Henning Mankell - Asesinos sin rostro

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El inspector Kurt Wallander atraviesa uno de los momentos más sombríos de su vida cuando tiene que ponerse al frente de la investigación del asesinato de un apacible matrimonio de ancianos en una granja de Lenarp. Wallander deberá enfrentarse a un asesino muy especial, de una sangre fría asombrosa, y también a una comunidad irascible cargada de prejuicios raciales.
El asesinato es un acto social. Un acto terrible que exige la interacción de al menos dos personas: víctima y asesino. El cuadro se completa añadiendo un tercer elemento: el detective, que debe descubrir la verdad y restaurar el orden. Quizá por esa razón, la novela negra deriva con tanta facilidad hacia el comentario social. Un asesinato y su investigación ofrecen una oportunidad única para estudiar los modos y uso de la sociedad en curso.
Se puede pensar en el detective clásico que investigaba asesinatos casi, digamos, cordiales. En una novela de Agatha Christie se asesinaba conservando en todo momento las reglas del decoro. Por lo general, no había ensañamiento más allá de lo estrictamente necesario para causar la muerte. Incluso en `Asesinato En El Orient Express`, el ensañamiento tenía precisamente como propósito cumplir un ritual social.
Y la existencia de esos rituales permitía al detective resolver el crimen. Ante un asesinato se empezaba tirando de familiares y conocidos, explorando la malla de motivos y oportunidades, buscando a aquellos, que por lógica, más se beneficiarían de la muerte. Los asesinatos, simplemente, no se producían en vacío.
Pero los tiempos cambian, y llegan nuevas formas de asesinar. Y a dos de ellas se enfrenta Kurt Wallander, policía de los de antes, recién separado, al que su hija no le habla, nada más iniciarse `Asesinos Sin Rostro`, un policía viejo en un mundo nuevo. Son crímenes horrendos, como todos, pero de un horror acentuado por lo que tienen de arbitrarios, de ilógicos, de mecánicos, de salvajes.
El primero implica a una pareja de ancianos del campo de Suecia que es torturada y asesinada salvajemente. Parece que no hay motivo y el asesino, en un detalle estremecedor, tuvo la sangre fría de alimentar al caballo. Para complicar más aún la situación, la única pista es la palabra pronunciada por la mujer poco antes de morir: `extranjero`.
Y de un singular a un plural no hay más que un paso. De un `extranjero` asesino a `todos los extranjeros` son asesino sólo media un abismo lógico que muchos están dispuestos a saltar sin problemas. Nace así el segundo crimen, en el que el orden social se desmorona dejando paso a la xenofobia más radical.
El racismo, la xenofobia, e incluso el fascismo con su mecanización de la muerte, son los temas de esta novela. Narrada con convicción y habilidad, va desgranando las diversas vueltas de esta investigación doble, llena de callejones sin salida, donde la intuición más que la lógica parece ser la aliada fiel del detective.
En esta novela de tantos personajes, uno destaca especialmente. Se trata de Rydberg, un detective particularmente minucioso, protagonista de algunas de las mejores escenas, que no deja que los sentimientos le cieguen ante la realidad que tiene ante los ojos. Es un hombre que simplemente no cae ni en un extremo ni en el otro.
El personaje protagonista, Kurt Wallander, sostiene toda la narración y es realmente su problemática personal lo que impulsa la novela. Enfrentado a unos crímenes que no entiende y con una vida personal desbaratada, es su lucha por resolver esos dos aspectos lo que mantiene la atención del lector. Al final, la recompensa no está tanto en la resolución de los crímenes, como en comprobar la reacción del policía ante el mundo nuevo que descubrió al entrar por primera vez en aquella habitación salpicada de sangre por todas partes.
`Asesinos Sin Rostro` es una novela ágil y efectiva, apasionante en la interacción de los personajes (porque realmente acción física hay muy poca), que no vacila en reflexionar sobre los cambios sociales de su país de origen y, por extensión, en el resto de Europa. El mundo simplemente cambia, y las formas de matar también, pero un asesinato sigue siendo un asesinato.

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Kurt Wallander repartió la escueta nota de prensa y se sentó en la tarima que había al fondo de la sala. En realidad debería haber asistido el jefe de la policía de Ystad, pero estaba de vacaciones de invierno en España. Rydberg había prometido acudir si acababa pronto con la televisión. Si no lo hacía, Kurt Wallander estaría solo.

