Robin Cook - Cromosoma 6

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– Por casualidad, ¿tuvo ocasión de ver el cadáver de Franconi?

Mike vaciló un momento antes de reconocer que lo había hecho.

– ¿En qué circunstancias?

– Por lo general, antes de empezar mi turno, Marvin, el técnico de la tarde, me pone al corriente de la situación. Estaba algo nervioso con el caso Franconi, por la presencia de la policía y por la reacción de la familia. Bueno, la cuestión es que me enseñó el cuerpo.

– Y cuando lo vio, ¿estaba en el compartimiento ciento once?

– Sí.

– Dígame, Mike, ¿cómo cree que desapareció el cadáver?

– No tengo la más remota idea-repuso Mike-. A menos que haya salido andando. -Rió, pero enseguida se detuvo, avergonzado-. No pretendo bromear con este asunto. Estoy tan desconcertado como todos. Lo único que sé es que de aquí sólo salieron dos cuerpos, los mismos cuya salida registré yo personalmente.

– ¿Y no volvió a ver a Franconi después de que Marvin se lo enseñara?

– Claro que no -respondió Mike-. ¿Para qué iba a hacerlo?

– No lo sé -respondió Laurie-. Por casualidad, ¿sabe dónde están los conductores de los furgones?

– Arriba, en el comedor. Siempre están allí.

Laurie y Jack subieron al ascensor. Mientras subían, ella notó que a él se le cerraban los ojos.

– Pareces cansado -comentó.

– Normal. Lo estoy -respondió Jack.

– ¿Por qué no te vas a casa?

– Si me he quedado hasta ahora, creo que seguiré hasta el final.

La brillante luz de los fluorescentes del comedor los deslumbró. Encontraron a Jeff y a Pete sentados ante una mesa junto a las máquinas expendedoras, leyendo el periódico mientras comían patatas fritas. Vestían arrugados monos azules con el distintivo de Health and Hospital Corporation en las mangas. Ambos llevaban el cabello recogido en sendas coletas.

Laurie se presentó, explicó que estaba interesada en el cuerpo desaparecido y preguntó si la noche anterior alguno de los dos había notado algo fuera de lo común, sobre todo en relación con los dos cadáveres que habían ingresado.

Jeff y Pete intercambiaron una mirada, luego el segundo respondió:

– El mío estaba hecho un asco -dijo Pete.

– No me refiero a los cuerpos en sí -explicó Laurie-.

Quiero saber si hubo algo raro en el procedimiento. ¿Visteis a algún desconocido en el depósito? ¿Notasteis algo fuera de lo normal?

Pete miró a Jeff una vez más y negó con la cabeza.

– No. Todo fue como de costumbre.

– ¿Recordais en qué compartimiento dejasteis el cuerpo? -preguntó Laurie.

Pete se rascó la cabeza.

– Pues, la verdad, no.

– ¿Estaba cerca del ciento once?

Pete volvió a negar con la cabeza.

– No. Estaba al otro lado. Creo que fue el cincuenta y cinco, pero no lo recuerdo con seguridad. Está escrito en el libro.

Laurie se volvió hacia Jeff.

– El cadáver que traje yo entró en el veintiocho -repuso Jeff-. Lo recuerdo porque coincide con mi edad.

– ¿Alguno de los dos vio el cuerpo de Franconi? -preguntó Laurie.

Los conductores volvieron a intercambiar una mirada.

– Sí -respondió Jeff.

– ¿A qué hora?

– Más o menos a esta misma hora -contestó Jeff.

– ¿Y en qué circunstancias? -preguntó ella-. Porque vosotros no soléis ver los cuerpos que no transportáis.

– Cuando Mike nos contó lo ocurrido, quisimos verlo por curiosidad. Pero no tocamos nada.

– Fue un segundo -añadió Pete-. Abrimos la puerta y echamos un vistazo rápido.

– ¿Mike estaba con vosotros? -inquirió Laurie.

– No- dijo Pete-. El sólo nos dio el número del compartimiento.

– ¿El doctor Washington ha hablado con vosotros sobre lo de anoche?

