Henning Mankell - El chino

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– ¿Dónde está Wu?

– Está durmiendo. Todo irá bien.

Guo Si volvió a caer en su sopor. San miró cauto a su alrededor. El barco tenía muchas velas izadas sobre tres grandes mástiles y no se avistaba tierra por ninguna parte. Por la posición del sol en el cielo, comprendió que llevaban rumbo este.

Los demás hombres, sujetos por la larga cadena, estaban medio desnudos y tan escuálidos como él mismo. En vano buscó a Wu con la mirada y terminó por aceptar que estaba muerto y que se había quedado en Cantón. Cada ola hendida por el estrave del buque lo alejaba un poco más.

San miró al hombre que se encontraba sentado a su lado. Tenía un ojo hinchado y una gran raja en la cabeza, de un hachazo o un golpe de espada. San no sabía si les permitían hablar entre sí o si lo castigarían por ello, pero varios de los hombres encadenados conversaban entre murmullos.

– Soy San -le dijo al otro quedamente-. Mis hermanos y yo fuimos atacados anoche. A partir de ahí, no recuerdo nada de lo que pasó hasta que nos despertamos aquí.

– Yo soy Liu.

– ¿Qué te pasó a ti, Liu?

– Perdí mi tierra, mis ropas y mis herramientas en el juego. Soy tallador de madera. Como no podía pagar mis deudas, vinieron y me llevaron. Intenté zafarme de ellos, pero entonces me golpearon. Cuando abrí los ojos, ya estaba a bordo de este barco.

– ¿Adónde nos dirigimos?

Liu escupió y se tanteó con cuidado la herida del ojo con la mano encadenada.

– Miro alrededor y sé la respuesta. Vamos rumbo a América, o, más bien, rumbo a la muerte. Si logro liberarme de las cadenas, pienso saltar por la borda.

– ¿Podrías volver a nado?

– Eres tonto. Me ahogaré.

– Nadie encontrará tus huesos para enterrarlos.

– Me cortaré un dedo y le pediré a alguien que se lo lleve a China y lo entierre allí. Aún me queda algo de dinero, y lo pagaré para evitar que todo mi cuerpo se descomponga en el mar.

La conversación se vio interrumpida cuando uno de los marineros empezó a tocar el gong. Les ordenaron que se sentaran y les dieron un cuenco de arroz a cada uno. San despertó a Guo Si y le dio de comer antes de empezar él mismo con su cuenco. Era un arroz viejo que olía a podrido.

– Aunque el arroz esté malo, nos mantiene vivos -comentó Liu-. Si morimos, no valdremos nada. Somos como cerdos a los que alimentan antes de morir.

San lo miró horrorizado.

– ¿Van a sacrificarnos? ¿Cómo sabes todo esto?

– Llevo escuchando estas historias desde que nací y sé lo que nos espera. En el muelle nos aguardará la persona que nos ha comprado. Iremos a parar a las minas o a lo más profundo del desierto, donde nos harán colocar hierros en el suelo para unas máquinas que llevan agua hirviendo en sus vientres y que arrastran vagones que se deslizan sobre ruedas. No me preguntes más; de todos modos, eres demasiado tonto para comprender.

Liu se puso de lado y se tumbó a dormir. San se sentía humillado. Si él hubiese sido Liu, jamás se habría atrevido a hablarle así.

Por la noche amainó el viento. Las velas colgaban flojas en los mástiles. Les dieron otra ración de arroz mohoso, una jarra de agua y un trozo de pan tan duro que apenas si podían roerlo. Después se turnaron para evacuar sentados sobre la falca del barco. San se vio obligado a sostener a Guo Si para que no cayese por la borda junto con las pesadas cadenas y arrastrase a otros consigo.

Uno de los marineros que vestía un uniforme oscuro y era tan blanco como el hombre que habían visto en la silla en Cantón decidió que Guo Si dormiría con San en cubierta. Los encadenaron a uno de los mástiles mientras que a los demás los recluyeron en la bodega antes de cerrar y amarrar la trampilla.

San estaba sentado con la espalda apoyada en el mástil observando a los marineros que fumaban en pipa acuclillados en torno a pequeñas hogueras que llameaban en marmitas de hierro. El barco se deslizaba golpeteando las despaciosas olas. De vez en cuando, uno de los marineros pasaba ante ellos y se detenía a comprobar que San y Guo Si no estaban intentando deshacerse de las cadenas.

