Manuel Montalbán - O César o nada

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Tras la aparición de sus ensayos literarios, reunidos bajo el título de La literatura en la construcción de la ciudad democrática (Crítica), simultáneamente, el padre del más popular de los detectives españoles de ficción incide en O César o nada en otra novela de género: la histórica. Tiene también sus reglas y limitaciones y permite suponer en el que la emprende un amplio conocimiento histórico del período elegido. No se trata, en este caso, de la España de la inmediata postguerra (que sería también ya novela histórica y que Vázquez Montalbán utilizó en otras producciones marginales a la serie de Carvalho). En esta ocasión, la empresa hubo de resultarle mucho más difícil y compleja, porque se trata de narrar las intrigas de una Roma renacentista dominada por la familia valenciana de los Borgia. Los personajes que protagonizan la historia son complejos héroes que hemos conocido a través de la historia, la literatura y el arte.
Ninguno de los pecados de la época están ausentes: la simonía (la compra del papado por parte de Rodrigo Borja), los crímenes de estado, las traiciones reales y el incesto atribuido a Lucrecia Borgia («conseguiría ser a la vez hija, esposa y nuera de su padre, según consta en los libelos de la estatua de Pasquino»). Permanece incólume el valor que los Borgia atribuyen a los lazos familiares. Vázquez Montalbán, en la intimidad, les hace hablar a ratos en valenciano. Reproduce también poemas en italiano y abundantes citas latinas clásicas y bíblicas. La corte se lamenta de la invasión de los `catalanes`. Pero bajo el rico anecdotario que imprime interés a la narración subyacen conceptos políticos básicos: la ciudad-estado frente al Estado, el papel temporal del Papado, la necesidad de una Reforma que culminará, tras la muerte de César, en uno de sus descendientes, quien seguirá las huellas de San Ignacio de Loyola.

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Nunca ha podido decirle que no al emperador. Ni siquiera cuando le pidió que estudiara matemáticas, ciencias y astronomía para luego transferirle por la noche lo que había aprendido durante el día, con la ayuda de Alonso de Santa Cruz, tenaz y receloso: ¿para qué necesitará el emperador la astronomía? Acatamiento en Borja cuando acepta un ensimismado cabalgar junto al carruaje del catafalco, cuando no dormita en el interior de la calesa donde viaja su mujer. Ella contempla los paisajes sucesivos y pasa de malos a peores humores sucesivos.

– Los días y los paisajes se suceden y no entiendo esta aventura, Francesc.

– Es una orden del emperador.

– Como cuando te ordenó que estudiaras matemáticas o ciencias cosmológicas para que luego se las explicaras por la noche. Como si fueras su ayo. ¿Por qué nunca discutes una orden del emperador? O, al menos, ¿por qué no le razonas alguna alternativa?

– ¿Por qué? No sé.

– Siempre me da la impresión de que te estás haciendo perdonar algo.

– ¿Perdonar?

Más melancólico que meditativo, Borja sonríe.

– Tal vez me esté haciendo perdonar el lado oscuro de mi familia.

Heredamos luces y sombras.

Se ha detenido el cortejo y cuatro portadores se acercan al furgón que porta el ataúd, pero algo los paraliza a dos metros de distancia, algo que les lleva las manos a las narices, a la arcada y al vómito de todas las leches. Ha de bajar agresivo del caballo Borja para forzarlos:

– ¿Qué esperáis? ¿Os asusta la muerte?

Obedecen los portadores, pero en los ojos de Borja puntillea la incertidumbre, como en los de su mujer y en los demás acompañantes del féretro el pánico. Depositado finalmente sobre un catafalco, todos los rostros se vuelven a Francesc para que cumpla el rito del reconocimiento. Avanza aplomadamente hasta el ataúd, pero allí recibe el puñetazo del efluvio del cadáver encerrado y le cuesta avanzar, como si luchara contra un tornado. Utiliza toda la entereza que le queda para levantar la pesada tapa del ataúd y ante sus ojos aparece el cuerpo podrido, la cara descompuesta, rota la piel por los hocicos de los gusanos que tratan de salir a la luz. Baja la cabeza Borja y vuelve a cerrar el féretro. Controla un temblor que le sube desde los pies y no escucha la pregunta de uno de los nobles:

– ¿Queda certificado que era el cuerpo de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

No contesta Borja, paralizado, ni parece tampoco oír la pregunta renovada:

– ¿Certifica que ese féretro contiene los restos mortales de la muy noble emperatriz Isabel de Portugal?

Mira estupefacto Borja al que le demanda testimonio, a su mujer alarmada ante su bloqueo, a los que esperan su pronunciamiento.

– ¿Certificar yo que ese despojo…?

Francesc de Borja no entiende lo que han dicho sus propios labios y los demás dan un paso atrás, conmovidos por el espectáculo de la angustia de un hombre con la conducta rota, cuyos ojos buscan a alguien que le libere de la sensación de haberse perdido. Es la misma angustia que traslada días después al emperador en persona, obseso cojo gotoso que reza convulsamente el rosario y hace planes de futuro.

