Robin Cook - Cromosoma 6
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– Comparto tu opinión -dijo Melanie-. Hoy mismo me he pasado el día preparando a dos hembras bonobos nuevas para la recolección de óvulos. No pienso seguir adelante hasta que sepamos si esta idea aparentemente absurda sobre posibles protohumanos tiene algún fundamento o no.
– No ser fácil descubrirlo -repuso Kevin-. Para comprobarlo, alguien tendría que ir a la isla. El problema es que sólo hay dos personas que pueden autorizar una visita: Bertram Edwards y Siegfried Spallek. Yo ya he hablado con Bertram, y aunque le comenté lo del humo, me dejó bien claro que no se permite el acceso de ninguna persona a la isla, con la excepción del pigmeo que lleva la comida suplementaria.
– ¿Le explicaste por qué estabas preocupado? -preguntó Melanie.
– No de manera explícita. Pero él lo sabe; estoy seguro. Sin embargo, le restó importancia. El problema es que él y Siegfried han conseguido que los incluyeran en el plan de incentivos. En consecuencia se asegurarán de que nada amenace sus beneficios. Me temo que son lo bastante corruptos para no preocuparse por lo que ocurre en la isla. Y, además de su corruptibilidad, tenemos que tener en cuenta la sociopatía de Siegfried.
– ¿Tan terrible es? -preguntó Candace-. He oído rumores.
– Pues multiplica por diez lo que hayas oído -respondió Melanie-. Está como una regadera. Para darte un ejemplo, ejecutó a unos desgraciados ecuatoguineanos porque los pilló cazando furtivamente en la Zona, que es su coto privado.
– ¿Los mató él personalmente? -preguntó Candace impresionada y asqueada.
– El mismo no -respondió Melanie-. Los hizo juzgar por un tribunal improvisado, aquí en Cogo. Luego un pelotón de soldados ecuatoguineanos los ejecutó en el campo de fútbol.
– Y para colmo -añadió Kevin-, usa los cráneos de esos hombres para guardar los utensilios de su escritorio.
– Comienzo a arrepentirme de haber hecho esa pregunta -dijo Candace, estremeciéndose.
– ¿Y qué hay del doctor Lyons? -preguntó Melanie.
Kevin rió.
– Olvídate de él. Es aún más corrupto que Bertram. Esta operación es obra suya. También a él intenté hablarle del humo, pero fue incluso menos receptivo. Dijo que todo era fruto de mi imaginación. Con franqueza, no me fío de él, aunque debo reconocer que ha sido generoso con los incentivos y las acciones. Es lo bastante listo para darle una buena tajada a todas las personas involucradas en el proyecto, muy en particular a Bertram y a Siegfried.
– Entonces sólo quedamos nosotros -dijo Melanie-. Descubramos si esto es fruto de tu imaginación o no. ¿Qué os parece si los tres nos hacemos una escapada a la isla Francesca?
– Bromeas -dijo Kevin-. Sin autorización, es un delito castigado con la pena de muerte.
– Lo es para los habitantes locales -replicó Melanie-. No pueden aplicarnos esa ley a nosotros. En nuestro caso, Siegfried tendrá que responder ante GenSys.
– Bertram prohibió específicamente las visitas -insistió él-. Propuse ir solo y me dijo que no.
– Bien, ¿y qué? -dijo Melanie-. Se enfurecerá, pero ¿qué va a hacer? ¿Despedirnos? Yo llevo aquí mucho tiempo, así que no sería tan terrible. Además, no pueden seguir adelante sin ti. Es la pura verdad.
– ¿Creéis que podría ser peligroso? -preguntó Candace.
– Los bonobos son seres pacíficos -respondió Melanie-.
Mucho más que los chimpancés. Y los chimpancés no son peligrosos a menos que los ataques.
– ¿Y qué me dices del hombre que mataron?
– Eso fue durante el proceso de recogida de ejemplares -explicó Kevin-. Tienen que acercarse a ellos para dispararles dardos. Además era la cuarta recogida.
– Lo único que pretendemos es mirar -aseguró Melanie.
