Ken Follet - El tercer gemelo

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Ayer acabé otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonación de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, allá por los años setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitrés años después de que se llevaran a cabo algo hará que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven científica está desarrollando una investigación sobre la formación de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente idénticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigación al precio que sea.
¿Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonación en seres humanos sin ser ellos conscientes? ¿Y de qué forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jeannie supo que había llegado al pequeño vestíbulo, aunque no podía ver nada excepto nubes de humo. La escalera debía de estar delante. Cruzó el vestíbulo y chocó con la máquina de Coca-Cola. ¿La escalera quedaba a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, supuso. Avanzó en esa dirección, entonces topó con la puerta del vestuario de los hombres y comprendió que había optado por la dirección equivocada.

Ya no podía contener la respiración por más tiempo. Aspiró aire con un gemido. Tragaba mas humo que oxígeno y eso la hizo toser convulsivamente. Retrocedió tambaleándose a lo largo de la pared, agitada dolorosamente por los accesos de tos, con las fosas nasales ardiendo y los ojos llenos de lágrimas, casi incapaz de verse las manos aunque se las pusiera delante de las narices. Con todo su ser anhelando una bocanada de aire a la que durante veintinueve años no había dado importancia. Siguió por la pared hasta la máquina de Coca-Cola y la rodeó. Comprendió que había encontrado la escalera en el momento en que tropezó con el primer peldaño. Se le escapó la raqueta de la mano y la perdió de vista.

Era una raqueta especial -con ella había ganado el Mayfair Lites Challenge-, pero la dejó abandonada y gateó escaleras arriba a cuatro patas.

Al llegar al espacioso vestíbulo de la planta baja comprobó que gran parte del humo se había disipado súbitamente. Vio las puertas del edificio, abiertas de par en par. Un guardia de seguridad estaba en la entrada, por la parte exterior; le hacía señas y le gritaba:

– ¡Venga!

Sin dejar de toser, medio ahogada, Jeannie cruzó el vestíbulo dando traspiés y salió al bendito aire libre.

Permaneció en la escalinata dos o tres minutos, doblada sobre sí misma, aspirando bocanadas de aire y expulsando el humo de sus pulmones. Cuando por fin la respiración alcanzó la normalidad oyó la sirena de un vehículo de emergencia que ululaba a lo lejos. Volvió la cabeza y buscó a Lisa con la mirada, pero no la localizó por parte alguna.

Seguramente ya habría salido. Estremecida todavía, Jeannie avanzó entre la muchedumbre, escudriñando los rostros. Ahora que se encontraban fuera de peligro, todo el mundo emitía risas nerviosas. Casi todos los estudiantes iban más o menos desnudos, por lo que reinaba una atmósfera curiosamente íntima. Las chicas que se las habían arreglado para salvar sus bolsas prestaban prendas de ropa a las compañeras menos afortunadas. Mujeres desnudas agradecían las sucias y sudadas camisetas que les dejaban sus amigas. Varias personas se cubrían sólo con toallas.

Lisa no estaba entre la multitud. Dominada por una creciente angustia, Jeannie volvió hasta el guardia de seguridad de la puerta.

– Temo que mi amiga pueda haberse quedado ahí dentro -dijo. Captó la vibración del miedo que matizaba su propia voz.

– No seré yo quien entre a buscarla -dijo el guardia rápidamente.

– Un hombre valiente -saltó Jeannie.

No estaba segura de haber deseado que lo hiciera, pero tampoco esperaba que aquel individuo fuera tan completamente inútil.

Apareció el resentimiento en la expresión del guardia.

– Ese trabajo les corresponde a ellos -señaló el coche de bomberos que se acercaba por la carretera.

Jeannie empezaba a temer de veras por la vida de Lisa, pero no sabía qué hacer. Observó, saturada de impotencia, a los bomberos, que se apeaban del vehículo y se ponían las máscaras respiratorias.

Le pareció que se movían tan despacio que le entraron ganas de sacudirlos y gritarles: «¡Rápido! ¡Rápido!». Llegó otro coche de bomberos y después un vehículo de la policía con la banda azul y plata del Departamento de Policía de Baltimore.

