Robin Cook - Cromosoma 6
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Raymond tragó saliva con dificultad.
– Hablaré con él.
Cogió el supletorio que estaba detrás del sofá e, intentando que su voz sonara autoritaria dijo:
– Hola.
– Hola, doctor -respondió Franco-. Si no hubiera estado en casa, me habría llevado una gran decepción.
– Estaba a punto de meterme en cama. Es algo tarde para recibir visitas.
– Le pido disculpas por la hora. Pero a Angelo Facciolo y a mí nos gustaría enseñarle algo.
– ¿Por qué no lo dejamos para mañana?, entre las nueve y las diez, por ejemplo.
– No puede esperar -dijo Franco-. Venga, doctor. No nos complique las cosas. Vinnie Dominick nos ha ordenado expresamente que vengamos para que usted conozca los detalles del último trabajo. -Raymond buscó desesperadamente una excusa para no bajar, pero con el dolor de cabeza que tenía, no se le ocurrió nada-. Sólo le robaré dos minutos de su tiempo -insistió Franco.
– Estoy muy cansado. Me temo que…
– Eh, un momento, doctor. Insisto en que baje o lo sentirá mucho. Espero que esté claro.
– De acuerdo -dijo Raymond reconociendo lo inevitable.
No era tan ingenuo como para pensar que Vinnie Dominick y sus hombres amenazaban en vano-. Un momento.
Abrió el armario del pasillo y descolgó su abrigo. Darlene estaba atónita.
– ¿Vas a salir? -preguntó.
– No tengo otra alternativa-respondió él-. Supongo que debería alegrarme de que no quieran subir.
Mientras bajaba en el ascensor, procuró tranquilizarse, aunque era difícil, pues el dolor de cabeza se había intensificado. Aquella visita inesperada y no deseada era la clase de imprevisto que no le dejaba vivir.
No tenía idea de qué pretendían enseñarle, aunque suponía que estaría relacionado con Cindy Carlson.
– Buenas noches, doctor -dijo Franco cuando apareció Raymond-. Lamento molestarle.
– Vayamos al grano -dijo Raymond fingiendo una seguridad que no sentía.
– Todo será breve e indoloro. Confíe en mí. Si no le importa… -Señaló hacia la calle, donde habían dejado el Ford.
Angelo estaba apoyado contra el maletero del coche, fumando un cigarrillo.
Raymond siguió a Franco hasta el coche. Angelo se incorporó y se hizo a un lado.
– Queremos que eche un vistazo al maletero -dijo Franco.
Cogió las llaves del coche y lo abrió-. Acérquese para ver mejor. La luz no es muy buena.
Raymond pasó entre el Ford y el coche que estaba aparcado detrás y se colocó a escasos centímetros de la puerta del maletero mientras Franco la levantaba. Un segundo después, Raymond creyó que iba a darle un paro cardíaco. En el preciso instante en que vio la siniestra silueta de Cindy Carlson acurrucada en el maletero hubo un fogonazo de luz. Raymond se tambaleó hacia atrás. La visión de la cara de porcelana de la joven obesa le produjo náuseas y al mismo tiempo se sintió mareado por el fogonazo de luz, que, como comprendió de inmediato, era el flash de una cámara Polaroid.
Franco cerró el maletero y se restregó las manos.
– ¿Qué tal la foto? -preguntó a Angelo.
– Hay que esperar un minuto -respondió el susodicho cogiendo el borde de la fotografía a medida que salía de la cámara.
– Sólo será un segundo -dijo Franco a Raymond. Este dejó escapar un gemido involuntario mientras miraba alrededor con nerviosismo. Le horrorizaba la posibilidad de que alguien más hubiera visto el cadáver.
– Ha salido bien -dijo Angelo. Le entregó la fotografía a Franco, que hizo un gesto de asentimiento y se la enseñó a Raymond.
– Yo diría que es su mejor perfil -comentó Franco.
Raymond tragó saliva. La fotografía mostraba con claridad su expresión de terror, así como la imagen de la muchacha muerta.
Franco se metió la fotografía en el bolsillo.
– Bien, ya está, doctor. Le dije que no le robaríamos mucho tiempo.
