Henning Mankell - El chino

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Aquella misma noche, Hoss le contó a San lo que había dicho el capataz. Hablaban a la puerta de la tienda en la que deliraba Guo Si. El pobre gritaba angustiado que alguien se acercaba caminando desde el desierto. Hoss intentaba tranquilizarlo. Había cuidado a muchos moribundos y sabía que era una visión habitual en quienes estaban a punto de fallecer. Un caminante en el desierto que venía para llevárselos. Podía tratarse del padre o de un dios, de un amigo o de una esposa.

Hoss cuidaba a un chino cuyo nombre desconocía, y tampoco le importaba mucho. Aquel que iba a morir no necesitaba un nombre.

Guo Si estaba yéndose. San aguardaba desesperado el desenlace.

Los días se acortaron. El otoño se esfumaba. Pronto llegaría otra vez el invierno.

Sin embargo, Guo Si sanó como por milagro, muy despacio, y ni Hoss ni San osaban confiar en que se recuperaría, pero una mañana, Guo Si se levantó. La muerte había salido de su cuerpo sin llevárselo consigo.

En ese instante, San tomó la decisión de que un día volverían a China. Después de todo, aquél era su hogar, no el desierto en que se encontraban.

Aguardarían a que terminase su plazo de espera en la montaña, hasta el día en que hubiesen cumplido su contrato de esclavos y fuesen libres de ir a donde quisieran. Soportarían todos los suplicios a los que los sometieran J.A. y los demás capataces. Ni siquiera Wang, que afirmaba ser su dueño, lograría aniquilar aquella determinación.

Nada podía hacer contra la enfermedad o contra un accidente en el trabajo, pero aun así cuidó a Guo Si durante los años que pasaron allí. Si la muerte ya lo había dejado ir una vez, estaba seguro de que no volvería a hacerlo.

Continuaron trabajando en la montaña, picando roca y volando barrancos y abriendo túneles. Vieron a compañeros suyos quedar destrozados por la nitroglicerina, aquella misteriosa sustancia; otros se suicidaban o sucumbían a las enfermedades que venían con las vías del tren. La sombra de J.A. se cernía siempre sobre ellos como una gran mano que amenazaba su existencia. En una ocasión mató de un tiro a un trabajador con el que no estaba satisfecho; otras veces, obligaba a los más débiles y enfermos a realizar los trabajos más peligrosos, sólo para que sucumbieran.

San se mantenía al margen cuando J.A. andaba por allí. El odio que le inspiraba aquel hombre le daba fuerzas para resistir. Jamás le perdonaría el desprecio que había mostrado por Guo Si cuando éste se debatía con la muerte.

Aquello fue peor que si lo hubiese azotado, peor que cualquier otra cosa que pudiese imaginar.

Después de transcurridos unos dos años, Wang dejó de ir a verlos. Un día, San oyó que, durante una partida de cartas, un hombre lo acusó de hacer trampas y le pegó un tiro. San nunca logró averiguar qué había sucedido exactamente, pero lo cierto es que Wang dejó de ir al campamento. Después de otros seis meses sin presentarse, San empezó a creer que era cierto.

Wang estaba muerto.

Finalmente, también llegó el día en que pudieron dejar el ferrocarril como hombres libres. San se había dedicado durante todo el tiempo que no empleaba en trabajar o en dormir a averiguar cómo regresar a Cantón. Lo lógico sería dirigirse hacia el oeste, hasta la ciudad de los muelles en la que bajaron a tierra. Sin embargo, unos meses antes de que los declarasen libres, San se enteró de que un hombre llamado Samuel Acheson conduciría una caravana hacia el este. Al parecer, necesitaba a alguien que le hiciese la comida y le lavase la ropa y estaba dispuesto a pagar por ese trabajo. Había amasado una fortuna sacando oro del río Yukon. Y ahora pensaba atravesar el continente para visitar a su hermana, que era su único pariente y vivía en Nueva York.

Acheson aceptó llevarse a San y a Guo Si. Ninguno de los dos lamentaría haber decidido seguirlo. Samuel Acheson trataba bien a todo el mundo, con independencia del color de su piel.

