Henning Mankell - El chino

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El juicio fue bastante pesado, duró dos largos días en los que a Birgitta Roslin apenas le quedó tiempo para comer, dormir y estudiar sus notas antes de tener que volver al estrado. Las gemelas la llamaron para invitarla a Lund, pero les dijo que no tenía tiempo. Después de los traficantes de personas, la esperaba un complejo caso de una banda de estafadores rumanos que utilizaban tarjetas de crédito falsas.

Desde luego, fueron días en los que no pudo dedicar un solo minuto a lo sucedido en Hälsingland. Por la mañana hojeaba el periódico, pero generalmente por la noche no tenía fuerzas ni para ver las noticias.

La mañana que Birgitta Roslin iba a preparar el juicio contra los estafadores rumanos se dio cuenta de que tenía anotada en la agenda una cita con su médico para un chequeo rutinario. Sopesó la posibilidad de posponer la cita unas semanas. Aparte del cansancio que sentía, de la impresión de que su condición física había empeorado y de la ansiedad que experimentaba en ocasiones, no creía estar mal de salud. Era una persona sana que llevaba una vida normal y casi nunca sufría ni un resfriado. No obstante, optó por no cambiar la cita.

El médico tenía la consulta cerca del Stadsteatern. No utilizó el coche, sino que fue caminando desde los juzgados. Hacía frío pero estaba despejado y no soplaba el viento. La nieve que había caído días antes se había derretido ya por completo. Se detuvo ante un escaparate a mirar un traje, cuyo precio la alarmó. Con lo que valía aquel traje de color azul oscuro podría comprarse muchas botellas de excelente vino tinto.

En la sala de espera había un periódico cuya primera plana cubría la noticia del asesinato múltiple de Hälsingland. Apenas acababa de hacerse con el diario cuando la llamaron a consulta. El médico era un hombre mayor que le recordaba mucho al juez Anker. Birgitta Roslin llevaba diez años visitándolo. Se lo había recomendado un colega suyo. El hombre le preguntó si se encontraba bien, si tenía alguna molestia. Ella le respondió y el médico la mandó entonces con una enfermera, que le hizo una punción en la yema del dedo para extraerle sangre. La enfermera le dijo que aguardase en la sala de espera. Otro paciente que había llegado entretanto leía el periódico que ella había tenido que dejar. Birgitta Roslin cerró los ojos dispuesta a esperar. Pensó en su familia, en qué estaría haciendo cada uno o, al menos, dónde estarían en aquel momento. Staffan iba en un tren camino de Hallsberg. Y no llegaría a casa hasta bien tarde. David trabajaba en los laboratorios de AstraZeneca, a las afueras de Gotemburgo. Sobre el paradero de Anna no estaba segura, la última vez que supo de ella, hacía cosa de un mes, se encontraba en Nepal. Las gemelas estaban en Lund y querían que ella las visitara.

Mientras aguardaba, se quedó dormida y despertó al notar que la enfermera le rozaba suavemente el brazo.

– Ya puedes entrar.

«No puedo estar tan cansada como para dormirme en la sala de espera del médico», se recriminó mientras volvía a la consulta.

– Tus valores sanguíneos están un tanto bajos -comenzó el doctor-. Deberían andar por ciento cuarenta, pero aún te falta bastante para alcanzar esa cifra. Lo podemos corregir con un refuerzo de hierro.

– O sea, que no tengo nada, ¿no?

– Llevo bastantes años viéndote. Eres el vivo reflejo del cansancio del que hablas, si me permites decirlo claro.

– ¿A qué te refieres?

– Tienes la tensión por las nubes y toda tú irradias cansancio. ¿Duermes bien?

– Supongo, pero me despierto a menudo.

– ¿Mareos?

– No.

– ¿Desasosiego?

– Sí.

– ¿A menudo?

– A veces. Incluso algún que otro ataque de ansiedad. Entonces tengo que apoyarme en la pared, porque me da la sensación de que voy a caerme o de que el mundo se viene abajo.