– Sí, y también el señor Harper -respondió Jeff.

– ¿Le contasteis al doctor Washington que habíais visto el cadáver?

– No -dijo Jeff.

– ¿Por qué no?

– Porque no lo preguntó. Sabemos que, en teoría, no tendríamos que haberlo visto. Pero con tanto jaleo, nos picó la curiosidad.

– Quizá deberíais comentarlo con el doctor Washington -sugirió Laurie-. Para que esté informado.

Laurie dio media vuelta y se dirigió hacia el ascensor. Jack la siguió.

– ¿Qué opinas? -preguntó ella.

– A medida que avanza la noche, se me hace más difícil pensar con claridad. Pero yo no daría ninguna importancia al hecho de que esos dos hayan mirado el cuerpo.

– Sin embargo, Mike no lo mencionó.

– Es cierto -admitió Jack-. Pero todos sabían que estaban desobedeciendo las normas. Es normal que en una situación así no sean completamente sinceros.

– Puede que sólo sea eso.

– ¿Y adónde vamos ahora? -preguntó Jack mientras subían al ascensor.

– Me he quedado sin ideas.

– Gracias a Dios -repuso él.

– ¿Crees que debería preguntarle a Mike por qué no nos dijo que los conductores habían visto a Franconi?

– Tal vez, pero me parece que estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo Jack-. Con franqueza, creo que lo hicieron movidos por una curiosidad inofensiva.

– Entonces larguémonos -propuso ella-. Yo también tengo sueño.

CAPITULO 5

5 de marzo de 1997, 10.15 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Kevin reemplazó los tubos con cultivos de tejidos en el incubador y cerró la puerta. Estaba trabajando desde antes del amanecer. Su objetivo era encontrar una transponasa para manipular un gen de histocompatibilidad menor del cromosoma Y. Llevaba un mes de intentos infructuosos, a pesar de que aplicaba la misma técnica que le había permitido descubrir y aislar la transponasa asociada con el brazo corto del cromosoma 6.

Kevin solía llegar al laboratorio alrededor de las ocho y media, pero esa mañana se había despertado a las cuatro y no había podido volver a conciliar el sueño. Después de dar vueltas en la cama durante tres cuartos de hora, había decidido aprovechar el tiempo en algo productivo. Había llegado al laboratorio a las cinco, cuando aún reinaba la más absoluta oscuridad.

Lo que le impedía dormir era su conciencia. La idea obsesiva de que había cometido un error prometeico había recrudecido con fuerza. Aunque la sugerencia del doctor Lyons sobre la posibilidad de montar su propio laboratorio lo había tranquilizado en su momento, el efecto no duró. Con el laboratorio de sus sueños o sin él, no podía acallar la sospecha de que algo horrible estaba sucediendo en la isla Francesca.

Los sentimientos de Kevin no se debían a que hubiera vuelto a ver humo. No lo había visto, aunque al despuntar el alba, evitó deliberadamente mirar por la ventana en dirección a la isla.

Kevin sabía que no podía continuar así. Decidió que la conducta más racional era comprobar si sus temores eran fundados. Y la mejor forma de hacerlo era hablar con alguien involucrado en el proyecto, alguien que pudiera arrojar alguna luz sobre el motivo de su preocupación. Pero Kevin se sentía incómodo con la mayoría de los trabajadores de la Zona. Nunca había sido una persona sociable, y mucho menos en Cogo, donde era el único académico. Sin embargo, había una persona con quien se entendía mejor, sobre todo porque admiraba su trabajo. Era Bertram Edwards, el jefe de los veterinarios.

Movido por un súbito impulso, Kevin se quitó la bata, la dejó sobre la silla y se dirigió a la salida. Tras cruzar la planta baja, salió al calor húmedo del aparcamiento situado detrás del hospital. La atmósfera estaba despejada, con cúmulos de nubes blancas y abultadas en el cielo. También acechaban algunas nubes de lluvia, pero estaban al otro lado del océano, al oeste del horizonte. Si llovía, no sería antes de la tarde.

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