Henning Mankell - El chino

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Llevaba un plano que le había dado en recepción una joven muy hermosa que hablaba inglés casi sin acento. De repente, recordó una cita: «El auge actual del movimiento campesino es un acontecimiento enorme». Era una cita de Mao que siempre salía a colación durante los violentos debates en la primavera del 68. El movimiento de izquierda radical al que se vieron arrastradas tanto ella como Karin Wiman sostenía que las ideas o las citas de Mao, recogidas en el pequeño libro rojo, eran el único argumento necesario, ya fuese para elegir el menú de la cena o para estudiar el modo de hacer comprender a la clase trabajadora sueca que estaba siendo sobornada por los capitalistas y sus aliados los socialdemócratas y que debían tomar conciencia de su misión histórica y su obligación de armarse para la lucha. Birgitta recordaba incluso el nombre del predicador, Gottfred Appel, que ella llamaba Äpplet, La manzana, de forma un tanto irreverente, aunque sólo ante gente de confianza, como Karin Wiman.

«El auge actual del movimiento de los agricultores es un acontecimiento enorme.» Aquellas palabras seguían reverberando en su cerebro cuando salió del hotel, cuya entrada vigilaba un par de hombres muy jóvenes, mudos y enfundados en sus uniformes verdes. La calle que se extendía ante su vista era muy ancha, con muchos carriles. Por todas partes había coches y casi ninguna bicicleta, estaba flanqueada por grandes edificios bancarios y financieros y había también una enorme librería de cinco plantas. Ante la puerta de un comercio vio a gente que llevaba grandes bolsas de plástico llenas de botellas de agua. No había recorrido muchos metros cuando empezó a sentir la polución en la garganta y la nariz y un sabor metálico en la boca. Donde no había edificios, se alzaban altas grúas moviendo sus brazos de un lado a otro, y comprendió que se hallaba en una ciudad en acelerada transformación.

Un hombre solitario que tiraba de un carro sobrecargado de algo que parecían jaulas vacías para gallinas se le antojó totalmente fuera de contexto. De no ser por esa imagen, habría podido pensar que se encontraba en cualquier parte del mundo. «El eje terrestre va girando con la ayuda de la fuerza mecánica», se dijo. «Cuando yo era joven, recreaba en mi interior imágenes de miríadas de chinos ataviados con el mismo tipo de ropa acolchada que, con azadas y palas, rodeados de banderas rojas y recitando a coro sus divisas, transformaban las altas montañas que los rodeaban en fértil tierra de cultivo. Siguen siendo una masa ingente, pero al menos en Pekín y en esta calle la gente no viste de un modo distinto al resto del mundo y, desde luego, no llevan en las manos palas ni azadas. Ni siquiera van en bicicleta, sino en coche, y las mujeres caminan por las aceras sobre elegantes zapatos de tacón.»

Pero ¿qué esperaba? Hacía casi cuarenta años de la primavera y el verano del 68, del miedo o incluso el terror de no ser lo suficientemente ortodoxo y del repentino desenlace que se produjo en el mes de agosto, del subsiguiente alivio y, después, el gran vacío… Era como si hubiese caminado por un espinoso bosque plagado de arbustos que la condujo a un frío y tenebroso desierto.

A finales de la década de 1980, ella y Staffan emprendieron un viaje a África en el que, entre otros países, visitaron las cataratas Victoria, en la frontera entre Zambia y Zimbabue. Tenían amigos que trabajaban como cooperantes en el Cinturón de Cobre de Zambia e invirtieron parte del tiempo del viaje en una especie de safari. El día que visitaron la zona del río Zambeze, Staffan propuso de pronto que hiciesen un descenso por los rápidos de las cataratas Victoria. Ella aceptó, aunque palideció al día siguiente, cuando se reunieron en la orilla para recibir información, conocer al guía de los botes de goma y firmar un documento en el que declaraban que eran conscientes del riesgo que entrañaba la aventura y lo asumían. Después del primer rápido, considerado como uno de los más sencillos y menos duros, Birgitta comprendió que no había sentido tanto miedo en su vida. Pensaba que, tarde o temprano, se meterían en uno de los rápidos, ella se quedaría bajo el bote de goma y se ahogaría. Staffan iba sentado sujetando el cabo que rodeaba la Zodiac con una sonrisa insondable pintada en los labios. Después, cuando todo hubo pasado y ella por poco no se desmayó del alivio, él aseguró que apenas había pasado miedo. Fue una de las pocas veces a lo largo de su matrimonio en que ella se dio cuenta de que le estaba mintiendo; pero no se lo discutió, feliz de que el bote no hubiese volcado en ninguno de los siete rápidos.

