Dean Koontz - El Lugar Maldito

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Frank Pollard despierta en un callejón sin saber más que su nombre y que una oscura fuerza diabólica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentarán al caso más extraño de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares más horrorosos que en el reino de los muertos.
Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callejón apenas sabe más que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sueño del que despierta con las manos bañadas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su frágil vigilia, pero el cansancio y la desesperación acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos.
Bobby y Julie impresionados por la extraña dimensión del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amnésicas para desentrañar el origen de su incomprensible perturbación. Al penetrar en un mundo vedado a la lógica y tránsido de una maldad insoportable, descubrirán la trama fatal de una familia que maduró en su seno la crueldad más abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.

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Cuando Clint puso otra vez en marcha la grabadora, Julie dijo:

– ¿Fue eso el fin de todo, Frank? ¿Cuando despertó usted el sábado por la mañana, llevando ropa nueva, con la bolsa de papel repleta de dinero a su lado, sobre la cama?

– No. No fue el fin. -El interpelado alzó la cabeza pero no la miró. Dirigió la mirada más allá, hacia el temeroso día detrás de las ventanas, aunque parecía mirar algo mucho más distante que Newport Beach-. Tal vez no tenga fin jamás.

Con estas palabras sacó de la segunda bolsa, donde había guardado la ensangrentada camisa y la muestra de arena negra, un tarro como los que se emplean para conservar compota de fruta y verdura, con una sólida tapadera de cristal y la correspondiente junta de goma. El tarro estaba lleno de lo que parecían gemas sin tallar y de brillo apagado. Algunas, más pulidas que otras, lanzaban destellos.

Frank levantó la tapadera e inclinando el tarro dejó caer parte de su contenido sobre la superficie de fórmica que imitaba madera clara.

Julie se inclinó hacia delante.

Bobby se aproximó para verlo de cerca.

Las gemas de formas menos irregulares eran redondeadas, ovaladas o romboidales, algunos perfiles de cada piedra tenían curvas suaves y otros mostraban un biselado natural con numerosas y cortantes aristas. Otras gemas eran apelmazadas, dentadas y granulares. Había algunas tan grandes como uvas, y otras tan pequeñas como guisantes. Todas eran rojas, aunque con diversos tonos de color. Reflejaban poderosamente la luz, un charco de refulgencia escarlata sobre la pálida superficie de la mesa. Las gemas concentraban mediante sus prismas el resplandor difuso de las lámparas y proyectaban relucientes dardos carmesí hacia el techo y las paredes, cuyos azulejos esmaltados parecían quedar marcados por luminosas heridas.

– ¿Rubíes? -sugirió Bobby.

– No parecen exactamente rubíes -opinó Julie-. ¿Qué son, Frank?

– No lo sé. Podrían no ser valiosas siquiera.

– ¿Dónde las adquirió?

– El sábado por la noche, apenas podía conciliar el sueño. Sólo algunos minutos, a ratos. Me pasé el tiempo revolviéndome en la cama, despertándome tan pronto empezaba a dormitar. Tenía miedo del sueño. Y el sábado por la tarde no dormí la siesta. Pero ayer por la noche me sentía tan exhausto que no podía mantener por más tiempo los ojos abiertos. Dormí sin quitarme la ropa, y al despertar esta mañana, los bolsillos de mis pantalones estaban llenos de estas cosas.

Julie cogió una de las piedras más pulidas y, colocándola ante su ojo derecho en dirección a la lámpara más cercana, la miró al trasluz. Incluso sin tallar, el color y la claridad de la gema eran excepcionales. Tal vez fueran sólo semipreciosas, como sugería Frank, pero sospechó que debían de tener un valor considerable.

– ¿Por qué las conservas en un tarro? -preguntó Bobby.

– Porque hube de salir a comprar uno para guardar esto -contestó Frank.

Y sacando de la bolsa un tarro algo mayor lo colocó sobre la mesa.

Julie se volvió para mirarlo y se llevó tal sobresalto que dejó caer la gema. En el recipiente de cristal había un insecto casi tan grande como su mano. Aunque tenía unos élitros duros, como un escarabajo (de color negro profundo con manchas de un rojo sangre alrededor de todo el borde), la cosa de dentro del caparazón semejaba más una araña que un escarabajo. Tenía las ocho patas vigorosas y peludas de una tarántula.

– ¿Qué diablos es esto? -le imprecó gesticulando Bobby, que era algo entomofóbico. Ante cualquier insecto algo más agresivo que una mosca casera, llamaba a Julie para que lo capturara o matara mientras observaba la acción a distancia.

