Ken Follet - El tercer gemelo

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Ayer acabé otra novela de Ken Follet de las que tengo por casa pendientes.
El tercer gemelo habla sobre el tema de la clonación de seres humanos. Una empresa pionera en estas investigaciones decide, allá por los años setenta, lanzar sus pruebas a los seres humanos pero sin advertir a los afectados.
Veintitrés años después de que se llevaran a cabo algo hará que se descubra todo el pastel, gracias a una profesora que trabaja para esa empresa sin saber el fin real de sus estudios.
“Una joven científica está desarrollando una investigación sobre la formación de la personalidad y las diferencias de comportamiento entre gemelos. De pronto, cuando descubre dos gemelos absolutamente idénticos nacidos de madres distintas, se da cuenta de que alguien intenta frenar su investigación al precio que sea.
¿Es posible que se hayan hecho experimentos secretos de clonación en seres humanos sin ser ellos conscientes? ¿Y de qué forma puede estar involucrado un candidato a la presidencia de los Estados Unidos?”

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– Tienes razón.

– ¿Y por qué tenía Lenny que quedar impune, sólo porque lleva uniforme? Los policías deberían dar ejemplo, precisamente por su posición de privilegio.

– Cuando las ranas críen pelo.

– Esa es una de las cosas por las que quiero ser abogado. Para impedir que esta clase de mierda siga ocurriendo. ¿Tienes tu algún héroe, alguien a quién te gustaría parecerte, ser como él?

– Casanova, quizás.

– Ralph Nader. Es abogado. Ese es mi personaje modelo. Se enfrentó a las empresas más poderosas de Estados Unidos… ¡Venció!

Ricky se echó a reír, pasó los brazos en torno a los hombros de Steve y ambos entraron en su cuarto.

– Mi primo el idealista.

– Ah, rayos.

– ¿Quieres un poco de café?

– Claro.

El cuarto de Ricky era pequeño y estaba amueblado a base de trastos viejos. Sólo tenía una cama, un escritorio destartalado, un sofá hundido y un televisor enorme. En la pared, el cartel de un desnudo con los nombres de todos los huesos del esqueleto humano, desde los parietales de la cabeza hasta las falanges distales de los dedos de los pies. Había aire acondicionado, pero al parecer no estaba en marcha.

Steve se sentó en el sofá.

– ¿Qué tal tu cita?

– No tan ardiente como se anunciaba. -Ricky puso agua en la cafetera-. Melissa es mona, sí, pero yo no estaría en casa tan temprano si estuviese tan loquita por mí como se me había hecho creer. Y tú, ¿qué tal?

– Anduve por el campus de la Jones Falls. Hay bastante clase por allí. También encontré a una chica. -Se animó al recordarlo-. La vi jugar al tenis. Era una chica impresionante… alta, fuerte, un rato bien formada. Tenía un servicio que era como el disparo de un jodido lanzagranadas, te lo juro.

– Es la primera vez que oigo que alguien se cuelga por una chica por su forma de jugar al tenis -sonrió Ricky-. ¿Es guapa de cara?

– Bueno, tiene un rostro enérgico de verdad. -Steve podía verla en aquel momento-. Ojos castaño oscuro, cejas negras, masa de pelo moreno… y aquel primoroso arito de plata que le perforaba la aleta izquierda de la nariz.

– No bromeas. Algo extraordinario, ¿eh?

– Tú lo has dicho.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. -La sonrisa de Steve era triste-. Pasó por mi lado me mandó a hacer gárgaras, sin alterar el paso. Es probable que no vuelva a verla en la vida.

Ricky sirvió café.

– Quizás eso sea lo mejor… Sales en serio con una chica, ¿no?

– Algo así. -Steve se había sentido un poco culpable al verse tan atraído por la jugadora de tenis-. Se llama Celine. Estudiamos juntos.

Steve iba a la universidad en Washington, D.C.

– ¿Te has acostado con ella?

– No.

– ¿Por qué no?

– Creo que no he llegado a ese nivel de compromiso.

Ricky pareció sorprenderse.

– Ese es un idioma que no se hablar. ¿Tienes que considerarte comprometido con una chavala antes de follártela?

Steve se sintió violento.

– Eso es lo que pienso, ya lo sabes.

– ¿Siempre has pensado así?

– No. Cuando estaba en el instituto llegaba hasta donde las chicas me permitían llegar, era como una especie de competición o algo por el estilo. Hacía lo mío con cualquier chica bonita que se quitara las bragas… pero eso era entonces, ahora es ahora, y ya no soy ningún mocoso. Creo.

– ¿Cuántos años tienes?, ¿veintidós?

– Exacto.

– Yo tengo veinticinco y sospecho que no soy tan maduro como tú.

