Ken Follet - El tercer gemelo

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Ayer acabé otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonación de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, allá por los años setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitrés años después de que se llevaran a cabo algo hará que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven científica está desarrollando una investigación sobre la formación de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente idénticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigación al precio que sea.
¿Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonación en seres humanos sin ser ellos conscientes? ¿Y de qué forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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– ¿Jesús! -estalló Berrington.

«La víctima lo señaló en la rueda de reconocimiento, de modo que estoy segura de que la prueba de ADN confirmará que se trata del violador. Le ruego transmita esta información a cuantos miembros de la universidad considere usted oportuno. Gracias.»

– ¡No! -exclamo Berrington. Se dejó caer pesadamente en una silla. Repitió, en tono más bajo-: No.

Luego rompió a llorar.

Se levantó al cabo de un momento, todavía llorando, y cerró la puerta del estudio por temor a que la doncella apareciese por allí. Después regresó al escritorio y enterró la cabeza entre las manos.

Permaneció así un buen rato.

Cuando por fin suspendió el llanto, tomó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria.

– Que no responda el contestador automático, por favor, Dios mío -dijo en voz alta, mientras escuchaba la señal.

– ¡Diga! -sonó la voz de un joven.

– Soy yo -dijo Berrington.

– ¡Hombre! ¿Cómo estás?

– Desolado.

– ¡Oh! -el tono era de culpabilidad.

Si Berrington albergaba alguna duda, aquella nota la barrió definitivamente.

– Cuéntame.

– No trates de quedarte conmigo, por favor. Hablo del domingo por la noche.

El joven suspiró.

– Vale.

– Maldito estúpido. Fuiste al campus, ¿verdad? Lo… -Se dio cuenta de que por teléfono no debía hablar más de la cuenta-. Volviste a las andadas.

– Lo siento…

– ¡Lo sientes!

– ¿Cómo lo supiste?

– Al principio no se me ocurrió sospechar de ti… pensé que habías abandonado la ciudad. Luego arrestaron a alguien que tiene la misma apariencia que tú.

– ¡Vaya! Eso significa que estoy…

– Fuera del anzuelo.

– ¡Anda! ¡Qué potra! Escucha…

– ¿Qué?

– No irás a decir nada, ¿eh? A la policía o a alguien.

– No, no diré una palabra -dijo Berrington, abatido-. Puedes confiar en mí.

MARTES

15

La ciudad de Richmond tenía un aire de perdido esplendor, y Jeannie pensó que los padres de Dennis Pinker estaban perfectamente a tono con él. Charlotte Pinker, pecosa pelirroja embutida en un susurrante vestido de seda, conservaba el aura de una gran dama de Virginia, a pesar de que vivía en una casa de madera levantada en un solar de reducidas dimensiones. Confesó cincuenta y cinco años, pero Jeannie sospechó que andaba muy cerca de los sesenta.

Su esposo, al que siempre se refería llamándole «el comandante», sería aproximadamente de la misma edad, pero se ataviaba con cierto descuido y tenía el aire parsimonioso del hombre que lleva mucho tiempo jubilado. Dirigió un guiño pícaro a Jeannie y Lisa, al tiempo que ofrecía:

– ¿No os apetecería un cóctel, muchachas?

Su esposa tenía un refinado acento del sur y hablaba en un tono un poco alto, como si estuviese dirigiendo continuamente la palabra a los asistentes a un mitin.

– ¡Por el amor de Dios, comandante, son las diez de la mañana!

El comandante se encogió de hombros.

– Sólo pretendía que esta reunión empezase con buen pie.

– Esto no es ninguna reunión… estas damas están aquí para estudiarnos. Han venido porque nuestro hijo es un asesino.

Jeannie observó que había dicho «nuestro hijo»; pero eso no significaba gran cosa. Aún podía ser un hijo adoptado. Anhelaba desesperadamente hacer preguntas acerca de la ascendencia de Dennis Pinker. Si los Pinker reconocían que el chico era adoptado, quedaría resuelta la mitad del rompecabezas. Pero Jeannie tenía que andar con ojo. Era una cuestión delicada. Si formulaba las preguntas con excesiva brusquedad, era más que probable que le mintieran.

