No supo cuándo se le ocurrió la idea de saltar de una sección del puente a la otra. Las dos partes del arco destrozado estaban separadas por menos de dos metros de agua. El tramo más corto se encontraba a un metro del agua, pero el tramo más grande, donde estaba Baedecker, no se había consolidado tanto como el otro y era casi medio metro más alto, con lo cual el salto parecía más fácil.
La idea de saltar pronto se transformó en obsesión, una presión creciente en el pecho de Baedecker. Varias veces enfiló hacia el borde, planeando la carrera, ensayando el brinco. Por alguna razón estaba seguro de que su padre se alegraría de ver a su hijo en la otra sección del puente cuando regresara. Se armó de coraje varias veces, inició la carrera y se detuvo. El miedo le cerraba la garganta obligándolo a detenerse, y sus zapatillas rechinaban en el cemento. Se quedaba jadeando, la tez clara ardiendo al sol, la cara roja de embarazo. Por último retrocedió, dio seis largos trancos y saltó.
Trató de saltar. En el último momento intentó detenerse, el pie derecho le patinó en el borde del puente y cayó. Logró torcerse en el aire, sintió un golpe brutal en el torso y quedó colgando, los pies oscilando sobre el agua, los codos y brazos sobre el cemento.
Se había hecho daño. Tenía arañazos en los brazos y las manos, sentía gusto a sangre en la boca, y el estómago y las costillas le dolían terriblemente. No tenía fuerzas para trepar a la superficie del puente. Tenía las rodillas en el aire y no atinaba a levantar las piernas a la altura suficiente para apoyarse en el cemento rajado. El agua del lago parecía crear una succión que amenazaba con absorberlo. Baedecker dejó de forcejear y se quedó colgado. Sólo la fricción contra las manos y los brazos raspados le impedía deslizarse hacia el lago. Con su imaginación de niño podía ver las grandes honduras de oscuridad que aguardaban debajo del puente, adivinaba los árboles sumergidos bajo la superficie, el descenso hacia el lodoso fondo del lago. Imaginaba las calles y las casas sumergidas y los cementerios del valle transformados en lago artificial, todo esperando bajo las oscuras aguas. Esperándole a él.
A medio metro de los ojos de Baedecker, en una estrecha fisura de la superficie del puente, crecía una maleza. No podía alcanzarla. No resistiría si él se aferraba. Sintió que disminuía la presión sobre las manos y brazos arañados. Le dolían los hombros y sabía que en cuestión de minutos, quizá segundos, sus trémulos brazos cederían y resbalaría hacia atrás, arrastrando las palmas y los brazos por el cemento ardiente.
De pronto, soñando pero subiendo desde el sueño como un buzo que emerge de las profundidades, Baedecker notó que el viento arreciaba y la tienda flameaba y se acercaba el olor de la lluvia, pero también oyó nítidamente -tal como cuarenta y cinco años antes- la pulsación regular del motor fueraborda, que callaba de pronto. Sintió el contacto de fuertes manos en el costado y la serena voz de su padre dijo:
– Vamos, Richard. Salta. Está bien. Te tengo. Suéltate, Richard.
Los truenos rugían. Entró un viento frío cuando abrieron la entrada de la tienda. Maggie Brown se deslizó adentro, acomodó su colchoneta de espuma y su saco de dormir al lado de Baedecker.
– ¿Qué pasa? -preguntó Baedecker. Le dolían las palmas y los brazos.
– Tommy quería cambiar de sitio -susurró Maggie-. Creo que quería beber a solas, y he dicho que sí. Shh. -Maggie le llevó el dedo a los labios. Fogonazos brillantes rasgaron la oscuridad de la tienda, seguidos, segundos después, por un trueno potente, como si trenes de carga rodaran por la alta tundra hacia ellos. El próximo pantallazo de luz mostró a Maggie quitándose los pantalones cortos. Llevaba bragas pequeñas y blancas.
– La tormenta está aquí -dijo Baedecker, pestañeando para ahuyentar la imagen del relámpago que había mostrado a Maggie quitándose la camisa. Los pechos aparecieron pálidos y robustos en el relumbrón estroboscópico.