– ¿Cuánto tiempo estaremos de viaje? -preguntó San.

El hombre se sentó en cuclillas y dio una calada de su pipa, que despedía un aroma dulzón.

– Eso nunca se sabe -respondió el hombre-. En el mejor de los casos, siete semanas, en el peor, tres meses. Si los vientos no nos son favorables. Si tenemos malos espíritus a bordo.

San no estaba seguro de lo que implicaba una semana. ¿Y un mes? Él nunca había aprendido a contar así. En el pueblo seguían las horas del día y el transcurso de las estaciones; pero le dio la impresión de que el marinero quería decir que el viaje sería largo.

Con las velas mustias, el barco no se movió durante varios días. Los marineros estaban irritables y golpeaban a los encadenados sin motivo. Guo Si iba recuperándose poco a poco, y de vez en cuando incluso tenía fuerzas para preguntar qué sucedía.

San oteaba el horizonte deseando ver tierra todas las mañanas y todas las noches, pero lo único que se veía era el mar infinito y algún que otro pájaro solitario que revoloteaba en círculos sobre la nave antes de desaparecer para siempre.

Cada día que pasaba grababa una muesca en el mástil al que él y su hermano estaban encadenados. Cuando llevaba diecinueve muescas, cambió el viento y el barco se vio envuelto en una terrible tormenta. Los dejaron atados al mástil durante todo el temporal, azotados por grandes olas. Las fuerzas del mar actuaban con tal violencia que creyó que el barco se haría pedazos. Durante los días que duró la tormenta no les dieron de comer nada más que algunos mendrugos que un marinero consiguió entregarles tras llegar hasta ellos con una cuerda atada a la cintura. Desde allí arriba oían los gritos y lamentos de los encadenados en la bodega.

Tres días duró el temporal, hasta que el viento empezó a ceder para, finalmente, amainar y morir del todo. Y un día entero estuvieron parados en alta mar. Al día siguiente se puso a soplar un viento que infundió ánimos en los marineros. Se hincharon las velas y los hombres de la bodega pudieron volver a subir a cubierta a través de la trampilla.

San comprendió que tenían más posibilidades de sobrevivir si permanecían en cubierta. Le dijo a Guo Si que fingiese tener algo de fiebre cuando alguno de los marineros o el capitán blanco pasasen por allí para ver cómo se encontraba. Él veía que la herida que su hermano tenía en la cabeza iba curándose, pero aún no estaba del todo bien.

Pocos días después de la tormenta, los marineros descubrieron a un polizón. Entre gritos coléricos, lo sacaron a rastras del rincón donde se había ocultado bajo la cubierta. Ya arriba, la ira se tornó en entusiasmo cuando se dieron cuenta de que era una mujer vestida de hombre. De no haber intervenido el capitán, que les apuntó con su pistola, todos los marineros se habrían abalanzado sobre ella. Ordenó que la amarrasen al mástil de los dos hermanos. El marinero que se le acercase sería azotado todos los días que quedaban de viaje.

La mujer era muy joven, tendría sólo dieciocho o diecinueve años. Ya por la noche, cuando reinaba el silencio en el barco y tan sólo los remeros, el vigía y algunos vigilantes se movían por cubierta, San se atrevió a preguntarle su nombre entre susurros. La mujer bajó la vista y respondió con voz apenas audible. Su nombre era Sun Na. Guo Si se había tapado con una vieja manta durante los días de fiebre. Sin decir una palabra, San se la dio a la joven. Ella se tumbó y se cubrió entera, hasta la cabeza.

Al día siguiente, el capitán fue a verla con un intérprete para hacerle unas preguntas. Hablaba un dialecto muy similar al de los dos hermanos, pero lo hacía con voz tan queda que resultaba difícil entenderla. Pese a todo, San se enteró de que sus padres habían muerto y de que un pariente la había amenazado con entregarla a un terrateniente muy temido por todos, que solía maltratar a sus jóvenes esposas. Y entonces, Sun Na huyó a Cantón. Allí subió a bordo del barco con la idea de llegar a América, donde tenía una hermana. Y había logrado mantenerse oculta hasta ahora.

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