– Cuando me retire, Francisco, quiero que pongan mi lecho debajo de donde reposen los restos de mi querida esposa y desde el lecho quiero ver un oficio fúnebre cada día, cada día quiero recordar que existe la muerte. Me han dicho que te conmovió mucho la visión del cuerpo de la emperatriz.

– He venido para rogarle que me permita volver a Gandía. Todavía me siento conmocionado por la vi sión del cadáver. Todavía me siento ligado al juramento que le hice a mi esposa: jamás quiero servir a señor que pueda morir.

– ¿Vas a dejar de servirme a mí? ¿Quieres desertar de la causa de la cristiandad? ¿Qué sería de la cristiandad sin nosotros? Tengo para ti una misión de altura. Necesito un virrey de Cataluña de confianza, que me vigile lo que queda de la nobleza catalana. Tú hablas su lengua, pero eres de los míos. Quiero que desarmes a todo el mundo, a los nobles, a los comerciantes y a los burgueses de Barcelona, pero sobre todo a los bandoleros.

– De niño viví la revuelta de la Germanía en Valencia y tuve que huir con mi familia.

Supe desde entonces las consecuencias del desorden movido por los resentidos sociales y lo peligroso que es perder la jerarquía natural de las cosas. Recuerdo como si las hubiera visto las car nes troceadas del revoltoso Vicente Peris.

– Viviste en tus propias carnes el ejemplo del afán del cambio nefasto, del cambio incontrolado y dirigido contra el poder que viene de Dios. Antes de que en Cataluña burgueses, comerciantes y pequeña nobleza se alíen con los bandoleros, o saquen provecho del desorden de los bandoleros, hay que ir a por todos. He proclamado una pragmática en ese sentido, en catalán, para que me entiendan. Ahora necesito que tú apliques tu buena mano izquierda y tu dura mano derecha.

Nada más llegar juras sus leyes y cumples las mías.

Deja la palabra el emperador a un escribano que informa a Borja de disposiciones menores, la residencia en la casa del Arcediano, junto a la catedral, el sistema de comunicaciones para estar siempre en contacto con el emperador. Borja trata de hablar, pero de nuevo Carlos le tapia las palabras.

– Castilla es el eje de la monarquía, pero no puede descuidar sus lejanías.

– Hasta que no muera mi padre no seré duque de Gandía y me temo que nobles tan altaneros y suspicaces como los catalanes, el duque de Cardona, por ejemplo, el único grande de España catalán, no acepten estar bajo mi mando.

– Tú eres un grande de España, y si todavía no lo eres, representas al emperador, y esos nobles catalanes deben enterarse de que la Corona de España es una.

– ¿Y si no me hacen caso?

– A los nobles los arrestas y a los bandoleros, si no son nobles, los ahorcas.

La sombra de seis ahorcados, y hacia los cuerpos colgados alza su rostro Francesc de Borja. Contempla con satisfacción su obra y con satisfacción escribirá luego al emperador en la soledad iluminada de su despacho:

Al cabo yo ahorqué a seis de los más famosos bandidos, pero carezco de los medios económicos y humanos prometidos para la pacificación de Cataluña según los deseos que su majestad imperial quiso transmitirme. Tuve que hacer frente al duque de Cardona, que me negó obediencia, y puse en arresto domiciliario al conde de Modica, que osó amenazarme con su espada.

Me muevo como un perseguidor a pesar de las limitaciones de mi cuerpo demasiado barrigudo y de mis tempranos achaques por mi incontinencia en el comer y en el beber. Otra preocupación que me asalta es la vigilancia de fronteras, porque los franceses entran en el Rosellón como si fuera de ellos, y tampoco el pueblo catalán manifiesta demasiados entusiasmos hacia la Corona de Castilla. Más fáciles de conformar son los burgueses y los comerciantes, que trabajan pacíficamente y desde el buen entendimiento con las razones de Castilla. Su majestad debe saber que me siento su cazador en este virreinato y que no soy otra cosa que el cazador de todos cuantos molesten a mi emperador. Hay malestar en Perpiñán, donde los cónsules del pueblo se han levantado contra el capitán general de la plaza, "Frances" de Beaumont, y debo ir en persona, como su majestad imperial me encareció, para reinstaurar el orden. He cumplido las órdenes de estimular la producción naval de las Atarazanas, de cara a la protección de costas y a la expedición programada contra el moro en Argel.

Todos los encargos del emperador se han cumplido y aguardo los venideros, respetando la sabia norma que me dictó su majestad: Cataluña necesita más el castigo que el perdón.

Hay cansancio en el abotargado rostro del virrey Borja cuando regresa a la habitación conyugal, y antes contempla el dormir de sus ocho hijos y de su mujer. Descarga su torturadora aerofagia por boca y ano y luego se arrodilla en el reclinatorio y reza con fruición, nutritivamente, como si su alma tuviera hambre de oración. Se remueve en duermevela Leonor y cuando percibe la presencia orante de su marido salta de la cama y ocupa el reclinatorio contiguo. Rezan con las manos unidas y ya en el lecho se miran los cilicios que llevan en las piernas con alegría interior que abrillanta los ojos de Francesc y con el ceño con el que Leonor suele contemplar todo cuanto ve, sea bueno o malo.

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