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Arturo Pérez-Reverte: La Tabla De Flandes

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Arturo Pérez-Reverte La Tabla De Flandes

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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos después, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un excéntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma. La investigación les conducirá a través de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego irán abriendo las puertas de un misterio que acabará por envolver a todos sus protagonistas. La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, música, literatura, historia, lógica matemática- que Arturo Pérez- Reverte encaja con diabólica destreza.

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– Quedan dos meses para la subasta -dijo, ignorando a Max-. Es un margen demasiado justo, si tengo que eliminar el barniz, descubrir la inscripción y barnizar de nuevo… -meditó sobre ello-. Además, reunir documentación sobre el cuadro y los personajes y redactar un informe va a llevarme tiempo. Convendría tener pronto ese permiso del propietario.

Asintió Menchu. Su frivolidad no se extendía al ámbito profesional, donde se movía con la sagacidad de una rata sabia. En aquella transacción actuaba como intermediaria, pues el dueño del Van Huys desconocía los mecanismos del mercado. Era ella quien negociaba la subasta con la sucursal en Madrid de la casa Claymore.

– Lo telefonearé hoy mismo. Se llama don Manuel, tiene setenta años, y le encanta tratar con una chica guapa, como él dice, que tanto sabe de negocios.

Había algo más, apuntó Julia. Si la inscripción descubierta se relacionaba con la historia de los personajes retratados, Claymore jugaría con eso, aumentando el precio de salida. Quizá Menchu pudiera conseguir más documentación útil.

– No gran cosa -la galerista fruncía la boca, haciendo memoria-. Todo te lo di con el cuadro, así que búscate la vida, hija. A tu aire.

Julia abrió el bolso y se entretuvo más tiempo del necesario para encontrar el paquete de tabaco. Por fin sacó despacio un cigarrillo y miró a su amiga.

– Podríamos consultar con Álvaro.

Menchu enarcó las cejas. Petrificada se quedaba, anunció en el acto, cual mujer de Noé, o de Lot, o de quien fuera aquel idiota que se aburría en Sodoma. O salidificada; o como se dijera o dijese.

– Así que ya me contarás -la voz le enronquecía de expectación; olfateaba emociones fuertes-. Porque Álvaro y tú…

Dejó la frase en el aire con gesto de súbita y exagerada pesadumbre, como cada vez que se refería a problemas de los demás, a quienes le gustaba considerar indefensos en materia sentimental. Julia sostuvo su mirada, imperturbable.

– Es el mejor historiador de arte que conocemos -se limitó a decir-. Y eso nada tiene que ver conmigo, sino con el cuadro.

Menchu puso cara de reflexionar gravemente y después movió la cabeza de arriba abajo. Era asunto de Julia, claro. Asunto íntimo, tipo querido diario y cosas así. Pero en su lugar, ella se abstendría. In dubio pro reo , como aseguraba el pedante de César, la vieja clueca. ¿O era in pluvio ?

– Te aseguro que de Álvaro estoy curada.

– Hay dolencias, guapita, que no se curan nunca. Y un año no es nada. Tango.

Julia no pudo evitar una mueca burlona dirigida hacia sí misma. Hacía un año que Álvaro y ella habían concluido una larga relación, y la galerista estaba al corriente. La propia Menchu dictó en alguna ocasión, sin proponérselo, la sentencia final que explicaba el nudo del asunto. Algo por el estilo de que en última instancia, hija, un hombre casado suele terminar pronunciándose a favor de su legítima. Porque los trienios acumulados entre lavar calzoncillos y parir terminan decidiendo la batalla: «Y es que ellos son así -concluía Menchu con la nariz pegada a la rayita blanca, entre aspiración y aspiración-: asquerosamente leales, en el fondo. Snif. Los hijoputas».

Julia exhaló una densa bocanada de humo y se entretuvo en apurar despacio el resto del café, procurando que la taza no gotease. Había sido muy amargo aquel final, tras las últimas palabras y el ruido de una puerta al cerrarse. Y lo siguió siendo después, al recordar. O en las tres o cuatro ocasiones en que Álvaro y ella se volvieron a encontrar casualmente, en conferencias o museos, comportándose con ejemplar entereza. -«Te veo muy bien, cuídate mucho» y cosas así-. A fin de cuentas ambos se preciaban de ser gente civilizada que, aparte de un fragmento de pasado, tenía en común el arte como materia objetiva de trabajo. Gente de mundo, en tres palabras. Adultos.

