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Kathy Reichs: Testigos del silencio

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Kathy Reichs Testigos del silencio

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La doctora Temperance Brennan acaba de llegar a Montreal para cubrir el puesto de directora del Departamento de Antropología forense de la provincia de Québec. Atrás ha dejado una situación matrimonial delicada y una época de trabajo nada fácil, por lo que Temple acaricia la perspectiva de un relajante fin de semana. Antes, sin embargo, debe personarse en el lugar donde la policía acaba de encontrar un cadáver descuartizado y meticulosamente clasificado en bolsas de plástico. El singular proceder del asesino le resulta terriblemente familiar a la forense, y en seguida acude a su memoria el caso de la joven Chantale Trottier, de dieciséis años, que había llegado a la morgue desnuda, escrupulosamente descuartizada y empaquetada en varias bolsas de basura tiempo atrás. Con la certeza de que un asesino anda suelto por la ciudad, Tempe ha de recurrir a sus habilidades como forense para probar que ambos casos están relacionados. Pero para lograr la detención del psicópata ha de convencer a sus colegas del Departamento de Policía de que sus sospechas son ciertas, por lo que no la queda mas remedio que actuar con rapidez e incluso poner en peligro su vida y la de cuantos le rodean.

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– Bonjour, monsieur Claudel. Comment ça va? -lo saludé sonriente.

– Bonjour.

Al parecer no le interesaba saber cómo me iban las cosas. Bien. Aguardé: no pensaba sucumbir a sus encantos.

Tenía una carpeta en la mesa, frente a él. Puso la mano sobre ella y me miró. Su rostro me recordaba el de un loro. Los rasgos formaban ángulos agudos desde las orejas a la línea central y se proyectaban hacia adelante en la nariz parecida a un pico. A lo largo de ese vértice, su barbilla, su boca y la punta de la nariz apuntaban hacia abajo formando una serie de uves. Cuando sonreía -algo poco frecuente- la uve de la boca se acentuaba y los labios se encogían en lugar de ir hacia atrás.

Suspiró. Se mostraba muy paciente conmigo. Era la primera vez que trabajaba con él, pero conocía su reputación. Se creía dotado de excepcional inteligencia.

– Tengo varios nombres posibles -dijo-. Todos de personas desaparecidas durante los últimos seis meses.

Ya habíamos discutido la cuestión del tiempo transcurrido desde la muerte, y el trabajo realizado aquella mañana no me había hecho cambiar de idea. Estaba segura de que hacía menos de tres meses que la víctima había fallecido, de modo que el crimen debía de haberse producido en marzo o algo después. Los inviernos son fríos en Quebec, duros para los vivos, pero considerados con los difuntos. Los cadáveres helados no se descomponen ni atraen bichos. Si la hubiesen tirado allí el pasado otoño, antes de comenzar el invierno, hubiera habido huellas de plagas de insectos. La presencia de huevos o larvas indicaría una invasión otoñal abortada y no se advertían indicios de ello. Teniendo en cuenta que habíamos pasado una primavera cálida, la abundancia de gusanos y el grado de deterioro coincidían con un intervalo de unos tres meses. La presencia de tejido conjuntivo junto con la virtual ausencia de visceras y contenido cerebral sugerían asimismo un invierno tardío y el fallecimiento a comienzos de primavera.

Me recosté en el asiento y lo contemplé expectante. También yo podía ser reservada. El hombre abrió la carpeta y hojeó su contenido. Aguardé.

– Myriam Weider -leyó, tras escoger uno de los impresos.

Hizo una pausa mientras examinaba con suma atención la información contenida en el documento.

– Desaparecida el 4 de abril de 1994. -Nueva pausa-. Hembra. Raza blanca. -Pausa más prolongada-. Fecha de nacimiento: 9 de junio de 1948.

Calculamos mentalmente: cuarenta y cinco años.

– Es posible -dije.

Le indiqué que prosiguiera con un ademán.

Dejó el impreso en el escritorio y procedió a leer el siguiente.

– Solange Leger. Denunciada la desaparición por su marido.

Se detuvo un instante mientras se esforzaba por descifrar la fecha.

– 2 de mayo de 1994. Hembra. Blanca. Fecha de nacimiento: 17 de agosto de 1928.

– No -negué con la cabeza-. Demasiado vieja.

Depositó el documento en la parte posterior de la carpeta y escogió otro.

– Isabelle Gagnon. Vista por última vez el 1 de abril de 1994. Hembra. Blanca. Nacida el 15 de enero de 1971.

– Veintitrés años. Sí -asentí lentamente-, es posible.

El documento fue a parar sobre el escritorio.

– Suzanne Saint Pierre. Hembra. Desaparecida desde el 9 de marzo de 1994. -Movía los labios al leer-. No regresó de la escuela.

Nueva pausa mientras calculaba a su vez.

– Dieciséis años. ¡Jesús!