– Shh -dijo Maggie, acurrucándose junto a él en la oscuridad. Baedecker se había dormido sólo con calzoncillos y una camisa de franela suave. Maggie le desabotonó la camisa en la oscuridad, se la quitó. Baedecker rodaba junto a ella en la suave pila de sacos de dormir, rodeándola con los brazos, cuando la mano de ella se deslizó bajo el elástico de los calzoncillos-. Shh -susurró bajándoselos, usando la mano derecha para liberarlo-. Shh.
Mientras hacían el amor, los relámpagos los alumbraban con pantallazos de luz escarchada. El trueno ahogaba todos los sonidos excepto los latidos del corazón y las exhortaciones susurradas. En un momento Baedecker miró a Maggie, montada a horcajadas sobre él. Tenían los brazos extendidos como los bailarines, los dedos entrelazados. El nylon de la tienda brillaba detrás de Maggie mientras un relámpago sucedía a otro y las oleadas de truenos rodaban sobre ellos. Un segundo después, entre los brazos de Maggie, resistiendo la explosión de su propio orgasmo, estuvo seguro de oír que ella susurraba, en medio de la catarata de ruidos externos:
– Sí, Richard, suéltate. Te tengo. Suéltate.
Juntos, aún meciéndose despacio, rodaron sobre la confusión de sacos de dormir y colchonetas de espuma. El viento chillaba agudamente, la tienda tensa aleteaba contra las estacas, y los relámpagos y truenos no se distanciaban ni siquiera un segundo. Se abrazaron protegiéndose de la tormenta.
– VENID, MALDITOS DIOSES. ¡VEAMOS VUESTRO PODER! ¡VAMOS, COBARDES! -El grito provenía del exterior, le siguió el rugido de un trueno.
– Santo Dios -susurró Maggie-. ¿Qué es eso?
– VAMOS, TENGAMOS UNA OLIMPIADA DE LOS DIOSES. ¡MOSTRAD QUÉ TENÉIS! ¡PODÉIS HACERLO MEJOR! ¡MOSTRADNOS, IDIOTAS! -Esta vez el grito era tan ronco que no parecía humano. Las últimas palabras fueron seguidas por un relámpago y un estruendo tan vasto como si manos gigantescas rasgaran la trama del cielo. Baedecker se puso los pantalones cortos y asomó la cabeza por la entrada de la tienda. Un segundo después, Maggie lo siguió, poniéndose la camisa de franela de Baedecker. Aún no llovía, pero ambos tuvieron que entornar los ojos para protegerse del polvo y la grava arrastrados por los fuertes vientos.
Tommy estaba de pie en la roca, entre las tiendas: desnudo, las piernas separadas para ganar equilibrio contra el viento, los brazos alzados, la cabeza erguida. Con una mano asía una botella casi vacía de Johnny Walker. Con la otra empuñaba una vara de aluminio de un metro. El metal despedía un fulgor azul. Detrás del muchacho los relámpagos arañaban el vientre de nubarrones cada vez más oscuros, más cercanos que los picos montañosos iluminados por cada fogonazo.
– ¡Tommy! -gritó Gavin. Él y Deedee habían asomado la cabeza y los hombros por la entrada de la temblorosa tienda-. ¡Baja aquí! -El viento se llevó las palabras.
– ¡VENID, DIOSES, MOSTRADME ALGO! -gritó Tommy-. ¡TU TURNO, ZEUS! ¡HAZLO! -Enarboló la vara de aluminio.
Un rayo blanco azulado brincó desde una cima cercana. Baedecker y Maggie retrocedieron cuando la tonante llamarada rodó sobre ellos. A pocos metros, la tienda de los Gavin se derrumbó en el furioso viento.
– ESO VALE SEIS PUNTO OCHO -gritó Tommy mientras alzaba una imaginaria tarjeta con la puntuación. Había soltado la botella, pero aún agitaba la vara. Gavin forcejeaba para zafarse de la tienda caída, pero la tela lo envolvía como una mortaja naranja.
– BIEN, SATANÁS, MUESTRA LO TUYO -gritó Tommy, riendo histéricamente-. VEAMOS SI ERES TAN BUENO COMO DICE MI PADRE. -Hizo una pirueta, recobró el equilibrio al borde de la roca. Baedecker notó que el chico tenía una erección. Maggie gritó algo al oído de Baedecker, pero el trueno borró las palabras.
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