– ¿Por qué han hecho esto? -preguntó Raymond con un hilo de voz.
– Fue idea de Vinnie. Pensó que era conveniente tener un recuerdo del favor que le ha hecho, por si acaso.
– ¿Por si acaso qué?
Franco abrió las manos.
– Nunca se sabe.
Franco y Angelo subieron al coche. Raymond subió a la acera. Se quedó mirando el vehículo hasta que éste giró en la esquina y desapareció de la vista.
– ¡Dios mío! -murmuró Raymond. Se volvió y echó a andar con piernas temblorosas hacia la puerta de su casa. Cada vez que resolvía un problema, se le presentaba otro.
– -
La ducha resucitó a Jack. Puesto que esta vez Laurie no le había prohibido ir en bicicleta, decidió hacerlo. Pedaleó hacia el sur a buen ritmo. Teniendo en cuenta las malas experiencias que había tenido en el parque el año anterior, siguió por Central Park West hasta Columbus Circle. A partir de allí, cogió la calle Cincuenta y nueve hasta Park Avenue.
A aquella hora de la noche, la avenida era un sueño, y siguió por ella hasta la calle de Laurie. Amarró la bicicleta con su colección de cadenas y candados y se dirigió a la puerta del edificio de Laurie.
Antes de llamar al timbre, se tomó unos instantes para pensar en la mejor forma de comportarse y lo que debía decir.
Laurie lo recibió en la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Antes de que Jack pudiera pronunciar una sola palabra, la chica le rodeó el cuello con el brazo libre y lo abrazó.
En la otra mano, equilibraba una copa de vino.
– Vaya -dijo dando un paso atrás y miró el lamentable estado del pelo corto de Jack-. Me olvidé de mencionar el tema de la bici. No me digas que has venido en ella. -Jack se encogió de hombros con aire culpable-. Bueno, al menos has llegado sano y salvo -añadió Laurie.
Le bajó la cremallera de la cazadora de piel y se la quitó.
Jack vio a Lou sentado en el sofá con una sonrisa que rivalizaba con la del gato de Cheshire.
Laurie cogió el brazo de Jack y tiró de él hacia el salón.
– ¿Qué quieres primero, la sorpresa o la cena? -preguntó.
– Primero la sorpresa -respondió él.
– Estupendo -dijo Lou. Saltó del sofá y se acercó a la tele.
Laurie guió a Jack al sitio que acababa de dejar libre Lou.
– ¿Una copa de vino?
Jack asintió con un gesto. Estaba perplejo. No había ningún anillo a la vista y Lou estudiaba con atención el mando a distancia del vídeo. Laurie desapareció en la cocina, pero regresó de inmediato con una copa para Jack.
– No sé cómo va esto -protestó Lou-. En mi casa, la encargada del vídeo es mi hija.
Laurie cogió el mando a distancia y le explicó que primero tenía que encender la tele. Jack bebió un sorbo de vino. Era mucho mejor que el que él había llevado la noche anterior.
Laurie y Lou se sentaron junto a él en el sofá. Jack miró a uno y a otro, pero no le hicieron el menor caso. Miraban fijamente la pantalla.
– ¿Cuál es la sorpresa? -preguntó Jack.
– Espera y verás -respondió Laurie señalando la pantalla, que por el momento sólo mostraba nieve.
Más intrigado que nunca, Jack clavó la mirada en la pantalla. De repente se oyó una melodía y apareció el logotipo de la CNN, seguido por la imagen de un hombre rechoncho saliendo de un restaurante de Manhattan, que Jack reconoció como el Positano. El hombre estaba rodeado por un grupo de gente.
– ¿Pongo el sonido? -preguntó Laurie.
– No, no es necesario -respondió Lou.
Jack miró la secuencia. Cuando ésta hubo terminado, se giró hacia Laurie y Lou. Ambos sonreían con alegría.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jack-. ¿Cuánto vino habéis bebido?
– ¿Sabes qué es lo que acabas de ver? -inquirió Laurie.
– Yo diría que ha sido un asesinato -respondió Jack.
– Es Carlo Franconi -dijo ella-. Después de ver esta escena, ¿no te recuerda nada?
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