Henning Mankell - El chino

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Birgitta Roslin se acercó a la pantalla del televisor. ¿Dónde había visto ella una cinta roja parecida a la de la bolsa? Se puso de rodillas ante el aparato, para ver mejor. No le cabía la menor duda, la cinta le recordaba algo. Rebuscó en su memoria, pero sin éxito.

Llegó el turno de preguntas de los periodistas. Desapareció la imagen. Y el mapa del tiempo pasó a ocupar en la pantalla el lugar que antes había ocupado la sala de la comisaría. Habría precipitaciones en forma de nieve en la costa este del golfo de Finlandia.

Birgitta Roslin decidió tomar una carretera del interior. Pagó y dio las gracias en recepción. Mientras se dirigía al coche, el gélido viento le cortaba la cara. Puso la maleta en el asiento trasero, estudió el mapa y optó por atravesar los bosques en dirección a Järvsö y luego seguir rumbo al sur.

Ya en la carretera, se detuvo de pronto en una zona de aparcamiento. No podía dejar de pensar en la cinta roja que había visto por televisión. Tenía un vago recuerdo de algo que su memoria no lograba asir. Entre ella y la imagen apenas se interponía una fina membrana. Pero no lo lograba. «Ya que he venido hasta aquí, debería quedarme hasta averiguar qué es lo que no consigo recordar», se dijo al tiempo que marcaba el número de la comisaría. Por allí transitaban camiones que transportaban vigas de madera y, de vez en cuando, alguno pasaba y levantaba pesadas nubes de nieve en polvo que, por unos segundos, entorpecían la visibilidad. En la comisaría tardaron en responder. La recepcionista que finalmente atendió su llamada sonaba estresada. Birgitta le pidió que la pasara con Erik Huddén.

– Tiene que ver con la investigación -le aclaró-. La de Hesjövallen.

– Creo que está ocupado. Voy a ver.

Cuando por fin lo oyó al teléfono, Birgitta ya había empezado a desesperar. También él sonaba estresado e impaciente.

– Aquí Huddén.

– No sé si te acuerdas de mí -comenzó Birgitta Roslin-. Soy la jueza que se presentó en el pueblo y se empeñó en hablar con Vivi Sundberg.

– Sí, te recuerdo.

Se preguntó si Vivi Sundberg le habría contado algo de lo sucedido durante la noche, pero le dio la impresión de que Erik Huddén no sabía nada al respecto. Tal vez se lo hubiese guardado, tal y como le había prometido. «Tal vez porque tampoco ella se atuvo del todo a las normas al dejarme entrar en la casa.»

– Se trata de la cinta roja que apareció en la tele -prosiguió.

– Por desgracia, creo que fue un error mostrarla -se lamentó Erik Huddén.

– ¿Por qué?

– Tenemos la centralita colapsada por personas que aseguran haberla visto…, sobre todo en los paquetes de los regalos de Navidad…

– A mí la memoria me dice algo muy distinto. Creo que la he visto.

– ¿Dónde?

– No lo sé, pero desde luego, no en los regalos de Navidad.

El hombre resopló al teléfono, como si le costase decidirse.

– Puedo enseñarte la cinta si vienes ahora mismo.

– ¿Dentro de media hora?

– Dentro de dos minutos, ni uno más.

La recibió en la recepción, tosiendo y estornudando. La bolsa de plástico que contenía la cinta roja se hallaba sobre la mesa de su despacho. La sacó y la extendió sobre un papel blanco.

– Mide diecinueve centímetros exactamente. En uno de los bordes hay un agujero que indica que ha estado prendida a algo. Es de algodón y poliéster, pero parece de seda. La encontramos en la nieve. La olfateó uno de los perros.

Birgitta se esforzaba al máximo, estaba segura de reconocer la cinta, pero no conseguía ubicarla.

– La he visto -afirmó-. Puedo jurarlo. Puede que no sea ésta en concreto, pero una parecida.

– ¿Dónde?

– No lo recuerdo.

– Si la viste en Escania, difícilmente nos será de ayuda.

– No -respondió ella con gravedad-. La he visto aquí.

Siguió mirando la cinta mientras Erik Huddén aguardaba apoyado contra la pared.

– ¿Lo recuerdas?

– No. Lo siento.

El policía guardó la cinta en la bolsa y la acompañó a la recepción.

– Si lo recuerdas, llámame -le dijo-. Aunque, si al final resulta que era una cinta de envolver regalos, no te molestes.

Fuera, en la calle, la esperaba Lars Emanuelsson. Llevaba un gorro de piel muy desgastado y calado hasta los ojos. Birgitta se irritó al verlo.

– ¿Por qué me persigues?

– No te estoy persiguiendo. Doy vueltas, ya te lo dije. Y ahora he visto por casualidad que entrabas en la comisaría, así que pensé que podía esperarte. En estos momentos estaba reflexionando sobre a qué podía deberse una visita tan breve.

– A algo que no sabrás nunca. Y, ahora, déjame en paz antes de que me enfade.

Se marchó mientras oía la voz del reportero a su espalda.

– No olvides que sé escribir.

Birgitta se dio la vuelta airada.

– ¿Estás amenazándome?

– En absoluto.

– Ya te he dicho por qué estoy aquí. No hay razón alguna para mezclarme en lo que está sucediendo.

– El gran público lee lo que se escribe en los diarios, sea o no cierto.

En esta ocasión, fue Lars Emanuelsson quien se dio media vuelta y se alejó. Birgitta lo vio marcharse llena de desprecio y con la esperanza de no volver a verlo nunca más.

Volvió al coche. Acababa de sentarse al volante cuando cayó en la cuenta de dónde había visto la cinta roja. De repente, su memoria le reveló lo que ocultaba sin más. ¿Estaría confundida? No, veía la imagen con toda claridad.

Aguardó un par de horas, puesto que el lugar al que quería acudir estaba cerrado. Entretanto, deambuló llena de desasosiego por la pequeña ciudad, impaciente por no poder comprobar de inmediato lo que creía haber descubierto.

A las once abrió el restaurante chino. Birgitta Roslin entró y se sentó a la misma mesa que la vez anterior. Observó las lámparas que colgaban sobre las mesas. Eran de un material transparente, un plástico muy fino, como si quisieran imitar los farolillos de papel. Eran alargados, como cilindros, y de la base colgaban cuatro cintas rojas.

A raíz de su visita a la comisaría sabía que debían medir diecinueve centímetros de largo. Iban prendidas a la lamparilla por un pequeño gancho que se introducía por el agujero de uno de los extremos de la cinta.

La joven que hablaba mal el sueco se acercó a su mesa con el menú. Le sonrió a Birgitta, pues la había reconocido. La jueza eligió el bufé, aunque no tenía hambre. Los platos que había para elegir en el expositor le daban la posibilidad de dar una vuelta por el local. Encontró lo que buscaba en una mesa para dos, situada en un rincón del fondo. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas rojas.

Se quedó petrificada y contuvo la respiración.

«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen.»

Miró a su alrededor. La joven seguía sonriendo. Desde la cocina se oían voces de gente que hablaba en chino.

Pensó que ni ella ni la policía podrían comprender nada de lo que había sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

En realidad, no sabían nada en absoluto.

Segunda parte Niggers and chinks (1863)

Sopla helado el viento del oeste.

Se oyen en el aire los graznidos de las ocas,

luna escarchada del amanecer.

Luna escarchada del amanecer,

retumban los cascos de los caballos,

sordo es el resonar de la trompeta.

Mao Zedong,

«El paso de Lushan» (fragmento), 1935

El camino a Cantón

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