Henning Mankell - Zapatos italianos

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Fredrik Wellin, médico retirado, vive solo en una isla cercana a la costa sueca, hasta que la llegada de un antiguo amor al que abandonó en el pasado irrumpe en su monótono pero buscado aislamiento. Se trata de Harriet, quien gravemente enferma ha venido a pedirle que cumpla la antigua promesa de juventud de llevarla a una laguna al norte del país. Harriet trae consigo a Louise, una hija de ambos, de cuya existencia nada sabía. Obligado, ahora, a asistir al lento final de Harriet y a crear unos vínculos paterno-filiales con quien, en realidad, es una desconocida, Fredrik iniciará un viaje hacia su propio dolor. Los errores del pasado sepultados en la soledad de la isla reavivan sus remordimientos. Entre ellos, el terrible secreto que lo alejó de la profesión y por el que decidió huir del mundo.

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– No veo nada.

– Pues a mí me duele.

– Tendrás que ir al dentista. ¡Tómate un analgésico!

– Se me han terminado.

Saqué del maletín una caja de analgésicos que él se guardó en el bolsillo. Como de costumbre, no hizo ni amago de preguntar cuánto era. Ni la consulta ni las pastillas. Jansson es un hombre que da por supuesta mi amable generosidad. Lo más probable es que ésa sea la razón por la que me disgusta. Es muy duro tener por mejor amigo a una persona que no te gusta.

– Hoy tengo un paquete para ti. Es un regalo de Correos.

– ¿Desde cuándo hace regalos Correos?

– Es un regalo de Navidad. Todo el mundo recibe su regalo de Correos.

– ¿Y eso por qué?

– No lo sé.

– Pues yo no quiero nada.

Jansson rebuscó en sus sacos y me dio un pequeño paquete. En el envoltorio había una nota: el director general de Correos me deseaba feliz Navidad.

– No cuesta nada. Si no lo quieres, tíralo.

– No querrás que me crea que Correos da algo gratis.

– No quiero que te creas nada. Te digo que todo el mundo recibe el mismo paquete. Y no cuesta nada.

La obstinación de Jansson podía llegar a resultarme agotadora. No tuve fuerzas para seguir discutiendo con aquel frío. Y abrí el paquete. Contenía dos adhesivos reflectantes y un mensaje: «Sea cauto con el tráfico. Saludos de Correos».

– ¿Y para qué quiero yo los reflectantes? Aquí no hay coches y yo soy el único peatón.

– Quizás un día te canses de vivir aquí. Entonces, pueden serte útiles. ¿Me das un poco de agua? Tengo que tomarme una pastilla.

Yo jamás le he permitido a Jansson que entre en mi casa. Y no tenía intención de hacerlo ahora tampoco.

– Tendrás que derretir un poco de nieve en una jarra junto al motor.

Entré en el cobertizo y busqué la vieja jarra de un termo y coloqué dentro una bola de nieve bien apretada. Jansson puso dentro una de las pastillas efervescentes. Aguardamos en silencio mientras la nieve se derretía junto al motor ardiendo. Después, Jansson apuró el contenido de la jarra.

– Volveré el viernes. No hay correo los días de Navidad.

– Lo sé.

– ¿Cómo piensas celebrar la Navidad?

– No pienso celebrar la Navidad.

Jansson señaló hacia arriba con la mano, en dirección a mi casa, de color rojo. Era tan aparatoso su atuendo que temí que se cayese hacia atrás como un caballero provisto de una armadura demasiado pesada que fuese abatido.

– Deberías decorar tu casa con unos hilos de luces. Eso anima mucho.

– No, gracias. La prefiero a oscuras.

– ¿Por qué no quieres crearte un ambiente algo agradable?

– Esto es, exactamente, lo que quiero.

Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la casa. Arrojé los dos reflectantes en la nieve. Cuando llegué a la leñera, oí el rugido del motor del hidrocóptero al arrancar. Sonó como un animal a punto de morir. El perro me esperaba sentado en la escalera. Tiene suerte de estar sordo. El gato merodeaba por el manzano mientras observaba los ampelis que revoloteaban alrededor de una corteza de tocino.