Cruzar el continente, sus interminables llanuras, sus montañas, les llevó mucho más tiempo de lo que San creía. En dos ocasiones, Acheson enfermó y tuvieron que detenerse durante varios meses. No parecía sufrir ninguna enfermedad física, era su alma, que se ensombrecía de tal modo que lo obligaba a encerrarse en su tienda y a no reaparecer hasta verse libre de tan hondo abatimiento. San le llevaba la comida dos veces al día y lo veía allí tendido en el catre, de espaldas al mundo.

Sin embargo, se recobró en ambas ocasiones, la melancolía abandonaba su alma y podían reanudar el largo viaje. Pese a que tenían la posibilidad de tomar el ferrocarril, Acheson prefería la lentitud de los bueyes y las incómodas carretas.

Cuando atravesaban las infinitas praderas, San solía tumbarse al aire libre por la noche y contemplar el no menos infinito firmamento. Buscaba a su padre y a su madre y también a su hermano Wu, pero no conseguía encontrarlos.

Por fin llegaron a Nueva York, presenciaron el reencuentro de Acheson con su hermana, recibieron su salario y empezaron a buscar un barco que los llevase a Inglaterra. San sabía que era el único modo de regresar, puesto que no había barcos que cubriesen directamente la travesía desde Nueva York hasta Cantón o Shanghai. Al final consiguieron dos pasajes en un buque que iba a Liverpool.

Corría el mes de marzo de 1867. La mañana que zarparon de Nueva York, el puerto estaba envuelto en una densa niebla. Las sirenas aullaban solitarias en la espesura. San y Guo Si miraban por la borda.

– Regresamos a casa -dijo Guo Si.

– Así es -respondió San-. Regresamos a casa.

En el hatillo donde conservaba sus escasas pertenencias, llevaba también el pulgar de Liu envuelto en un retazo de algodón. De las misiones contraídas en América sólo le quedaba una por cumplir. Y pensaba hacerlo.

San soñaba a menudo con J.A. Pese a que él y Guo Si habían dejado atrás la montaña, J.A. se había quedado en sus vidas.

San sabía que, pasara lo que pasara, J.A. jamás los abandonaría. Nunca.

La pluma y la piedra

15

El 5 de julio de 1867, los dos hermanos salieron de Liverpool en un barco llamado Nellie.

San no tardó en descubrir que él y Guo Si eran los únicos chinos a bordo. Les habían asignado las literas en el extremo de proa de la vieja embarcación, que olía a podrido. En el Nellie existían los mismos asentamientos colindantes que en Cantón: no había murallas, pero todos sabían cuál era su espacio. Navegaban hacia el mismo destino, pero no invadían el territorio ajeno.

Antes de zarpar, en el puerto mismo, San se fijó en dos pacíficos pasajeros con el cabello rubio que solían rezar arrodillados junto a la borda. Parecían ajenos por completo a cuanto sucedía a su alrededor: a los marineros que iban y venían ajetreados, a los contramaestres que los acuciaban y les gritaban órdenes… Los dos hombres seguían sumidos en sus oraciones hasta que terminaban y volvían a levantarse.

De pronto, se volvieron hacia San y se inclinaron levemente. San se sobresaltó, como si lo hubiesen amenazado. Jamás un hombre blanco se había inclinado ante él. Los blancos no les hacían reverencias a los chinos. Les daban patadas. Se retiró a toda prisa a donde dormía con su hermano y se puso a reflexionar sobre quiénes serían aquellos dos hombres.

No tenía la más remota idea. Su comportamiento le resultaba incomprensible.

Un día, bastante avanzada la tarde, soltaron amarras, el barco salió del puerto y levaron las velas. Soplaba una fresca brisa del norte y, a buena marcha, el barco zarpó rumbo al este.

San se aferraba a la falca del barco para que el viento le refrescase la cara. Los dos hermanos iban, por fin, camino de casa en su viaje alrededor del mundo. Ahora se trataba de no ponerse enfermos durante el viaje. San ignoraba qué sucedería en cuanto llegasen a China, sólo sabía que no quería volver a verse hundido en la miseria otra vez.

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