David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– ¿Quién?

– Quizás esto le refresque la memoria. -Sawyer metió la mano en el bolsillo y sacó la foto que Ray Jackson había encontrado en el apartamento de Lieberman. Sostuvo la foto delante de Tiedman.

El banquero cogió la foto con manos temblorosas. Inclinó la cabeza con el entrecejo fruncido. Sin embargo, Sawyer alcanzó a ver el reconocimiento en la mirada del hombre.

– ¿Cuánto hace que estaba enterado de esto? -preguntó Sawyer en voz baja.

Tiedman movió los labios sin emitir ningún sonido. Por fin, le devolvió la foto a Sawyer y bebió otro trago de agua. No miró a Sawyer mientras respondía, y esta vez las palabras fluyeron con más facilidad.

– Yo fui el que los presentó -fue la sorprendente respuesta de Tiedman-. Steven trabajaba en Fidelity Mutual como analista financiero. Por aquel entonces, Arthur todavía era presidente del banco de la Reserva en Nueva York. Muchos colegas a los que respeto proclamaban sus méritos a voz en grito. Era un joven excepcional, con algunas ideas muy interesantes sobre los mercados financieros y el papel de la Reserva en la economía mundial. Era guapo, culto, atractivo; se había graduado entre los primeros de su promoción. Sabía que Arthur le consideraría como una buena aportación a su círculo. Él y Arthur hicieron buenas migas. -Tiedman hizo una pausa.

– ¿Una amistad que se transformó en otra cosa? -le animó Sawyer.

Tiedman asintió.

– ¿Usted ya sabía que Lieberman era homosexual, o al menos bisexual?

– Tenía problemas en su matrimonio. En aquel entonces, no sabía que los problemas surgían de la… confusión sexual de Arthur.

– Al parecer aclaró la confusión. Se divorció.

– No creo que esa fuera la idea de Arthur. Creo que Arthur hubiese estado muy contento manteniendo al menos la fachada de un feliz matrimonio heterosexual. Sé que cada día es mayor el número de personas que se declaran homosexuales, pero Arthur era un hombre muy celoso de su vida privada y la comunidad financiera es muy conservadora.

– Así que la esposa pidió el divorcio. ¿Ella sabía lo de Page?

– ¿Quién? No, creo que no. Pero sí creo que sabía que Arthur tenía una relación, y que no era con una mujer. Creo que por eso el divorcio resultó tan cruel. Arthur tuvo que actuar deprisa antes de que su esposa mencionara el tema a los abogados. Le costó hasta el último penique. Arthur confió esta información como el secreto más íntimo que un amigo le puede revelar a otro. Y sólo se lo puedo decir en los mismos términos.

– Se lo agradezco, Charlie -manifestó Sawyer-. Pero debe comprender que si Lieberman fue la razón para que abatieran aquel avión, debo investigar todas las posibilidades. Sin embargo, le prometo que no utilizaré esta información a menos que tenga un impacto directo en las investigaciones. Si resulta que el tema de Lieberman no está vinculado con el atentado, entonces nadie sabrá nunca lo que me acaba de revelar. ¿Le parece bien?

– Es justo -aceptó Tiedman-. Muchas gracias.

Sawyer advirtió el cansancio de Tiedman y decidió darse prisa.

– ¿Conoce usted las circunstancias de la muerte de Steven Page?

– Lo leí en los periódicos.

– ¿Sabía que era seropositivo?

Tiedman meneó la cabeza.

– Un par de preguntas más. ¿Sabía que Lieberman tenía un cáncer de páncreas en fase terminal? -Tiedman asintió-. ¿Cómo lo llevaba? ¿Se sentía dolido? ¿Desesperado?

El banquero tardó unos momentos en responder. Permaneció sentado en silencio con las manos entrelazadas sobre los muslos. Después miró a Sawyer.

– En realidad, Arthur parecía feliz.

– ¿El tipo era un enfermo terminal y parecía feliz?

– Sé que parece extraño, pero no se me ocurre otra manera de describirlo. Aliviado y feliz.

Sawyer le dio las gracias y se marchó con la mente llena de nuevas preguntas a las que, al menos de momento, no podía responder.

