Robin Cook - Cromosoma 6

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Sus rasgos angulosos acentuaban la redondez de su cara moteada por alguna que otra espinilla. Tenía el pelo liso, peinado con raya al medio.

– ¿Se parece a Maria Provolone? -preguntó Angelo para devolver la burla.

– Muy gracioso -respondió Franco. Abrió la portezuela y bajó del coche-. Perdón -dijo con la mayor dulzura posible.

Fumaba como un carretero desde los ocho años y en consecuencia su voz sonaba áspera y ronca-. ¿No serás tú, por casualidad, la famosa Cindy Carlson?

– Es posible -respondió la adolescente-. ¿Y usted quién es?

Se había detenido al pie del camino que conducía a su casa.

El perro levantó la pata junto al poste de la cancela.

– Somos agentes de policía -dijo Franco. Levantó la placa y la luz de la farola de la calle destelló sobre la superficie brillante-. Estamos investigando a varios jovencitos de la zona y nos han dicho que tú podrías ayudarnos.

– ¿De veras? -preguntó Cindy.

– Claro. Por favor, acércate para que mi colega pueda hablar contigo.

Cindy miró a un lado y otro de la calle, aunque hacía cinco minutos que no pasaba un coche. Cruzó, tirando de su perro que olfateaba insistentemente el tronco de un olmo.

Franco le dejó paso para que Cindy Carlson pudiera inclinarse para mirar a Angelo, que estaba sentado en el asiento delantero. Antes de que pronunciara una sola palabra, Franco la empujó de cabeza dentro del coche. Cindy gritó, pero Angelo le tapó rápidamente la boca y la inmovilizó. franco le arrancó la correa de la mano y ahuyentó al perro. Luego se apretujó en el asiento delantero, empujando a Cindy contra Angelo. Puso el coche en marcha y se alejaron.

– -

Laurie se había sorprendido a sí misma. Tras recibir la cinta de vídeo del asesinato de Franconi, había conseguido volver a concentrarse en el papeleo. Había trabajado con eficacia y avanzado notablemente en su tarea. Ahora había una gratificante pila de carpetas terminadas en el extremo de su escritorio.

Cogió la última bandeja de preparados histológicos y se dispuso a trabajar en el último caso, que complementaría con el material y los informes que obraban en su poder.

Cuando examinaba la primera muestra al microscopio, oyó un golpe en la puerta. Era Lou Soldano.

– ¿Qué haces aquí tan tarde? -preguntó Lou. Se dejó caer pesadamente en una silla junto al escritorio de Laurie. No se tomó la molestia de quitarse la gabardina ni el sombrero, que llevaba encajado sobre la coronilla.

Laurie miró su reloj.

– ¡Dios! -exclamó-. He perdido la noción del tiempo.

– Te llamé a tu casa cuando llegaba al puente de Queens.

Al comprobar que no estabas, decidí pasarme por aquí. Tenía el pálpito de que seguirías al pie del cañón. ¿Sabes?, trabajas demasiado.

– Quien fue a hablar -repuso Laurie con sarcasmo-. Mírate. ¿Cuándo has dormido por última vez? Y no me refiero a una siesta sentado al escritorio.

– Hablemos de cosas más agradables -sugirió Lou-. ¿Qué tal si salimos a comer un bocado? Tengo que pasar otra hora en la jefatura para dictar un informe y luego me encantaría ir a algún sitio. Los críos están con su tía, que Dios la bendiga.

¿Te apetecería comer pasta?

– ¿Crees que estás en condiciones de salir? -preguntó Laurie.

Las oscuras ojeras de Lou se tocaban con las arrugas de su sonrisa. El rastrojo de la barba era algo más que la sombra típica de las cinco de la tarde. Laurie calculó que llevaba al menos dos días sin afeitarse.

– Tengo que comer -repuso-. ¿Piensas seguir trabajando mucho rato?

– Estoy con el último caso -dijo Laurie-. Quizá otra media hora.

– Tú también tienes que comer.

– ¿Habéis hecho algún progreso en el caso Franconi? -preguntó ella.

Lou dejó escapar un resuello de irritación.