– ¿Está vivo? -preguntó Julie.

– Ahora, no -dijo Frank.

Dos patas delanteras, semejantes a pinzas de langosta en miniatura, se extendían desde la parte delantera del caparazón, una a cada lado de la cabeza, pero diferían de los apéndices de una langosta en que las pinzas estaban mucho más articuladas que las de cualquier crustáceo común. Recordaban algo a unas manos, con cuatro segmentos curvados y quitinosos, unidos en la base; los bordes tenían una sierra de feo aspecto.

– Apuesto lo que sea a que si esa cosa te pescara un dedo te lo cortaría -murmuró Bobby-. ¿Dijiste que estaba vivo, Frank?

– Cuando me desperté esta mañana, lo encontré arrastrándose sobre mi pecho.

– ¡Dios santo! -exclamó Bobby, palideciendo visiblemente.

– Estaba atontado.

– ¡Ah! ¿Sí? Pues parece tan rápido como una maldita cucaracha.

– Creo que se estaba muriendo -dijo Frank-. Grité y lo aparté de un manotazo. Cayó sobre el dorso en el suelo, pataleó débilmente durante unos segundos y luego se quedó inmóvil. Entonces cogí la funda de una almohada, lo puse dentro y la anudé para que no escapara por si estaba todavía vivo. Luego, descubrí las gemas en los bolsillos, así que compré dos tarros, uno para el bicho…, que, por cierto, no se ha movido desde que lo puse ahí, y por tanto imagino que estará muerto. ¿Han visto ustedes alguna vez algo parecido?

– No -respondió Julie.

– No, a Dios gracias -masculló Bobby. No se inclinó sobre el tarro para mirarlo de cerca como había hecho Julie. De hecho retrocedió un paso como si temiera que el bichejo pudiese salir bruscamente a través del cristal.

Julie cogió el tarro y lo hizo girar de modo que pudiese ver de frente al bicho. Su cabeza de satén negro era casi tan grande como una ciruela y estaba escondida a medias bajo el caparazón. Los ojos polifacéticos, de un amarillo sucio, estaban asentados altos, a ambos lados de la cabeza, y debajo de cada uno había lo que parecía ser otro ojo más pequeño que el de arriba, de un color rojizo azulado. Extraños dibujos de orificios minúsculos, seis extrusiones espinosas y tres mechones de pelos sedosos caracterizaban la suave y brillante superficie de aquella fisonomía aborrecible. Su boca pequeña, ahora abierta, era un orificio circular en donde ella creyó ver hileras de dientes, menudos pero agudos.

Mirando pasmado al ocupante del tarro, Frank dijo:

– No sé en qué diablos me he metido pero, sea lo que sea, es una cosa mala, una cosa mala de verdad. Y tengo miedo.

Bobby se crispó. Con expresión pensativa, hablando más bien para sí, murmuró:

– Una cosa mala…

Mientras devolvía el tarro a su sitio, Julie dijo:

– Aceptamos el caso, Frank.

– ¡Está bien! -exclamó Clint.

Apartándose de la mesa para encaminarse hacia el lavabo, Bobby dijo:

– Necesito verte a solas un momento, Julie.

Por tercera vez, ambos entraron juntos en el retrete, cerraron la puerta y pusieron en marcha el ventilador.

La cara de Bobby tenía el tono grisáceo de un retrato pintado al carbón; hasta sus pecas habían perdido el color. Ahora, sus alegres ojos azules mostraban cualquier cosa menos alegría.

– ¿Estás loca? -susurró-. ¡Le has dicho que aceptamos el caso!

Julie parpadeó, sorprendida.

– ¿Acaso no era eso lo que querías?

– No.

– ¡Ah! Entonces supongo que he oído mal. Debo de tener demasiada cera en los oídos. Compacta como el cemento.

– Probablemente, ése es un lunático peligroso.

– Quizá me convenga ir a un médico para que me haga una limpieza de oídos.

– Esa historia disparatada que el tipo se ha inventado es sólo…

Julie levantó la mano para interrumpirle a mitad de la frase.

– Atente a la realidad, Bobby. Él no imaginó ese bicho. ¿Y qué es esa cosa? Jamás he visto fotografías de algo semejante.

– ¿Qué me dices del dinero? Debe haberlo robado.

– Frank no es un ladrón.

– ¡Cómo! ¿Acaso te lo ha revelado Dios? Porque no hay otra forma de saberlo. Has conocido a Pollard hace poco más de una hora.

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