Ahora, ante la puerta del hotel, pensó que justamente así, como durante aquel viaje por aguas salvajes, se sintió en la primavera del 68 cuando, junto con Karin, entró en el movimiento rebelde que, completamente en serio, creía que las «masas» suecas no tardarían en levantarse y emprender la lucha armada contra los capitalistas y los socialdemócratas, traidores a su clase.

Desde la misma puerta del hotel contempló cómo se extendía la ciudad ante sus ojos. Los policías, con sus uniformes azules, trabajaban por parejas para hacer fluir el intenso tráfico. Uno de los sucesos más absurdos de aquella primavera de rebelión acudió a su memoria. Ella formaba parte del grupo de las cuatro personas encargadas de elaborar una propuesta de resolución sobre una cuestión que ya no recordaba. Tal vez relacionada con la aspiración de destruir el movimiento del Frente de Liberación Nacional que, a lo largo de los años, había ido fortaleciéndose en Suecia como movimiento popular, en contra de la guerra de Estados Unidos en la lejana Vietnam. Terminaron la resolución, encabezada por las siguientes palabras: «En una reunión multitudinaria celebrada en Lund, se adoptó la siguiente decisión».

¿Una reunión multitudinaria de cuatro personas? ¿Cuando la realidad que se ocultaba tras «el auge actual del movimiento campesino» abarcaba a cientos de millones de personas movilizadas? ¿Cómo podían considerarse una reunión multitudinaria tres estudiantes y un aprendiz de boticario de Lund?

Karin Wiman era uno de aquellos cuatro, pero, en tanto que Birgitta no pronunció una sola palabra durante la elaboración de la resolución y guardó silencio atemorizada y apartada en un rincón, deseando hacerse invisible, Karin iba mostrando aquí y allá su acuerdo con lo que decían los demás, puesto que, según ella, habían hecho un «correcto análisis» del asunto. En la época en que las masas suecas debían echarse a las plazas a gritar las palabras del gran guía chino, en la imaginación de Birgitta todos los chinos vestían amplios uniformes grises, todos iban tocados con la misma gorra, llevaban el pelo cortado del mismo modo y las frentes arrugadas de seriedad.

De vez en cuando, el día en que recibía un ejemplar del diario gráfico China, la llenaban de admiración las personas de aspecto saludable que, con encendidas mejillas y ojos brillantes, alzaban los brazos hacia aquel dios que había descendido de los cielos, el Gran Timonel, el Eterno Maestro y todo lo demás, el misterioso Mao. Sin embargo, ya había dejado de ser tan misterioso, según se había demostrado después. Fue un político que comprendió con una perspicacia asombrosa lo que estaba sucediendo en el gran imperio chino. Hasta la independencia en 1949 fue uno de esos líderes únicos que la Historia da a luz de vez en cuando. Más tarde, su ejercicio del poder supuso mucho sufrimiento, caos y desconcierto; pero nadie podía negarle el haber sido quien, como un emperador moderno, sentó las bases de la China que en la actualidad se convertía en una potencia mundial.

Y allí, ante el reluciente hotel de pórtico de mármol y sus elegantes recepcionistas de inglés impecable, Birgitta se sentía como si la hubiesen transportado a un mundo del que no había tenido noticia nunca. ¿Era aquélla, en verdad, la sociedad en que el auge del movimiento campesino había supuesto tan gran acontecimiento?

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