– Ojalá. El problema con estos atentados de la mafia es que si no actúas con rapidez el rastro se desvanece de inmediato.

No hemos conseguido ninguna pista importante.

– Lo siento -dijo Laurie.

– Gracias. ¿Y tú? ¿Tienes alguna idea sobre cómo pudo desaparecer el cadáver de Franconi?

– Ese rastro también se ha desvanecido. Calvin me riñó por interrogar al asistente del turno de noche, y lo único que hice fue hablar con el tío. Me temo que la administración prefiere que el incidente se olvide.

– Así que Jack tenía razón cuando te sugirió que lo dejaras.

– Probablemente -admitió Laurie de mala gana-. Pero no se lo digas.

– Ojalá el alcalde demostrara la misma falta de interés -murmuró Lou-. Demonios, puede que me degraden por culpa de este asunto.

– Sí que he tenido una idea dijo ella-. Una de las funerarias que recogió un cadáver la noche de la desaparición de Franconi se llama Spoletto. Está en Ozone Park. Por alguna razón, el nombre me sonaba. Entonces recordé que allí asesinaron a un joven mafioso en la época de Cerino. ¿Crees que es una coincidencia que retiraran un cuerpo de allí esa misma noche?

– Sí -aseguró Lou-, y te diré por qué. Después de tantos años de luchar contra el crimen organizado en Queens, conozco bien esa funeraria. Hay una conexión indirecta e inocente por matrimonio entre la funeraria Spoletto y la mafia de Nueva York. Pero es con la familia equivocada: con los Lucia, no con los Vaccaro, que mataron a Franconi.

– Bueno -dijo Laurie-, sólo era una idea.

– Eh, la pregunta tenía sentido -admitió Lou-. Tu memoria siempre me impresiona. No estoy seguro de que yo hubiera podido hacer la asociación. Bueno, ¿y qué me dices de la cena?

– Con la cara de cansado que tienes, ¿por qué no vienes a comer unos espaguetis a mi casa?

Ambos eran íntimos amigos. Después de que los involucraran en el caso Cerino, cinco años antes, habían tenido un pequeño escarceo amoroso, pero la relación no había prosperado y ambos habían decidido que era mejor ser amigos.

Desde entonces cenaban juntos una vez cada dos semanas aproximadamente.

– ¿No te importa? -preguntó Lou. La idea de tenderse en el sofá de Laurie le parecía el paraíso.

– En absoluto. En realidad, lo prefiero. Tengo salsa preparada en el congelador y varios ingredientes para la ensalada.

– Genial. Yo compraré un Chianti de camino. Te daré un toque cuando salga de la jefatura.

– Perfecto.

Cuando Lou se marchó, Laurie volvió a la muestra. Pero la visita del policía había roto su concentración y le había recordado el caso Franconi. Además, estaba cansada de mirar por el microscopio. Se echó hacia atrás y se restregó los ojos.

– A la mierda con todo -murmuró. Suspiró y miró el techo lleno de telarañas. Cada vez que se preguntaba cómo habían sacado el cuerpo de Franconi del depósito, volvía a angustiarse. También se sentía culpable por no poder ayudar a Lou.

Laurie se puso en pie, cogió su abrigo, cerró el maletín y salió del despacho. Sin embargo, no salió del depósito. En cambio, bajó a hacer otra visita a la oficina del depósito. No hacía más que dar vueltas en la cabeza a una pregunta que había olvidado hacer a Marvin Fletcher, el asistente del turno de tarde.

Encontró a Marvin ante el escritorio, rellenando los formularios correspondientes a las recogidas de esa tarde. Marvin era uno de los compañeros de trabajo favoritos de Laurie. Antes del trágico asesinato de Bruce Pomowski durante el caso Cerino, había estado en el turno de día. Después del incidente lo habían pasado a la tarde. En rigor, había sido un ascenso, porque el asistente del turno de la tarde tenía mucha responsabilidad.

– Hola, Laurie, ¿qué cuentas? -dijo Marvin al verla.

Marvin era un afroamericano con la piel más perfecta que Laurie hubiera visto en su vida. Brillaba como si una luz la iluminara desde el interior.

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