Comprobó que Menchu la observaba, maliciosamente interesada, relamiéndose con la perspectiva de nuevos tejemanejes amorosos en los que terciar como asesora táctica. La galerista siempre se quejaba de que, tras la ruptura con Álvaro, los esporádicos episodios sentimentales de su amiga apenas merecían comentarios: «Te puritanizas, cariño -no se cansaba de repetir- y eso es aburridísimo. Lo que necesitas es el retorno de la pasión, de la vorágine»… Desde ese punto de vista, la sola mención de Álvaro parecía ofrecer interesantes posibilidades.

Julia se daba cuenta de todo eso, sin sentirse irritada. Menchu era Menchu, y había sido así desde el principio. Los amigos no se escogen, ellos te escogen a ti; o se los rechaza, o se los acepta sin reservas. Era algo que también había aprendido de César.

El cigarrillo se consumía, así que lo aplastó en el cenicero. Después le sonrió a Menchu, sin ganas.

– Álvaro da igual. Lo que me preocupa es el Van Huys -dudó un momento buscando las palabras mientras intentaba aclarar sus ideas-. Hay algo fuera de lo común en ese cuadro.

Menchu se encogió de hombros con aire absorto, como si pensara en otra cosa.

– Tómalo con calma, niña. Un cuadro sólo es tela, madera, pintura y barniz… Lo que importa es cuánto deja en el bolso cuando cambia de manos -miró los anchos hombros de Max y parpadeó complacida-. Lo demás son historias.

Durante todos y cada uno de los días pasados junto a él, Julia creyó que Álvaro respondía al más riguroso estereotipo de su profesión; y eso era extensivo a su aspecto e indumentaria: agradable, rozando la cuarentena, chaquetas de mezclilla inglesas, corbatas de punto. Además fumaba en pipa, lo que era rizar el rizo, hasta el extremo que, al verlo entrar en el aula por primera vez - El arte y el hombre era el tema de su conferencia aquel día- ella había tardado un buen cuarto de hora en prestar atención a sus palabras, negándose a aceptar que un tipo con semejante aspecto de joven catedrático pudiera ser, en efecto, un catedrático. Después, cuando Álvaro se despidió hasta la semana siguiente y todos salieron al pasillo, ella se le había acercado del modo más natural del mundo, con plena conciencia de lo que iba a ocurrir: la repetición eterna de una poco original historia, el clásico enredo profesor-alumna, asumido todo eso incluso antes de que Álvaro girase sobre sus talones, ya junto a la puerta, para sonreírle a Julia por primera vez. Había algo en todo aquello -o al menos así lo decidió la joven cuando sopesaba los pros y los contras de la cuestión-, que poseía un carácter inevitable, con ribetes de fatum deliciosamente clásico, de caminos trazados por el Destino, punto de vista al que tan aficionada era desde que, en el colegio, había traducido los brillantes enredos familiares de aquel griego genial, Sófocles. Sólo más tarde se decidió a comentarlo con César, y el anticuario, que desde años atrás -la primera vez Julia llevaba todavía calcetines y trenzas- oficiaba de confidente en episodios de índole sentimental, se limitó a encogerse de hombros, criticando en tono calculadamente superficial la escasa originalidad de una historia que había servido ya de empalagoso argumento, querida, para trescientas novelas y otras tantas películas, sobre todo -mueca despectivafrancesas y norteamericanas: ‘Lo que convendrás conmigo, princesa, arroja sobre el tema luces de auténtico horror’… Pero nada más. Por parte de César no hubo ni reproches serios ni paternales advertencias que nunca, eso lo sabían ambos perfectamente, servirían para nada. César no tenía hijos ni los iba a tener jamás, pero poseía un don especial a la hora de abordar ese tipo de situaciones. En algún momento de su vida, el anticuario adquirió la certeza de que nadie es capaz de escarmentar en cabeza ajena, y de que, en consecuencia, la única actitud digna y posible de un tutor -a fin de cuentas, él ejercía como tal- era sentarse junto al objeto de sus cuidados, cogerle la mano y escuchar, con benevolencia infinita, la relación evolutiva de los amores y dolores, mientras la naturaleza seguía su curso inevitable y sabio.

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