido a un exceso de miedo o presión. Su sonrisa incluso era desconcertante.

Lo tenía a unos cinco metros. Dado que la escalinata era casi vertical, se le antojó mágico, con la nave inundando su cielo, resplandeciente y majestuosa.

Joa asintió con la cabeza. Una vez, dos, tres.

Ella sí lloraba.

– Dile que la quiero.

– Lo sabe.

– Díselo.

Julián Mir retrocedió aquellos peldaños. La abrazó y la besó. Muy rápido. Su caricia final fue una promesa:

– Volveremos.

– Sí -asintió ella.

Cuando David la alcanzó y se situó a su lado, el arqueólogo ya se encontraba a media ascensión. Subía en zigzag, con el máximo de urgencia que sus piernas, su ánimo y su corazón le permitían. No era un joven, pero sacaba las fuerzas del único lugar posible en cualquier ser humano: la determinación. La voluntad que puede con todo.

Al llegar arriba, a los pies del pequeño templo rectangular que coronaba la pirámide, un rayo de luz le detuvo. Igual que si le escaneara. Cuerpo y mente.

Fue muy rápido, unos segundos.

Cuando entró en la nave desapareció.

– Te quiero, papá… -le despidió Joa.

– ¿Cómo… le han admitido? -no pudo creerlo David.

– Lo ha hecho ella -se apoyó en su compañero.

Ya no hubo más.

Primero se cerró la puerta. Después la nave dejó de brillar. En tercer lugar inició su ascenso. Tan hermosa como al llegar a su horizonte.

La vieron ascender por el ojo del huracán.

Para los jueces, era la derrota. Para los guardianes, el día más feliz de sus vidas, aunque se hubiese tratado de un primer contacto que en modo alguno era el que esperaban. Para Joa…

Le quedaba toda una vida, o parte de ella, para pensarlo.

David la abrazó por detrás.

– Estoy bien -lo tranquilizó-. Estoy bien.

Pudo transcurrir una hora. Tal vez fuesen dos o tres. Se les antojó un minuto. La nave coronó el ojo del huracán y siguió ascendiendo por el cielo, empequeñeciéndose, empequeñeciéndose más y más hasta desaparecer en la distancia. En ese momento vieron dos aviones de combate cruzando por encima de sus cabezas, buscando, comprendiendo que su presencia ya era inútil. Joa supo que eran estadounidenses. Pensó en el coronel Hank Travis.

Cuando la nave desapareció por completo sucedieron dos cosas más.

Primero, que el huracán se deshizo, como si nada, y se encontraron bajo un hermoso y plácido sol de mediodía.

Segundo, que sus relojes volvieron a funcionar, y en aquellos que tenían calendario apareció la fecha: 23 de diciembre.

Había pasado más de un día y medio de golpe.

Epílogo

(Nochebuena de 2012, en la riviera maya)

El cristal volvía a ser rojo Lo sostuvo en su mano Tú las avisaste - фото 21

El cristal volvía a ser rojo. Lo sostuvo en su mano.

– Tú las avisaste, ¿verdad? -le dijo esperando una ilusoria respuesta que no llegó.

– ¿Viste sus caras? -preguntó David.

– Volvían a casa.

No sonó a lamento, ni a felicidad, envidia o sorpresa. Fue tan sólo un modo de decirlo.

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