En ocasiones, echo de menos tener a alguien con quien hablar. Mis conversaciones con Jansson no pueden calificarse de tales. Es simple charla. Charla en el muelle. Él me trae chismorreos sobre cosas que a mí no me interesan. Me pide que diagnostique sus enfermedades imaginarias. Mi muelle y mi cobertizo se han convertido en una especie de clínica privada con un único paciente. En el transcurso de los años he ido incorporando tensiómetros y otros instrumentos médicos y he ido retirando los viejos rollos de hilo de pescar que hay en el cobertizo. El estetoscopio está colgado de un perchero de madera, junto con un reclamo para la caza que mi abuelo fabricó hace muchos años. Guardo en un cajón los medicamentos que Jansson puede necesitar. El banco que hay en el muelle, en el que mi abuelo solía sentarse a fumar su pipa después de haber limpiado las artes para la pesca de la platija, lo utilizo yo ahora como camilla de exploraciones cuando Jansson debe tumbarse para que lo reconozca. En medio de una tormenta de nieve tuve que palparle el vientre en una ocasión, cuando creía que sufría cáncer de estómago, y allí mismo le examiné las piernas el día que se presentó convencido de que padecía algún tipo de enfermedad muscular degenerativa. A menudo se me ocurre que mis manos, que en otro tiempo utilizaba en complejas intervenciones quirúrgicas, sólo actúan ahora en torpes reconocimientos externos del cuerpo de Jansson, envidiablemente sano.

Pero ¿conversaciones? No, no puede decirse que nosotros nos comuniquemos conversando.

En ocasiones he estado tentado de preguntarle a Jansson qué opinaba sobre la vida y el abismo que nos aguarda. Pero no me comprendería. Su vida sólo consiste en cartas, sellos, cartas certificadas y giros, abonos y cobros y una cantidad ingente de publicidad. Además, tiene problemas tanto con su barco como con el hidrocóptero. Cuando el mar no está congelado, utiliza un barco de pescadores restaurado que compró en Västervik. Tiene un motor Säffle viejísimo, que en el mejor de los casos es capaz de alcanzar los ocho nudos. El hidrocóptero lo compró en Noruega y me ha confesado que lo engañaron como a un bobo. Con todos esos problemas, no creo que Jansson tenga una opinión sobre el abismo.

Todos los días doy una vuelta para inspeccionar mi barco, que tengo en tierra. Hace ya tres años que lo saqué del agua para arreglarlo, pero nunca lo termino. Es un viejo y hermoso barco de madera ya destrozado por el clima y la falta de cuidados. No debería ser así. Esta primavera me pondré en serio manos a la obra.

Me pregunto si lo haré.

Entré y seguí con mi rompecabezas. El motivo que representa es uno de los cuadros de Rembrandt, Ronda de noche. Lo gané hace muchos años en una rifa que organizaron en el hospital de Luleå, donde me acababan de contratar como cirujano, un cirujano que ocultaba su inseguridad con una gran dosis de satisfacción consigo mismo. Puesto que el dibujo es oscuro, el rompecabezas resulta muy difícil. En esta ocasión sólo logré encajar una pieza. Preparé la cena y escuché la radio mientras comía. El termómetro indicaba veintiún grados bajo cero. El cielo estaba sembrado de estrellas y, antes del alba, la temperatura descendería más aún. Todo parecía apuntar a que tendríamos un nuevo récord de frío. ¿Había hecho tanto frío antes? ¿Tal vez durante alguno de los inviernos de la guerra? Decidí preguntarle a Jansson, que suele saber esas cosas.

Algo me inquietaba.

Intenté tumbarme en la cama y ponerme a leer. Un libro sobre la introducción de la patata en nuestro país. Lo había leído ya varias veces, probablemente porque no plantea ningún riesgo. Podía pasar la página sin exponerme a nada desagradable e inesperado. Hacia medianoche, apagué la luz. Mis dos animales ya se habían dormido. Las vigas de las paredes crujían como quejándose.

Intenté tomar una decisión. ¿Debía seguir vigilando mi fortaleza? ¿O debía admitir mi derrota y hacer algo con lo que pensaba que me quedaba de vida?

No tomé ninguna decisión. Me quedé tumbado mirando la oscuridad pensando que mi vida seguiría como hasta ese momento. No acontecería nada decisivo.

Era el solsticio de invierno. La noche más larga del año, el día más corto. Después caería en la cuenta de que aquello había tenido un significado del que no fui consciente.

Fue un día como los demás. Un día en que hacía mucho frío y en que una gaviota muerta y un par de reflectantes de Correos yacían en la nieve junto a mi muelle helado.

3

Pasó la Navidad. Pasó Año Nuevo.

El 3 de enero, una tormenta de nieve arrasó el archipiélago desde el golfo de Finlandia. Yo estaba en la cima de la montaña, detrás de la casa, observando las negras nubes que se alzaban por el horizonte. La nieve alcanzó cuarenta centímetros de espesor en once horas. Me vi obligado a salir por una de las ventanas de la cocina para quitar un poco de nieve y despejar el acceso por la puerta.

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