Arturo Pérez-Reverte - El maestro de esgrima

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Novela de aventuras pero también policiaca, de traiciones y maniobras políticas en el Madrid galdosiano de 1868, El maestro de esgrima es la historia de un mundo de tahúres y mercachifles mantenido a distancia por un florete honorable. Pero es, sobre todo, una inquietante parábola sobre el poder del dinero, la ambición política y la extinción de los valores de honradez y fidelidad en los finales del siglo XX.

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Ella lo miró con frialdad y puso en su conocimiento que utilizaba los servicios profesionales de un maestro de esgrima, y como tal habían de ser abonados. Después, dando por zanjado el asunto, se recogió el cabello sobre la nuca con un movimiento tan rápido como preciso, sujetándolo con el pasador.

Jaime Astarloa se puso la casaca y acompañó a su nueva cliente hasta el estudio. La doncella aguardaba en la escalera, pero Adela de Otero no parecía tener prisa en marcharse. Pidió un vaso de agua y se demoró un rato observando con descarada curiosidad los títulos de los libros alineados en los estantes.

– Daría mi mejor florete por saber quién fue su maestro de esgrima, señora de Otero.

– ¿Y cuál es su mejor florete? -preguntó ella sin volver la cabeza, mientras pasaba delicadamente un dedo por el lomo de unas Memorias de Talleyrand.

– Una hoja milanesa, forjada por D'Arcadi.

La joven frunció los labios como valorando, divertida, la cuestión.

– La oferta es tentadora, pero la rechazo. Si una mujer quiere conservar algo de su atractivo, es preciso que se rodee de un poquito de misterio. Limitémonos a considerar que el mío era un buen maestro.

– Lo he podido observar. Y usted resultó aventajada alumna.

– Gracias.

– Es la pura verdad. De todas formas, si me permite aventurar un juicio, me atreverla a jurar que era italiano. Algunos de sus movimientos son característicos de tan honorable escuela.

Adela de Otero se llevó dulcemente un dedo a los labios.

– Hablaremos de eso otro día, maestro -dijo en voz baja, con el tono de quien comparte un secreto. Miró a su alrededor e indicó el sofá con un gesto-. ¿Puedo sentarme? -Se lo ruego.

Se dejó caer sobre la gastada piel color tabaco con suave crujido de faldas. Jaime Astarloa permaneció en pie, sintiéndose vagamente incómodo. -¿Dónde se inició usted en la esgrima, maestro? El viejo profesor la miró, socarrón.

– Me encanta su desparpajo, señora mía. Se niega a ilustrarme sobre su joven vida, y acto seguido me interroga a mí… Eso no es justo. Ella le dedicó una seductora sonrisa.

– Nunca se es lo bastante injusta con los hombres, don Jaime. -Ésa es una respuesta cruel. -Y sincera.

El maestro de esgrima miró pensativo a la joven.

– Doña Adela -dijo al cabo de un instante, repentinamente serio, con una sencillez tan abrumadora que situaba sus palabras muy lejos de cualquier cortés fanfarronada-. Daría cualquier cosa por enviarle una tarjeta y mis padrinos al hombre que puso en sus labios tan amarga reflexión.

Ella lo miró, divertida al principio y gratamente sorprendida después, cuando pareció comprender que su interlocutor no bromeaba. Estuvo a punto de decir algo y se detuvo con los labios entreabiertos, complacida, como saboreando lo que acababa de escuchar.

– Ése es -dijo al cabo de un momento- el más galante requiebro que he oído en mi vida.

Jaime Astarloa se apoyó en el respaldo de un sillón. Tenla fruncido el ceño y reflexionaba, algo azorado. Lo cierto es que no había sido su intención parecer galante, limitándose a comentar en voz alta un sentimiento. Ahora temía haberse expresado de forma ridícula. A sus años.

Ella se dio cuenta del embarazo y, acudiendo en su ayuda, volvió con naturalidad al tema inicial de la conversación.

– Iba a contarme cómo se inició en la esgrima, maestro.

Sonrió don Jaime, agradecido, mientras imitaba con resignación el gesto de bajar la guardia.

– Cuando estaba en el Ejército. Ella lo miró con renovado interés. -¿Fue usted militar?

– Sí. Durante un breve período de mi vida.

– Debió de lucir una apuesta figura con uniforme. Todavía la tiene.

