Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Fue en ese momento, tan sólo entonces, cuando tomó conciencia de algo que le hizo sentir un desagradable escalofrío. Quienquiera que fuese el responsable de lo que estaba ocurriendo, ya había asesinado dos veces, y posiblemente estuviese dispuesto, en caso necesario, a hacerlo una tercera. Sin embargo, el descubrimiento de que también él corría peligro, de que podía ser asesinado como los otros, no le causó excesiva inquietud. Meditó sobre aquello durante unos instantes, descubriendo con sorpresa que tal posibilidad le inspiraba menos temor que curiosidad. Bajo aquella perspectiva las cosas se tornaban más simples, podían ser abordadas a la luz de sus propios esquemas personales. Ya no se trataba de tragedias ajenas en las que se veía envuelto a su pesar, forzado a la impotencia; ésa, y no otra, había sido hasta aquel momento la causa de su turbación, de su espanto. Pero si él podía ser la próxima víctima, entonces todo era más fácil, ya que no tendría que limitarse a presenciar el sangriento rastro de los asesinos; éstos vendrían a él. A él. La sangre del viejo maestro de esgrima batió acompasadamente en sus gastadas venas, dispuesta a la pelea. Demasiadas veces a lo largo de su vida se había visto forzado a parar todo tipo de estocadas para que un golpe más lo inquietase, aunque fuera a venir por la espalda. Quizás Luis de Ayala o Adela de Otero no hubiesen estado lo bastante sobre aviso; pero él sí lo estaría. Como solía decir a sus alumnos, la estocada de tercia no se ejecutaba con la misma facilidad que la de cuarta. Y él era bueno parando estocadas en tercia. Y asestándolas.

Había tomado su decisión. Iba a recobrar aquella misma noche los documentos de Luis de Ayala. Con ese pensamiento subió otra vez la escalera, abrió la puerta, dejó su bastón en el paragüero y cogió otro, de caoba con puño de plata, algo más pesado que el anterior. Volvió a descender con él en la mano, rozando distraídamente los barrotes de hierro del pasamanos. En el interior de aquel bastón había un estoque del mejor acero, tan afilado como una navaja de afeitar.

Se detuvo en el portal, para echar un vistazo prudente a uno y otro lado antes de aventurarse entre las sombras que cubrían la calle desierta. Bajó hasta la esquina de la calle Arenal, y consultó el reloj a la luz de una farola, junto al muro de ladrillo de la iglesia de San Ginés. Faltaban veinte minutos para la medianoche.

Caminó un poco. Apenas se veía a nadie en la calle. En vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, la gente había resuelto encerrarse en sus casas y sólo algún que otro noctámbulo se atrevía a circular por Madrid, que tenía el aspecto de una ciudad fantasma a la débil luz del alumbrado nocturno. Los soldados de la esquina de Postas dormían envueltos en mantas sobre la acera, junto a los fusiles montados en pabellón. Un centinela, con el rostro en sombra bajo la visera del ros, se llevó la mano a la gorra para responder al saludo de Jaime Astarloa. Frente a Correos, algunos guardias civiles vigilaban el edificio con la mano apoyada en la empuñadura del sable y la carabina al hombro. Una luna redonda y rojiza despuntaba sobre las negras siluetas de los tejados, al extremo de la Carrera de San Jerónimo.

Hubo suerte. Una berlina de alquiler se cruzó con el maestro de esgrima en la esquina de Alcalá, cuando ya desesperaba de encontrar un carruaje. El cochero iba de recogida y aceptó de mala gana al pasajero. Se acomodó don Jaime en el asiento y dio la dirección de Agapito Cárceles, una vieja casa próxima a la Puerta de Toledo. Conocía el lugar por pura casualidad, y se felicitó por ello. En una ocasión, Cárceles se había empeñado en invitar allí a toda la tertulia del Progreso para leerles el primero y segundo actos de un drama compuesto por él bajo el título: Todos a una o el pueblo soberano, una tormentosa composición en verso libre cuyas dos primeras páginas, de haberse representado alguna vez sobre un escenario, hubieran bastado para enviar al autor a pasar una larga temporada en cualquier presidio de África, sin que el hecho de que se tratase de un descarado plagio del Fuenteovejuna hubiese servido como atenuante.