Capítulo 49

Sidney se sentó sola en el vagón restaurante del tren que la llevaba a Nueva York. Mientras contemplaba las imágenes fugaces a través de la ventanilla, bebió un trago de café y mordisqueó un bollo calentado en el microondas. El rítmico traqueteo de las ruedas y el suave balanceo del vagón ayudaron a tranquilizarla. Había estado muy alerta cuando abordó el tren y había recorrido varios vagones antes de escoger uno.

Durante buena parte del viaje no había hecho otra cosa que pensar en su hija. Tenía la sensación de que había pasado un siglo desde que la había estrechado entre sus brazos y ahora no tenía ni la más mínima idea de cuándo la volvería a ver. Sólo tenía claro que cualquier intento de ver a Amy representaría poner en peligro a la niña, y eso era algo que nunca haría aunque significara no volver a verla jamás. De todos modos, la llamaría en cuanto llegara a Nueva York. Se preguntó cómo les explicaría a sus padres la pesadilla que les caería encima: los titulares proclamando que su brillante y queridísima hija era ahora una asesina prófuga. No podía hacer nada para protegerlos de la curiosidad periodística. Estaba segura de que los periodistas acabarían por aparecer en Bell Harbor, Maine, pero quizás el viaje al norte de sus padres les protegería durante unas horas del escándalo.

Sidney era consciente de que sólo disponía de una oportunidad para descubrir aquello que había aparecido bruscamente para destruir su vida. La oportunidad estaba en la información contenida en el disquete que ahora viajaba hacia el norte a toda velocidad en manos de Federal Express. El disquete era lo único que tenía. Al parecer, Jason lo consideraba de vital importancia. ¿Y si estaba equivocado? Se estremeció y se obligó a no pensar en esa pesadilla. Tenía que confiar en su marido. Contempló a través de la ventanilla las imágenes difusas de árboles, casas modestas con antenas de televisión torcidas y los feos edificios de las fábricas abandonadas. Se arrebujó en el abrigo y se recostó en el asiento.

En cuanto el tren entró en las oscuras cavernas de Penn Station, Sidney se situó junto a la puerta. Eran las cinco y media de la mañana. No se sentía cansada, aunque no recordaba cuándo había dormido por última vez. Se puso en la cola de los taxis y entonces decidió hacer una llamada telefónica antes de dirigirse al aeropuerto Kennedy. Había pensado en tirar el revólver pero el arma le daba una sensación de seguridad que ahora necesitaba con desesperación. Aún no había decidido cuál sería su punto de destino, aunque el largo viaje en taxi hasta el aeropuerto le daría tiempo para decidirlo.

De camino hacia una cabina de teléfonos, compró un ejemplar del Washington Post y echó un vistazo a los titulares. No había ninguna mención de los asesinatos; tal vez los reporteros no habían conseguido incluir la noticia antes de la hora de cierre o la policía aún no había recibido aviso de los crímenes. En cualquier caso, no tardarían en enterarse. El aparcamiento público abría a las siete, pero los usuarios de las oficinas podían acceder al mismo a cualquier hora.

Marcó el número de sus padres en Bell Harbor. Un mensaje automático le informó de que el teléfono estaba desconectado. Gimió al recordar el motivo. Sus padres siempre desconectaban el teléfono durante el invierno. Sin duda, su padre se había olvidado de pedir la conexión. Lo haría en cuanto llegara a la casa. Si no habían restablecido el servicio es que todavía estaban de camino.

Sidney calculó el tiempo del viaje. Cuando ella era una niña, su padre conducía las trece horas de un tirón, con las paradas imprescindibles para comer y reponer gasolina. Con la edad se había vuelto más paciente. Desde su retiro, había adoptado la costumbre de partir el viaje en dos días, con una parada para dormir. Si habían salido ayer por la mañana, tal como pensaban, llegarían a Bell Harbor a media tarde de hoy. Si habían salido como pensaban. De pronto se le ocurrió que no había verificado la salida de sus padres. Decidió enmendar el fallo de inmediato. El teléfono sonó tres veces antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático. Habló para comunicar a sus padres que era ella. A menudo esperaban saber quién llamaba antes de atender. Sin embargo, no respondió nadie. Colgó el teléfono. Volvería a intentarlo desde el aeropuerto. Miró la hora. Tenía tiempo para hacer otra llamada. Ahora que sabía de la vinculación de Paul Brophy con RTG, había algo que no cuadraba. Sólo había una persona a la que podía preguntárselo. Y necesitaba hacerlo antes de que transcendiera la noticia de los asesinatos.

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