– Señora, le ruego que no tienda lazos a mi vanidad. Los viejos somos muy sensibles a ese tipo de cosas, especialmente cuando provienen de una linda joven, cuyo esposo, sin duda…

Dejó las palabras en el aire y permaneció al acecho, sin resultado. Adela de Otero se limitó a mirarlo como si aguardase a que concluyera la frase. Al cabo de un momento sacó un abanico del bolso y lo sostuvo entre los dedos, sin abrirlo. Cuando habló, la expresión de sus ojos se había endurecido.

– ¿Le parezco una linda joven?

El maestro de armas titubeó, confuso.

– Claro que sí -dijo después de un instante, con la mayor sencillez de que fue capaz. -¿Es así como me definiría ante sus amigos, en el casino? ¿Una linda joven? Se enderezó Jaime Astarloa como si hubiera recibido un insulto.

– Señora de Otero: creo mi deber comunicarle que ni frecuento el casino, ni tengo amigos. Y considero oportuno añadir que, en el improbable caso de que se diesen ambas circunstancias, jamás cometería la bajeza de pronunciar allí el nombre de una dama.

Ella lo miró largamente, como si calculase la sinceridad de sus palabras.

– De todas formas -añadió don Jaime- hace un momento usted ha calificado de apuesta mi figura, y no me ofendí. Tampoco le pregunté si me definiría así entre sus amigas, a la hora del té.

La joven rió de buena gana, y Jaime Astarloa terminó por hacer lo mismo. El abanico se deslizó hasta la alfombra, y se apresuró a recogerlo el maestro de esgrima. Lo devolvió, todavía con una rodilla en el suelo, y en aquel momento sus rostros quedaron a sólo unas pulgadas de distancia uno del otro.

– Ni tengo amigas ni tomo el té -dijo ella, y don Jaime contempló a placer los ojos violeta, que nunca antes había visto tan de cerca-. ¿Tuvo usted amigos alguna vez? Quiero decir amigos de verdad, gente en cuyas manos hubiera confiado su vida…

Se incorporó despacio. Responder a aquella pregunta no exigía ningún esfuerzo de la memoria.

– Una vez; pero no se trataba exactamente de amistad. Tuve el honor de pasar varios años junto al maestro Lucien de Montespan. Él me enseñó cuanto sé.

Adela de Otero repitió el nombre en voz baja; era evidente que le resultaba desconocido. Sonrió Jaime Astarloa.

– Por supuesto, usted es demasiado joven… -miró un momento al vacío y luego a ella-. Era el mejor. Nadie, en su tiempo, logró superarlo -meditó un momento su propia afirmación-. Absolutamente nadie.

– ¿Ejerció usted en Francia?

– Sí. Once años como maestro de armas. Regresé a España mediado el siglo, en mil ochocientos cincuenta.

Los ojos de color violeta lo miraron con fijeza, como si su propietaria experimentase cierta mórbida satisfacción sacando a la luz las nostalgias del viejo maestro de esgrima.

– Tal vez añoraba su país. Sé lo que es eso.

Jaime Astarloa tardó en responder. Se daba perfecta cuenta de que aquella joven lo estaba forzando a hablar de sí mismo, hábito al que no se inclinaba demasiado su naturaleza. Sin embargo, de Adela de Otero emanaba una extraña atracción que lo invitaba, dulce y peligrosamente, a confiarse cada vez más.

– Algo de ello hubo, sí-dijo al fin, rindiéndose a la magia de su interlocutora-. Pero en realidad se trataba de algo más… complejo. En cierto modo podría definirse como una fuga.

– ¿Fuga? No parece usted de los que huyen.

Sonrió inquieto don Jaime. Sentía aflorar tibiamente los recuerdos, y eso era más de lo que deseaba concederle a Adela de Otero.

– Hablaba en sentido figurado -pareció recapacitar-. Bueno, quizás no tanto. Después de todo, es posible que se tratase de una fuga en regla.

Ella se mordió el labio inferior, interesada.

– Tiene que contarme eso, maestro.

– Quizás más adelante, señora mía. Es posible que más adelante… En realidad, no es una historia que me haga feliz rememorar -se detuvo, como si acabase de recordar algo-. Y se equivoca usted cuando dice que no parezco de los que huyen; todos huimos alguna vez. Incluso yo.

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