Steve detectó cierta nota de resentimiento.

– ¡Eh, nada de críticas! ¿Vale?

– Está bien. -Ricky no parecía ofendido en absoluto-. Así, ¿qué hiciste después de que te mandara a paseo?

– Me fui a un bar de Charles Village y me tome un par de cervezas con una hamburguesa.

– Eso me recuerda que… tengo hambre. ¿Quieres comer algo?

– ¿Qué tienes?

Ricky abrió una alacena.

– ¿Boo Berry, Rice Krispies o Count Chocula?

– Ah, chico, Count Chocula suena de maravilla.

Ricky puso tazones y leche encima de la mesa y ambos hicieron los honores al «banquetazo».

Al terminar, limpiaron los tazones de cereales y se dispusieron a acostarse. Steve se tendió en el sofá, en calzoncillos: hacia demasiado calor para echarse encima una manta. Ricky se quedó con la cama. Antes de irse a dormir, preguntó a Steve:

– Entonces, ¿qué vas a hacer en Jones Falls?

– Me han pedido que participe en un estudio. He de someterme a pruebas psicológicas y todo eso.

– ¿Por qué tú precisamente?

– No lo sé. Dijeron que yo era un caso especial y que me lo explicarían todo cuando estuviese allí.

– ¿Qué te indujo a aceptar? Parece algo así como una pérdida de tiempo.

Steve tenía una razón especial, pero no iba a contársela a Ricky. En su respuesta sólo hubo una parte de verdad.

– Curiosidad, supongo. Quiero decir, ¿tú nunca te haces preguntas acerca de ti mismo? Como ¿qué clase de persona soy y qué quiero hacer en la vida?

– Quiero ser un cirujano de primera y ganar un millón de pavos al año haciendo implantes de pecho. Supongo que soy un alma sencilla.

– ¿Y no te preguntas el porqué de todo eso?

Ricky se echó a reír.

– No, Steve, no. Pero tú sí. Siempre has sido un pensador. Incluso cuando éramos chavales solías darle vueltas y vueltas en la cabeza al asunto de Dios y todo eso.

Era cierto. Alrededor de los trece años de edad, Steve pasó por una fase de religiosidad. Visitó varias iglesias distintas, una sinagoga y una mezquita, e interrogó a una serie de confundidos clérigos acerca de sus creencias. El asunto dejó perplejos a sus padres, ambos despreocupados agnósticos.

– Pero siempre has sido un poco raro -continuó Ricky-. No he conocido a nadie que sacara unas notas tan altas en los exámenes del instituto sin ni siquiera romper a sudar.

Eso también era verdad. Steve asimilaba las lecciones con rapidez y alcanzaba los primeros puestos de la clase sin esforzarse nada, salvo cuando los otros chicos empezaban a tomarle el pelo y el cometía errores deliberadamente para hacerse notar menos.

Pero existía otro motivo que justificaba la curiosidad hacia su propia psicología. Ricky lo ignoraba. En el colegio nadie conocía ese motivo. Sólo los padres de Steve lo conocían.

Steve casi había matado a una persona.

Contaba entonces quince años, ya era bastante alto, aunque delgado. Era el capitán del equipo de baloncesto. Aquel año, el Instituto Hillsfield alcanzó las semifinales del campeonato de la ciudad. Jugaban contra un equipo de adolescentes callejeros, que no reparaban en brusquedades, de una escuela de los barrios bajos de Washington. El jugador encargado de marcar a Steve, y viceversa, era un chico llamado Tip Hendricks que se pasó todo el partido haciéndole personales. Tip era bueno, pero empleaba sus habilidades preferentemente para hacer trampas. Y cada vez que lo hacía, le dedicaba una sonrisa, como diciéndole: «¡Has vuelto a picar, imbécil!», lo cual puso furioso a Steve. Con todo eso, jugó muy mal, su equipo perdió y se volatilizaron todas las posibilidades de seguir optando al trofeo.

Para colmo de mala suerte, Steve se tropezó con Tip en el aparcamiento donde los autobuses esperaban a los equipos para trasladarlos de vuelta a sus escuelas. La fatalidad quiso que uno de los conductores estuviese cambiando una rueda y tuviese la caja de herramientas abierta en el suelo.

Steve hizo como si no viera a Tip, pero este arrojó hacia Steve la colilla de su cigarrillo, que fue a aterrizar en la cazadora que llevaba.

Aquella maldita cazadora significaba mucho para Steve. La había comprado el día anterior, con los ahorros conseguidos trabajando los sábados en un McDonald's. Era una cazadora preciosa, de cuero suave, color mantequilla, y ahora lucía una marca de quemadura en la parte derecha de la pechera, donde era imposible no verla. Había quedado inservible. De modo que Steve le sacudió.

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