Henning Mankell - El chino

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Hubo de aguardar cerca de treinta minutos hasta que, conducida por otro vigilante a través de los laberínticos pasillos del edificio, llegó al despacho del director Ha Nin, que se encontraba en el último piso. Llevaban muchos años sin verse y Hong se sorprendió al comprobar lo mucho que había envejecido.

– Ha Nin -dijo extendiendo ambas manos-. ¡Cuánto tiempo ha pasado!

Él apretó en sus manos las de ella.

– Hong Qui. Veo canas en tus cabellos, igual que tú las ves en los míos. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?

– Cuando Deng pronunció su discurso sobre las racionalizaciones que era necesario aplicar a nuestras fábricas.

– El tiempo vuela.

– Más rápido cuanto mayores nos hacemos. Creo que la muerte nos dará alcance a una velocidad vertiginosa; tanta, que no tendremos tiempo de percatarnos de ello siquiera.

– ¿Como una granada de mano sin seguro? ¿Nos estallará en la cara?

Hong atrajo hacia sí las manos de Ha Nin.

– Como el vuelo de una bala al salir del cañón del rifle. He venido para hablar de Shen Wixan.

A Ha Nin no pareció sorprenderle. Hong comprendió que una de las razones por las que la había hecho esperar era para, entretanto, averiguar cuál podía ser el motivo de su visita. Sólo había una respuesta, no podía tratarse más que de ese condenado a muerte. Tal vez incluso hubiese llamado a alguien del Ministerio del Interior para recibir instrucciones sobre cómo tratar a Hong. Se sentaron a una mesa de reuniones bastante estropeada. Ha Nin encendió un cigarrillo y Hong fue derecha al grano. Quería visitar a Shen, despedirse y preguntarle si había algo que pudiese hacer por él.

– Resulta muy extraño -opinó Ha Nin-. Shen conoce a tu hermano. Le ha suplicado que intente salvarle la vida, pero Ya se niega a hablar con él y asegura que la sentencia es merecida. Y ahora vienes tú, la hermana de Ya Ru.

– Un hombre que merece morir no tiene por qué merecer que se le niegue un último deseo o que no se escuchen sus últimas palabras.

– Me han dado permiso para concederte que lo visites. Si él quiere.

– ¿Y quiere?

– No lo sé. El médico de la prisión está en su celda en estos momentos, hablando con él.

Hong asintió y se dio la vuelta, dando a entender que no deseaba continuar la conversación.

Otros treinta minutos más tarde llamaron a Ha Nin a la antesala de su despacho y, cuando volvió, le comunicó a Hong que Shen estaba dispuesto a recibirla.

Regresaron al laberinto y se detuvieron en el pasillo con doce celdas, en las que custodiaban a los presos que iban a ser ejecutados y entre los que se encontraba Shen.

– ¿Cuántos hay? -preguntó Hong quedamente.

– Nueve. Dos mujeres y siete hombres. Shen es el principal, el peor de los delincuentes. Las mujeres se han dedicado a la prostitución, a los hombres les han imputado robo por homicidio y tráfico de drogas. Todos ellos son individuos incorregibles de los que nuestra sociedad puede prescindir.

Hong experimentó una desagradable sensación mientras recorría el pasillo y atisbaba a los seres humanos allí encerrados, lamentándose, balanceándose de un lado a otro sentados o apáticos y tumbados en sus camas. «¿Habrá algo más aterrador que saber que vas a morir en breve?», se preguntó. «Los minutos están contados, no hay salida, tan sólo la sonda que va descendiendo, la muerte que se prepara.»

Shen estaba encerrado en la última celda del pasillo, justo donde éste terminaba. Su habitual larga y abundante cabellera negra había desaparecido, pues lo habían rapado al cero. Vestía un uniforme azul de presidiario compuesto de unos pantalones demasiado grandes y una camisa demasiado pequeña. Ha Nin se retiró para que uno de los vigilantes abriera la puerta de la celda. Una vez dentro, Hong percibió la angustia y el pánico que impregnaban el breve espacio de la celda. Shen le agarró la mano y se puso de rodillas.

– No quiero morir -se lamentó en un susurro.

Hong le ayudó a sentarse en la cama, donde había un colchón y una manta. Luego arrastró un taburete y se sentó frente al prisionero.

– Tienes que ser fuerte -lo animó-. Eso es lo que recordará la gente. Que morirás con dignidad. Se lo debes a tu familia. Nadie puede salvarte, ni yo ni ninguna otra persona.

Shen la observó con los ojos desorbitados.

– Pero yo no hice nada que no hayan hecho todos los demás.

– No todos, pero sí muchos, tienes razón. Debes admitir lo que hiciste en lugar de humillarte aún más mintiendo.