De nuevo negué con la cabeza.

– Demasiado joven. No se trata de una criatura.

Frunció el entrecejo y extrajo el último impreso.

– Evelyn Fontaine. Hembra. Treinta y seis años. Vista por última vez en Sept Íles el 28 de marzo. ¡Ah, sí, es indígena!

– Lo dudo -respondí.

No creía que los restos correspondieran a una aborigen.

– Eso es todo -concluyó.

Sobre la mesa había dos impresos relativos a Myriam Weider, de cuarenta y cinco años, y a Isabelle Gagnon, de veintitrés. Tal vez una de ellas yaciera abajo, en la sala cuatro. Claudel me miró y enarcó las cejas de modo que en el centro se le formó otra uve, ésta invertida.

– ¿Qué edad tendría ella? -preguntó.

Había acentuado el verbo y puesto así de relieve su infinita paciencia.

– Bajemos a verla.

Pensé que aquello aportaría un poco de luz en su jornada.

Sería mezquina, pero no podía evitarlo. Conocía la fama que tenía Claudel de evitar la sala de autopsias y deseaba hacerle pasar un mal rato. Por un momento pareció atrapado y me complació comprobar su malestar. Cogí una bata de laboratorio del colgador de la puerta, me apresuré a salir al pasillo e introduje la llave para llamar al ascensor. El hombre permaneció silencioso mientras descendíamos, como un paciente que se somete a un examen de próstata. Claudel raras veces utilizaba aquel ascensor, que sólo se detenía en el depósito.

El cuerpo yacía inmutable. Me puse los guantes y retiré la lámina de papel. Observé de reojo a mi compañero, que se había detenido en la puerta y se asomaba lo suficiente para justificar su presencia en aquel lugar. Paseó la mirada por los mostradores de acero inoxidable, por los armarios de puertas acristaladas con su provisión de recipientes vacíos de plástico y por la báscula colgante, por doquiera con excepción del cadáver. Yo ya lo había visto anteriormente: las fotografías no constituían una amenaza, la sangre vertida se hallaba en un lugar distante, el escenario del crimen era un ejercicio objetivo que no presentaba problemas. Había que diseccionarlo, examinarlo, resolver el rompecabezas. Pero situarse ante un cadáver colocado en una mesa de autopsias era algo diferente. Claudel había adoptado una expresión neutra con la que confiaba parecer tranquilo.

Retiré la pelvis del agua y separé ambas partes con suavidad. Con ayuda de una sonda aparté los bordes de la funda gelatinosa que cubría la superficie del hueso derecho, que se fue desprendiendo de modo gradual hasta ceder por completo. El núcleo subyacente estaba marcado con profundos surcos y rugosidades que discurrían en sentido horizontal por su superficie. Era una fina franja de sólida materia ósea parcialmente enmarcada por el margen exterior, que formaba un delicado e incompleto borde en torno a la superficie púbica. Repetí el proceso en la parte izquierda, que apareció idéntica.

Claudel no se había movido de la puerta. Acerqué la pelvis a la lámpara, extendí el brazo hacia mí y pulsé el interruptor. La luz fluorescente iluminó el hueso. A través del cristal redondo de aumento aparecieron detalles que no habían sido visibles a simple vista. Contemplé la curva superior de cada cadera y descubrí lo que esperaba.

– Monsieur Claudel -dije sin mirarlo-. ¡Fíjese en esto!

Se aproximó detrás de mí, y yo me aparté para que pudiera observarlo libremente. Le señalé una irregularidad en el borde superior de la cadera. La cresta ilíaca estaba en proceso de soldarse cuando había sobrevenido la muerte.

Deposité la pelvis en la mesa y el hombre siguió mirándola, aunque sin tocarla. Volví junto al cadáver para examinar la clavícula, convencida de lo que iba a encontrar. Retiré el extremo del esternón del agua y comencé a desprender el tejido. Cuando ya se distinguía la superficie de la articulación hice señas a Claudel para que se me aproximase y, sin pronunciar palabra, le señalé el extremo del hueso cuya superficie, al igual que en el caso del pubis, estaba hinchada. Un pequeño disco óseo se adhería al centro, de bordes claros y no soldado.

– ¿Qué sucede? -inquirió.

Tenía la frente perlada en sudor: trataba de disimular su nerviosismo con insolencia.

– Es joven. Probablemente veinteañera.

Podía haberle explicado cómo demuestran los huesos la edad, pero no creí que se prestara a escucharme, de modo que me limité a aguardar. Partículas de cartílago se adherían a mis enguantadas manos, que mantenía lejos de mi cuerpo, con las palmas hacia arriba, como un mendigo. Claudel guardaba la misma distancia que si se encontrara ante un enfermo de Ébola. Fijaba sus ojos en mí, pero se hallaba abstraído en los pensamientos que cruzaban su mente y revisaba los datos en busca de una candidata.

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