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Sandra Brown: Único Destino

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Sandra Brown Único Destino

Único Destino: краткое содержание, описание и аннотация

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor. Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard. Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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«Tengo toda la cabeza vendada». Levantó la cabeza de la almohada lo más que pudo, no más de dos o tres centímetros, y se miró el cuerpo.

Al cabo de unos segundos, un grito que resonó en todo el pasillo, y que parecía proceder directamente de las entrañas del infierno, hizo que la enfermera y el médico cubrieran a la carrera los metros que los separaban de la habitación y se precipitaran hacia la cama.

– Yo lo sujeto. Usted póngale un calmante -rugió el médico-. Va a estropear todo lo que hemos hecho hasta ahora si sigue moviéndose así.

Él notó el pinchazo de la aguja en el muslo derecho y gritó de indignación y frustración por su incapacidad para hablar, para protestar, para rebelarse.

La oscuridad volvió a cernirse sobre él. Unas manos tranquilizadoras lo obligaron a recostarse de nuevo en la almohada. Para cuando por fin apoyó la cabeza en ella, una dulce inconsciencia se había apoderado otra vez de él.

Se pasó días, ¿o semanas?, entrando y saliendo de aquel estado. No tenía ningún punto de referencia para calcular el tiempo. Empezaba a darse cuenta de cuándo le cambiaban las botellas de suero, de cuándo le tomaban la tensión, de cuándo revisaban los tubos y los catéteres que entraban y salían de su cuerpo. En una ocasión reconoció a la enfermera. En otra, oyó la voz del médico. Pero se movían a su alrededor como fantasmas, espectros solícitos en un sueño blando y brumoso.

Gradualmente, empezó a permanecer despierto periodos de tiempo cada vez más prolongados. Se acostumbró a reconocer la habitación, las máquinas que emitían pitidos con sus señales vitales. Cada vez era más consciente de su estado físico. Y sabía que era grave.

Estaba despierto cuando el médico apareció por la puerta y se puso a estudiar un gráfico colgado a los pies de la cama.

– Bueno, hola -dijo al ver que su paciente lo miraba fijamente. Le hizo el reconocimiento habitual y luego se apoyó en el borde de la cama-. ¿Es consciente de que está en un hospital, y bastante machacado?

– ¿Fue… un… accidente?

– No, sargento Rule. Hace un mes, lanzaron varias bombas contra la embajada en El Cairo. Usted es uno de los escasos supervivientes. Lo sacaron de entre los escombros, lo trajeron aquí. Cuando esté lo bastante recuperado, lo enviaremos a casa.

– ¿Qué… qué me pasa?

Un amago de sonrisa sobrevoló los labios del médico.

– Sería más fácil decir «qué no le pasa»-se frotó la barbilla-. ¿Quiere que sea sincero?

Un asentimiento apenas perceptible animó al médico a proseguir con franqueza y sin contemplaciones.

– Le cayó una pared de hormigón sobre el lado izquierdo del cuerpo y prácticamente todos los huesos de ese lado los tiene rotos, si no destrozados. Hemos hecho lo que hemos podido. El resto -hizo una pausa y respiró hondo-, bueno, se ocuparán los especialistas cuando vuelva a casa. Tiene por delante una recuperación larga, yo diría que por lo menos ocho meses, aunque quizá sea el doble. Necesita someterse a varias operaciones y muchos meses de rehabilitación y fisioterapia.

La tristeza que se reflejaba en la cara vendada era difícil de describir y de soportar incluso para el médico, que se había endurecido en los campos de batalla de Vietnam.

– ¿Podré…?

– Ahora mismo, cualquier pronóstico es arriesgado. En gran medida depende de usted, de los arrestos y la determinación que esté dispuesto a poner, de sus deseos de volver a andar.

– ¿Andar? Yo quiero correr -bromeó él.

El médico casi se echó a reír.

– Bien. Pero, por ahora, lo que tiene que hacer es recuperar fuerzas para que podamos hacerle unos remiendos.

Se despidió con una palmadita suave en el hombro derecho y se dio media vuelta para marcharse.

– ¿Doctor?

Éste se giró cuando oyó la voz ronca.

– ¿Y el ojo?

Miró a su paciente con simpatía.

– Lo siento, sargento. No hemos podido salvarlo.