– Pues voy a darte la baja. Debes descansar. Quiero que mejores tus valores sanguíneos y, sobre todo, quiero que te baje la tensión. Esto hay que seguir tratándolo.

– No puedes darme la baja. Tengo muchísimo trabajo.

– Precisamente.

Birgitta lo miró inquisitiva.

– ¿Es grave?

– No tanto como para que no podamos arreglarte.

– ¿Tengo que preocuparme?

– Si no haces lo que te digo, sí. De lo contrario, no.

Minutos después, ya en la calle, Birgitta Roslin pensaba con asombro que no iba a trabajar durante las dos próximas semanas. De forma repentina e inesperada, el médico había alterado su vida normal.

Volvió al juzgado para hablar con Hans Mattsson, que era letrado y superior suyo. Con su ayuda encontró una solución para los dos juicios que ella tenía pendientes. Después conversó con su secretaria, envió unas cartas, fue a la farmacia para comprar las medicinas que le había recetado el médico y se marchó a casa. La inactividad la superaba.

Preparó el almuerzo y se sentó en el sofá. Se levantó a buscar el periódico para leer un rato. Aún no habían publicado todos los nombres de las víctimas. Un policía del grupo de homicidios llamado Sundberg hacía unas declaraciones en las que pedía a los lectores que llamasen si podían aportar algo. Seguían sin tener pistas y, por mucho que costase creerlo, no había ningún indicio de que hubiese más de un solo autor.

En otra entrevista, un fiscal llamado Robertsson aseguraba que estaban llevando a cabo la investigación con amplitud de miras y sin hipótesis previas. La policía de Hudiksvall había recibido la ayuda que habían solicitado a las autoridades centrales.

Robertsson parecía seguro de la victoria: «Atraparemos al autor de esta masacre. No nos rendiremos».

En las siguientes páginas hablaban del temor que se había extendido en los bosques de Hälsinge, donde había muchos pueblos con pocos habitantes. La gente, decía el diario, se proveía de armas, perros y alarmas y atrancaba sus puertas como podía.

Birgitta Roslin dejó el periódico. La casa estaba vacía, en silencio. Aquellas vacaciones involuntarias se las habían impuesto de repente, surgidas de la nada. Bajó al sótano a buscar uno de los catálogos de vinos y, ya frente al ordenador, hizo el pedido de la caja de Barolo Arione por la que se había decidido. En realidad, era un vino demasiado caro, pero quería permitirse algún lujo. Después pensó en ponerse a limpiar, una tarea que siempre andaba posponiendo, pero, cuando se disponía a sacar la aspiradora, cambió de idea. Se sentó a la mesa de la cocina e intentó hacerse una idea clara de su situación. Estaba de baja sin estar enferma. Le habían recetado tres medicamentos distintos que le ayudarían a reducir la tensión y a mejorar sus valores sanguíneos. Al mismo tiempo, no podía por menos de admitir que el médico había visto claramente lo que ella no osaba admitir. Estaba agotando sus fuerzas. La falta de sueño, los ataques de ansiedad que estallaban en cualquier momento, y que tal vez un día se presentasen en la sala de vistas, le causaban mayores problemas de lo que había querido admitir hasta ahora.

Birgitta Roslin observó el periódico que había sobre la mesa y volvió a pensar en su madre y su infancia. De pronto, se le ocurrió una idea. Alcanzó el teléfono y llamó a la comisaría, donde pidió que la pusieran con el comisario Hugo Malmberg. Se conocían desde hacía muchos años y, en una ocasión, intentó enseñarles a ella y a Staffan a jugar al bridge, aunque no consiguió contagiarles su entusiasmo.

Birgitta Roslin oyó el dulce timbre de su voz en el auricular. «Uno se imagina que la voz de un policía debe sonar áspera, pero Hugo no cumple esas expectativas», se dijo. «Suena más bien como un amable jubilado que se dedica a dar de comer a las palomas en el banco de un parque.»

Birgitta le preguntó por su salud antes de indagar si tendría tiempo de recibirla.

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