– ¿Y por qué tengo que morir yo precisamente?

– Podría haber sido cualquiera. Pero te tocó a ti. Al final, todos aquellos que son incorregibles sufrirán el mismo destino.

Shen se miró las manos temblorosas y meneó la cabeza.

– Nadie quiere hablar conmigo. No es sólo que vaya a morir, es como si, además, estuviese solo en el mundo. Ni siquiera mi familia quiere venir a visitarme. Es… como si ya estuviera muerto.

– Tampoco Ya Ru ha venido.

– No lo entiendo.

– En realidad, estoy aquí por él.

– Pues yo no quiero ayudarle.

– Te equivocas. Ya Ru no necesita ayuda. Él se libra de todo negando cualquier relación contigo. En la suerte que te ha tocado correr, se incluye el hecho de ser vilipendiado por todos. Ya Ru no es ninguna excepción.

– ¿Es eso cierto?

– Estoy diciéndote la verdad. Ahora bien, hay algo que yo puedo hacer por ti. Puedo facilitarte la venganza si me hablas con detalle de tu relación con Ya Ru.

– Pero ¡si es tu hermano!

– Un lazo familiar que lleva roto muchos años. Ya Ru es peligroso para este país. La sociedad china se fundó partiendo de la premisa de la honradez individual. El socialismo no puede funcionar y crecer si no hay decencia ciudadana. La gente como tú y como Ya Ru no sólo os corrompéis a vosotros mismos, sino a toda la sociedad.

Shen terminó por comprender cuál era el objetivo de la visita de Hong, que, por cierto, pareció infundirle renovada fuerza y, por un instante, adormeció el pánico que lo invadía. Hong sabía que Shen podía volver a caer de nuevo y que la angustia ante la muerte podía paralizarle e impedirle contestar a sus preguntas. De ahí que lo acuciase como si lo estuviesen sometiendo a un nuevo interrogatorio policial.

– Aquí estás, encerrado en una celda esperando la muerte, mientras que Ya Ru se pasa el tiempo en su despacho del rascacielos que él mismo llama la Montaña del Dragón. ¿Es eso lógico?

– Él podría ocupar mi lugar.

– Corren rumores sobre él, pero Ya Ru es muy habilidoso. Nadie parece hallar el menor rastro de su paso por ninguna parte.

Shen se le acercó y bajó la voz.

– Sigue el rastro del dinero.

– ¿Adónde conduce?

– A las personas que le prestaron grandes sumas para que pudiera construir su fortaleza. ¿De dónde crees que recibió tantos millones?

– De sus inversiones en distintas empresas.

– ¿De las destartaladas instalaciones donde fabrica ranas de plástico con las que los niños occidentales juegan en la bañera? ¿Del patio trasero de las barracas donde sus empleados cosen zapatos y camisetas? Ni siquiera con los hornos de fabricación de ladrillos gana tanto dinero.

Hong frunció el entrecejo, sorprendida.

– ¿Acaso tiene Ya Ru intereses en fábricas de ladrillo? Acabamos de enterarnos de que allí tratan a los empleados como esclavos; que, cuando no rinden lo suficiente, los castigan quemándolos.

– A Ya Ru le advirtieron lo que iba a pasar. Y se deshizo de esas fábricas antes de que la policía empezase con sus redadas. En eso consiste la clave de su éxito, siempre le avisan con antelación. Tiene espías por todas partes.

De repente, Shen se apretó las manos contra el estómago, como si le hubiese sobrevenido un dolor repentino. Hong vio la angustia pintada en su rostro y, por un instante, estuvo a punto de sentir cierta compasión. Shen no contaba más de cincuenta y nueve años y tenía a sus espaldas una brillante carrera, pero ahora iba a perderlo todo; no sólo el dinero, sino también la buena vida que se había procurado, el oasis que se había construido para sí y para su familia en medio de tanta pobreza. Cuando lo detuvieron y lo acusaron, los diarios, indignados y satisfechos a un tiempo, publicaron con todo lujo de detalles cómo sus dos hijas solían volar a Tokio o a Los Ángeles para comprarse ropa. Hong recordaba aún un titular, seguramente redactado por los servicios secretos y el Ministerio del Interior. Se trata de ropa adquirida con los ahorros de los pobres campesinos. Los medios de comunicación repetían una y otra vez aquel titular. Se publicaron cartas de los lectores, también escritas, claro está, por los mismos periódicos y controladas por los funcionarios que, en las más altas esferas, ejercían de responsables de los efectos políticos del juicio contra Shen. Los lectores propusieron que descuartizasen el cuerpo de Shen y lo arrojasen a los cerdos. La única manera de castigarlo era convertirlo en comida para esos animales.

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