– Habéis recibido la nota -empezó-. En realidad, no tengo nada más que decir por ahora.

– ¿Se puede preguntar? -dijo un periodista a quien Kurt Wallander reconocía como el corresponsal local del periódico Arbetet .

– Estoy aquí para eso -contestó Kurt Wallander.

– Desde mi punto de vista, es una nota francamente mala -dijo el periodista-. Deberíais explicar algo más.

– No tenemos ninguna pista sobre los autores -informó Kurt Wallander.

– ¿O sea que había más de uno?

– Probablemente.

– ¿Por qué creéis eso?

– Lo creemos, pero no lo sabemos.

El periodista hizo una mueca y Kurt Wallander le dio la palabra a otro periodista que conocía.

– ¿Cómo lo mataron?

– Violencia externa.

– ¡Eso puede significar un montón de cosas diferentes!

– No lo sabemos todavía. Los forenses no han acabado su trabajo. Tardarán unos días.

El periodista tenía más preguntas, pero fue interrumpido por la chica del acné y la grabadora. Kurt Wallander pudo leer en la parte superior del aparato que era de la radio local.

– ¿Qué se llevaron los asaltantes?

– No lo sabemos todavía -respondió Kurt Wallander-. No sabemos siquiera si es un robo.

– ¿Qué sería si no?

– No lo sabemos.

– ¿Hay algo que indique que no sea un robo?

– No.

Wallander notaba que sudaba ante una sala desbordada de periodistas. Recordaba que cuando era un policía joven soñaba con encargarse de las ruedas de prensa. Pero en sus sueños no estaban llenas de aire viciado y sudor.

– Le he hecho una pregunta -oyó decir a uno de los periodistas que estaba al final de la sala.

– No le he entendido -dijo Kurt Wallander.

– Para la policía, ¿se trata de un crimen importante? -preguntó el periodista.

A Wallander le sorprendió la pregunta.

– Claro que es muy importante resolver este asesinato -dijo-. ¿Por qué no iba a serlo?

– ¿Pediréis refuerzos?

– Es demasiado pronto para contestar a eso. Por supuesto que esperamos una pronta solución. Creo que todavía no entiendo tu pregunta.

El periodista, que era muy joven y llevaba unas gafas de cristales gruesos, se abrió paso a través de la sala. Kurt Wallander no lo había visto antes.

– Sólo quiero decir: hoy en Suecia ya nadie se preocupa por las personas mayores.

– Nosotros sí -contestó Kurt Wallander-. Haremos todo lo que podamos para atrapar a los autores. En Escania viven muchas personas mayores en granjas solitarias. Pueden estar seguros de que haremos todo lo que esté en nuestras manos. -Se levantó-. Les informaremos cuando tengamos más que contar -dijo-. Gracias por venir.

La chica de la radio local bloqueó su camino cuando iba a salir de la sala.

– No tengo nada más que decir -protestó.

– Conozco a tu hija Linda -dijo la chica.

Kurt Wallander se quedó parado.

– ¿Ah sí? -preguntó-. ¿Cómo es eso?

– Nos hemos visto algunas veces. Aquí y allá.

Kurt Wallander intentó pensar si la reconocía. ¿Habían sido compañeras de clase?

Ella negaba con la cabeza como si hubiera leído sus pensamientos.

– Tú y yo no nos hemos visto nunca -dijo-. No me conoces. Linda y yo nos conocimos en Malmö.

– Ajá -dijo Wallander-. Qué bien.

– Me gusta mucho. ¿Puedo hacerte más preguntas?

Kurt Wallander repitió lo que había dicho por el micrófono. Lo que le habría gustado era hablar sobre Linda, pero no tenía ocasión.

– Dale recuerdos -se despidió la chica al recoger su grabadora-. Dale recuerdos de Cathrin. O Cattis.

– Lo haré -dijo Kurt Wallander-. Lo prometo.

Al volver a su despacho sintió un dolor en el estómago. Pero ¿era de hambre o de angustia?