Las sombrías callejuelas desfilaban, desiertas, al otro lado de la ventanilla del simón; en ellas sólo resonaban los cascos del caballo junto con algún chasquido del látigo del cochero. Jaime Astarloa meditaba sobre la conducta adecuada cuando se hallase frente a su amigo. Sin duda el periodista había encontrado en los documentos algo escandaloso, de lo que tal vez quisiera hacer uso particular. Eso no estaba dispuesto a tolerarlo, entre otras razones porque lo indignaba el abuso de confianza de que había sido objeto. Tranquilizándose un poco, pensó después que también cabía la posibilidad de que Agapito Cárceles no hubiese obrado de mala fe al llevarse el legajo; quizás tan sólo pretendiera hacer algunas comprobaciones con los documentos en la mano, consultando datos que tuviese archivados en casa. De todas formas, pronto iba a salir de dudas. El simón se había detenido y el cochero se inclinaba desde el pescante.

– Aquí es, señor. Calle de la Taberna.

Se trataba de un estrecho callejón sin salida, mal iluminado, que olía a suciedad y a vino rancio. Pidió don Jaime al cochero que aguardara media hora, pero éste se negó diciendo que ya era demasiado tarde. Pagó el maestro de esgrima y se alejó el carruaje. Entonces se adentró en el callejón, intentando reconocer la casa de su amigo.

Tardó algún tiempo en encontrarla. Lo logró gracias a que la recordaba en un patio interior al que se entraba por un arco. Una vez allí, buscó casi a tientas la escalera y subió hasta el último piso apoyándose en la barandilla, mientras escuchaba crujir los peldaños de madera bajo sus pies. Cuando se halló en la galería interior que discurría a lo largo de las cuatro paredes del patio, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno. Esperaba no haberse equivocado de puerta, porque de lo contrario tendría que perder tiempo en enojosas explicaciones; no eran horas para despertar a los vecinos. Llamó dos veces, tres golpes en cada ocasión, con la empuñadura del bastón.

Aguardó inútilmente. Volvió a llamar y acercó la oreja a la puerta esperando escuchar algo; pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. Descorazonado, pensó que tal vez Cárceles no estuviese allí. ¿Dónde podría encontrarse a aquellas horas? Titubeó, indeciso, y volvió después a llamar más fuerte, esta vez con el puño. Quizás el periodista durmiese profundamente. Escuchó de nuevo, sin resultado.

Retrocedió, apoyándose de espaldas en la barandilla de la galería. Aquello bloqueaba la situación hasta el día siguiente, lo que no era en absoluto alentador. Tenia que ver a Cárceles en el acto o, al menos, rescatar los documentos. Tras un momento de vacilación, decidió atribuirles el calificativo de robados. Porque era evidente que, fueran cuales fuesen sus motivos, lo que había cometido Cárceles en su casa era pura y simplemente un robo. Ese pensamiento lo enfureció.

Una idea le rondaba la cabeza desde hacía rato, y se halló luchando contra sus propios escrúpulos: violentar la puerta. Al fin y al cabo, ¿por qué no?… Cuando se llevó los papeles, el periodista habla obrado de modo censurable. El caso de Jaime Astarloa era distinto. Sólo pretendía recobrar lo que, en trágicas circunstancias, había terminado por ser suyo.

Se acercó otra vez a la puerta y volvió a llamar, ya sin esperanza. Al diablo los miramientos. En esa ocasión ya no aguardó respuesta, sino que palpó la cerradura, intentando comprobar su solidez. Encendió otro fósforo y la estudió detenidamente. No era cuestión de echarla abajo, porque aquello haría acudir a los vecinos. Por otra parte, la cerradura no parecía muy resistente. Era curioso, pero al inclinarse y pegar un ojo a ella, creyó distinguir la punta de la llave, como si estuviese puesta por dentro. Se irguió, intrigado, retorciéndose las manos con impaciencia. Después de todo, quizás Cárceles estuviese dentro. Tal vez, imaginando quién era su visitante, se negaba a abrir, para hacerle creer que no se hallaba en casa. Aquello no le gustó al maestro de esgrima, que sentía afianzarse por momentos su resolución. Le pagaría a Cárceles los desperfectos, pero estaba resuelto a entrar.

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