– Muy bien, ¿y cómo llegamos allí? -preguntó Candace.
– En coche, supongo -respondió Melanie-. Así se trasladan cuando van a llevar o retirar ejemplares. Debe de haber algún puente.
– Hay una carretera que bordea la costa al oeste -dijo Kevin-. Está asfaltada hasta la aldea de los nativos y luego se convierte en un camino de tierra. Por ahí fui a visitar la isla antes de que empezáramos el programa. A lo largo de un trecho de unos treinta metros, la isla y el continente están separados sólo por un canal de diez metros de ancho. En aquel entonces había un puente de alambre que se extendía entre dos árboles de caoba.
– Tal vez veamos a los animales sin necesidad de cruzar -dijo Melanie.
– Vosotras no le tenéis miedo a nada-señaló Kevin.
– No creas -replicó Melanie-. Pero no veo que corramos el menor riesgo por conducir hasta allí para echar un vistazo, cuando sepamos con qué nos enfrentamos, podremos tomar una decisión sobre nuestras acciones futuras.
– ¿Cuándo queréis hacerlo? -preguntó él.
– Yo propongo que lo hagamos ahora mismo -respondió
Melanie consultando su reloj de pulsera-. No hay un momento mejor. El noventa por ciento de la población de la ciudad está en el bar de la costa, chapoteando en la piscina o sudando a chorros en el polideportivo.
Kevin suspiró. Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se dio por vencido.
– ¿Qué coche llevamos? -preguntó.
– El tuyo -respondió Melanie sin vacilar-. El mío no tiene tracción en las cuatro ruedas.
Mientras los tres bajaban por las escaleras y cruzaban la superficie alquitranada del aparcamiento, Kevin tuvo la apremiante sensación de que estaban cometiendo un error.
Pero ante la determinación de las mujeres, no se atrevió a expresar sus ideas en voz alta.
En la salida este de la ciudad pasaron junto a las pistas de tenis del polideportivo que estaban atestadas de jugadores.
Entre la humedad y el calor, los jugadores se veían tan empapados como si hubieran saltado a la piscina con sus prendas de deporte puestas.
Kevin conducía, Melanie iba sentada junto a él, en el asiento delantero, y Candace en el trasero. Las ventanillas estaban abiertas, pues la temperatura rondaba los cuarenta grados. A sus espaldas, el sol se ocultaba y reaparecía alternativamente entre las nubes que cubrían el horizonte. Pasado el campo de fútbol, la vegetación se cerraba sobre la carretera. Pájaros de vivos colores entraban y salían de las densas sombras. Grandes insectos se estrellaban contra el parabrisas, como pilotos kamikaze en miniatura.
– La selva parece muy densa -dijo Candace, que nunca había viajado al este de la ciudad.
– No sabes cuánto -repuso Kevin. Poco después de su llegada, había hecho varias excursiones por la zona, pero con la profusión de lianas y enredaderas resultaba imposible avanzar si uno no llevaba un machete consigo.
– Acaba de ocurrírseme una idea sobre el asunto de la agresividad -dijo Melanie-. La pasividad de la sociedad bonobo suele atribuirse a su carácter matriarcal. Dado que nosotros tenemos una mayor demanda de dobles machos, tenemos una población básicamente masculina. Debe de haber mucha competencia por las pocas hembras del grupo.
– Suena razonable -admitió Kevin, preguntándose por qué Bertram no había pensado en ello.
– Por lo que decís, es el sitio ideal para mí -bromeó Candace-. Puede que en mis próximas vacaciones decida visitar la isla Francesca.
– Podemos ir juntas -dijo Melanie sonriendo.
Se cruzaron con varios ecuatoguineanos que regresaban a la aldea desde Cogo, después de su jornada laboral. La mayoría de las mujeres llevaban vasijas y paquetes sobre la cabeza. Casi todos los hombres iban con las manos vacías.
– Esta es una cultura extraña-observó Melanie-. Las mujeres se ocupan de casi todo el trabajo: cultivan los alimentos, llevan el agua, crían a los niños, cocinan, hacen las tareas domésticas.
– ¿Y qué hacen los hombres? -preguntó Candace.
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