«Tengo que parar», pensó. «Tengo que asumir que mi mujer me ha dejado. Tengo que admitir que no puedo hacer mucho salvo esperar a que Linda me venga a ver por iniciativa propia. Tengo que aceptar que la vida es como es…»

Un poco antes de las seis los policías se reunieron otra vez. Nada nuevo en el hospital. Kurt Wallander organizó rápidamente unos turnos para la noche.

– ¿Es necesario? -preguntó Hanson-. Deja una grabadora y cualquier enfermera la podrá poner en marcha si la vieja despierta.

– Es necesario -replicó Kurt Wallander-. Me haré cargo desde medianoche hasta las seis. ¿Hay algún voluntario hasta entonces?

Rydberg asintió con la cabeza.

– Yo puedo estar sentado en el hospital igual que en cualquier otro sitio -contestó.

Kurt Wallander miró a su alrededor. Todos parecían ojerosos a la luz de los fluorescentes del techo.

– ¿Hemos llegado a alguna parte? -preguntó.

– Hemos terminado lo de Lenarp -contestó Peters, que había dirigido el trabajo de llamar puerta por puerta-. Parece que nadie ha visto nada. Pero es posible que dentro de unos días se les ocurra algo. Por lo demás, la gente por allí tiene miedo. Es desagradable de cojones. Casi sólo hay viejos. Y una familia polaca asustada que es probable que esté aquí ilegalmente. Pero los dejé estar. Tenemos que continuar mañana.

Kurt Wallander miró a Rydberg.

– Está lleno de huellas digitales -dijo-. Quizá descubramos algo. Aunque lo dudo. Pero hay un nudo que me interesa.

Kurt Wallander le dirigió una mirada inquisitiva.

– ¿Un nudo?

– El nudo corredizo.

– ¿Qué le pasa?

– Es poco común. Nunca había visto un nudo como ése.

– ¿Habías visto un nudo estrangulador antes? -preguntó Hanson desde la puerta, impaciente por irse.

– Sí -dijo Rydberg-. Lo he visto. Veremos qué puede aportarnos ese nudo.

Kurt Wallander sabía que Rydberg no quería decir nada más. Pero si el nudo le interesaba era porque podía tener su importancia.

– Mañana por la mañana iré a ver a los vecinos otra vez -informó Wallander-. Y a propósito, ¿han encontrado a los hijos de los Lövgren?

– Martinson se encargaba de ello -contestó Hanson.

– ¿Martinson no estaba en el hospital? -preguntó Kurt Wallander con asombro.

– Cambió con Svedberg.

– ¿Dónde coño está ahora, pues?

Nadie sabía dónde se encontraba Martinson. Kurt Wallander llamó a las telefonistas y le informaron de que Martinson había salido una hora antes.

– Llámale a casa -ordenó Kurt Wallander.

Luego miró su reloj.

– Nos volveremos a reunir mañana a las diez -dijo-. Gracias por hoy, hasta entonces.

Acababa de quedarse solo cuando la telefonista le pasó una llamada de Martinson.

– Lo siento -se excusó Martinson-. Pero se me olvidó que teníamos que vernos.

– ¿Qué hay de los hijos?

– Me parece que Richard tiene la varicela.

– Quiero decir los hijos de los Lövgren. Las dos hijas.

Martinson sonaba sorprendido.

– ¿No recibiste mi mensaje?

– Yo no he recibido nada.

– Se lo di a una de las telefonistas.

– Voy a ver. Pero explícamelo primero.

– Una de las hijas, la que tiene cincuenta años, vive en Canadá. En Winnipeg, que no sé por dónde cae. Olvidé que allí era medianoche cuando llamé. Primero se negaba a creer lo que le decía. Hasta que su marido se puso al teléfono no llegaron a entender lo que había pasado. El es policía, de la montada de Canadá. Hablaremos mañana otra vez. Pero ella viene en avión, naturalmente. A la otra hija ha costado más encontrarla a pesar de que está en Suecia. Tiene cuarenta y siete años y trabaja como jefa de comedor en el Hotel Rubinen de Göteborg. Parece que es entrenadora de un equipo de balonmano en Skien, Noruega. Prometieron avisarle. Puse una lista de los demás familiares de los Lövgren en la recepción. Son muchos. La mayoría de ellos vive en Escania. Quizá llamen otros cuando lean mañana los periódicos.

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