Se obligó a esperar la llegada del momento oportuno.

Estaba también sobre ascuas respecto a la apariencia física de Dennis. ¿Sería o no sería el doble de Steve Logan? Miró con impaciencia las fotos colocadas en marcos baratos y distribuidas por la pequeña sala de estar. Todas se habían tomado años atrás. El pequeño Dennis en un cochecito infantil, pedaleando en un triciclo, vestido con equipo de béisbol y estrechando la mano a Mickey Mouse en Disneylandia. No había ningún retrato suyo en el que se le viera de adulto. Sin duda los padres querían recordar al niño inocente, antes de que se convirtiera en un asesino convicto. En consecuencia, Jeannie no se enteró de nada a través de las fotos. Aquel chaval rubio de doce años puede que ahora tuviese exactamente el mismo aspecto que Steve Logan, pero igualmente podía haberse desarrollado como un chico feo, achaparrado y moreno.

Charlotte y el comandante habían rellenado previamente diversos cuestionarios y ahora se trataba de entrevistarlos personalmente a cada uno de ellos durante cosa de una hora.

Lisa se llevo al comandante a la cocina y Jeannie se encargó de interrogar a Charlotte.

A Jeannie le costaba concentrarse en las preguntas de rutina. Su mente vagaba de continuo hacia la idea de que Steve se encontraba en la cárcel. Seguía pareciéndole imposible de creer que fuese un violador. Y no sólo porque eso echaría a perder su hipótesis. Le caía bien el muchacho: era inteligente y simpático, y parecía buen chico. También tenía su lado vulnerable: la perplejidad y angustia que le produjo la noticia de que tenía un hermano psicópata le hizo a Jeannie desear echarle los brazos al cuello y consolarle.

Cuando Jeannie preguntó a Charlotte si algún otro miembro de su familia había tenido conflictos con la ley, Charlotte le lanzo una mirada altanera y respondió, arrastrando las sílabas:

– Los hombres de mi familia siempre han sido terriblemente violentos. -Respiró expulsando el aire por las fosas nasales como si lanzase llamaradas-. Soy una Marlowe por nacimiento, y somos una familia que nos hierve la sangre.

Lo cual sugería que Dennis no era adoptado ni tampoco que su adopción no estuviese reconocida. Jeannie disimuló su decepción. ¿Iba a negar Charlotte que Dennis pudiera tener un hermano gemelo?

Era una pregunta de obligada formalidad. Jeannie dijo:

– Señora Pinker, ¿existe alguna posibilidad de que Dennis tenga un hermano gemelo?

– No.

La respuesta fue tajante: ni indignación ni jactancia, sólo exposición de un hecho.

– Está usted segura…

Charlotte se echó a reír.

– Querida mía, ¿eso es algo en lo que difícilmente podría equivocarse una madre!

– Decididamente no es un niño adoptado.

– Llevé a ese chico en mi vientre, y que Dios me perdone.

A Jeannie se le cayó el alma a los pies. Charlotte Pinker podía mentir con la misma facilidad que Lorraine Logan, consideró Jeannie, pero, con todo, no dejaba de ser extraño y preocupante que ambas coincidiesen en negar que sus hijos fueran gemelos.

Al despedirse de los Pinker se sentía pesimista. Albergaba la impresión de que cuando conociese personalmente a Dennis se encontraría con que no guardaba ninguna semejanza física con Steve.

Tenían aparcado en la calle el Ford Aspire que alquilaron. Era un día caluroso. Jeannie llevaba un vestido sin mangas, sobre el que se había puesto una chaqueta para que le confiriese un aire de respetabilidad. El aire acondicionado del Ford expulsó aire tibio. Jeannie se quitó los pantis y colgó la chaqueta en la percha del asiento trasero.

Se puso al volante. Cuando salieron a la autopista v tomaron la dirección de la cárcel, Lisa comentó:

– Realmente me inquieta pensar que señalé en la rueda al individuo que no era.

– También a mí -dijo Jeannie-. Pero sé que no lo hubieras hecho de no tener una certeza absoluta.

– ¿Cómo puedes estar tan segura de que me equivoco?

– No estoy segura de nada. Sólo tengo un acusado presentimiento acerca de Steve Logan.

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