Mientras los bomberos arrastraban la manguera hacia el interior del edificio, un oficial abordó e interrogó al guardia del vestíbulo:

– ¿Dónde cree que empezó?

– En el vestuario de mujeres -le contestó el guardia.

– ¿Y dónde está eso, exactamente?

– En el sótano, al fondo.

– ¿Cuántas salidas tiene el sótano?

– Sólo una, la escalera que sube hasta el vestíbulo principal, que está ahí mismo.

Un empleado de mantenimiento que andaba por allí cerca le contradijo:

– Hay una escalerilla en la sala de máquinas de la piscina. Da a una trampilla de acceso situada en la parte trasera del edificio.

Jeannie captó la atención del oficial de bomberos.

– Creo que es posible que una persona este aún ahí dentro -dijo.

– ¿Hombre o mujer?

– Mujer. Veinticuatro años, rubia, baja de estatura.

– Si está ahí, la encontraremos.

Jeannie se tranquilizó durante un momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no habían prometido encontrarla viva.

Al individuo de seguridad que estuvo en el vestuario no se le veía por parte alguna. Jeannie se dirigió al jefe de bomberos:

– Hay otro guardia de seguridad en el edificio. No lo veo por ninguna parte. Un hombre alto.

– El único guardia de seguridad del edificio soy yo. No hay ningún otro -intervino el guardia del vestíbulo.

– Bueno, el que yo digo llevaba una gorra con la palabra SEGURIDAD escrita en ella y ordenaba a la gente que evacuara el edificio.

– Me importa un rábano lo que llevase escrito en la gorra…

– ¡Oh, vamos, por el amor de Dios, deje de discutir! -saltó Jeannie-. ¡Tal vez me lo imaginé, pero si no es así, su vida puede estar en peligro!

Cerca de ellos, escuchándoles, había una muchacha con las vueltas del pantalón caqui arremangadas.

– Yo vi a ese tipo, un guarro asqueroso -dijo-. Me metió mano.

– Tranquilas -aconsejó el jefe de bomberos-, los encontraremos a todos. Gracias por su colaboración.

Se alejó.

Jeannie fulminó con la mirada al guardia del vestíbulo. Se daba cuenta de que el oficial de bomberos no le había hecho a ella demasiado caso porque había gritado al guardia. Se retiró, contrariada.

¿Qué iba a hacer ahora? Los hombres del servicio contra incendios entraban en el gimnasio con sus cascos y sus botazas. Ella iba descalza y se cubría con una camiseta de manga corta. Si intentaba entrar allí, la echarían inmediatamente. Apretó los puños con fuerza, consternada. «¡Piensa, piensa! ¿En qué otro sitio puede estar Lisa?»

El gimnasio se encontraba contiguo al edificio de Psicología Ruth W. Acorn, bautizado así en honor de la esposa de un benefactor, pero al que todo el personal llamaba la Loquería. ¿Era posible que Lisa se hubiese refugiado allí? Quizás estuviesen cerradas las puertas los domingos, pero también era probable que Lisa tuviera llave. Cabía la posibilidad de que se hubiese apresurado a entrar allí en busca de una bata de laboratorio con la que cubrirse o simplemente para sentarse a su mesa en tanto se recuperaba. Jeannie decidió ir a comprobarlo. Cualquier cosa era mejor que seguir allí de pie, cruzada de brazos.

Atravesó en cuatro zancadas el césped, hacia la entrada principal de la Loquería y echó un vistazo a través de los cristales de la puerta. No había nadie en el vestíbulo. Se sacó del bolsillo la tarjeta de plástico que hacía las veces de llave y la introdujo en la ranura del lector de tarjetas. Se abrió la puerta. Corrió hacia la escalera, al tiempo que llamaba:

– ¡Lisa! ¿Estás ahí?

El laboratorio se encontraba desierto. La silla de Lisa cuidadosamente colocada debajo del escritorio y la pantalla del ordenador apagada. Jeannie fue a echar una mirada en los servicios de mujeres, en el fondo del pasillo. Nada.

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