Se alejó con brusquedad, como si tuviera prisa por finalizar su ronda, con un nudo en la garganta. El signo de desesperación más elocuente que había visto en su vida era esa solitaria lágrima resbalando por la mejilla demacrada del sargento.

Al día siguiente, se autorizaron las visitas y George Rule pudo ver a su hijo. Se acercó a la cama y agarró la mano derecha de Trevor. Despacio, se sentó en un silla que había al lado. Trevor no recordaba haber visto llorar a su padre, ni siquiera a la muerte de su madre, varios años atrás. En ese momento, sin embargo, el abogado de Filadelfia, capaz de aterrorizar a cualquier testigo que pretendiera mentir en un juicio, sollozaba amargamente.

– Debo tener peor aspecto de lo que pensaba -dijo Trevor en un rasgo de humor negro-. ¿Impresionado, eh?

El mayor de los Rule se recompuso. Los médicos le habían advertido que debía mostrarse optimista.

– No, no estoy impresionado. Llegué aquí antes que tú y te vi cuando te trajeron. Aunque no lo parezca, estás mucho mejor.

– Entonces debía estar hecho pedazos, porque ahora estoy fatal…

– Mientras estabas en coma, sólo me dejaban verte una vez al día, pero desde que te despertaste, no me han dejado volver a entrar. No querían que nada te alterara. Te pondrás bien, hijo mío. Ya he hablado con los médicos en Estados Unidos, con varios cirujanos ortopédicos que…

– Ayúdame, papá.

– Claro, hijo, haremos todo lo humanamente posible.

La última vez que Trevor y su padre se habían visto no había sido en buenos términos. Si no hubiera estado tan angustiado con su situación, Trevor habría notado inmediatamente el drástico cambio de actitud de su padre hacia él.

– Mira la lista de muertos. Mira a ver si está el sargento Richard Stroud.

– Hijo, no debes tener más preocupación que…

– ¿Lo vas a hacer o no? -dijo con voz quejumbrosa. La visita de su padre lo había agotado físicamente.

– Claro, claro que lo haré -se apresuró a responder George al notar la ansiedad de su hijo-. ¿Has dicho Stroud?

– Sí. Richard Stroud.

– ¿Un amigo?

– Sí. Le pido a Dios que no haya muerto. Si ha muerto, será por mi culpa.

– ¿Cómo va a ser culpa tuya, Trevor?

– Porque lo último que recuerdo es que me quedé dormido en su litera.

– ¡Eh, Stroud! ¿Estás despierto, compañero?

– Ahora sí -refunfuñó Richard-. Maldita sea, Besitos, son las tres. ¿Estás borracho?

– ¿Te apetece ir a tomar algo?

Richard Stroud se sentó en la litera y sacudió la cabeza para despertarse del todo.

– Has debido de pasártelo de miedo este fin de semana.

– De muerte. ¿Sabes lo que es un orgasmo?

Stroud se rió.

– Estás completamente borracho. Venga, te ayudo a quitarte los pantalones.

– Un orgasmo, un orgasmo. Han sido como tres. ¿O cuatro?

– ¿Cuatro? Eso sería un record incluso para ti, ¿no?

Stroud se encontró con un dedo frente a la punta de su nariz.

– Oooye, Schtroud. Tú siempre pensando lo peor de mí. Estoy hablando del cóctel. Un orgasmo: vodka, brandy y… ¿Ya me has quitado los pantalones?

– Si me ayudas un poco y levantas los pies del suelo…

– ¡Aaarriba! -Trevor Rule cayó sobre la litera y arrastró a Richard con él-. ¿Conoces a Becky? -preguntó con una sonrisa tontorrona.

– Creía que se llamaba Brenda -respondió Stroud mientras se libraba de los brazos de Trevor.

– Ah, sí. Ahora que lo pienso, me parece que es Brenda. Tiene unas piernas preciosas -entornó los ojos con gesto lascivo mientras Stroud lo ayudaba a quitarse la camisa-. Muslos fuertes. ¿Sabes a qué me refiero?

Stroud se rió entre dientes y movió la cabeza.

– Sí, sé a qué te refieres. No creo que al coronel Daniels le hiciera gracia oírte hablar de los muslos fuertes de su hija.

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