Henning Mankell - El chino

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Ma Li lamentaba lo ocurrido, aterrorizada; pero en el fondo de su alma no se creyó ni por un instante la versión del accidente.

33

Sobre la mesa había una orquídea blanca. Ya Ru acariciaba con el dedo los suaves pétalos.

Era muy temprano, una mañana del mes siguiente a su regreso de África, tenía ante sí los planos de la casa que había decidido hacerse construir junto a la playa de Quelimane, en Mozambique. Como beneficio extraordinario por los grandes negocios que habían acordado los dos países, se le ofreció la posibilidad de comprar una gran parcela de playa virgen a muy buen precio. Su idea era, a la larga, construir allí un centro turístico de lujo para chinos acomodados que, seguramente, empezarían a viajar cada vez en mayor número.

Al día siguiente de la muerte de Hong y de Liu, Ya Ru subió a una alta duna para contemplar el océano Índico. Lo acompañaba el gobernador de la provincia de Zambeze y un arquitecto sudafricano, expresamente invitado para la visita. El gobernador señaló de pronto los arrecifes, donde se veía una ballena expulsando el aire de sus pulmones. El gobernador le contó que no era infrecuente ver ballenas en aquella costa.

– ¿Y los icebergs? -quiso saber Ya Ru-. ¿Se ha visto en alguna ocasión un bloque de hielo desgajado de la placa del Antártico flotando por aquí?

– Existe una leyenda -admitió el gobernador-. Sucedió en tiempos de nuestros antepasados, justo antes de que los primeros blancos, los marinos portugueses, arribasen a nuestras costas. Dicen que los hombres que iban remando en las canoas se asustaron del frío que emanaba del hielo. Después, cuando los blancos bajaron a tierra de sus grandes veleros, empezó a correr el rumor de que el iceberg era un presagio de lo que acontecería. La piel de los hombres blancos tenía el mismo color que el iceberg, sus ideas y sus acciones eran igual de frías. Pero no sabría decir si sucedió de verdad o no.

– Quisiera construir aquí -aseguró Ya Ru-. A estas playas jamás llegará un iceberg amarillo.

Durante todo un día estuvieron delimitando una gran zona de la playa que, más tarde, quedó registrada en una de las muchas compañías de Ya Ru. El precio de la tierra y la playa fue prácticamente simbólico. Ya Ru compró además, por una suma similar, la aprobación del gobernador y de los funcionarios más importantes, que se encargarían de que le otorgasen las escrituras de propiedad y todas las licencias de obras exigidas sin necesidad de engorrosas esperas. Las instrucciones que le dio al arquitecto sudafricano se habían concretado en aquellos planos y en varias acuarelas que daban una idea del aspecto de su palacete y las dos piscinas que pensaba llenar con agua del mar, todo rodeado de palmeras y con una cascada artificial. La casa constaría de once habitaciones, una de las cuales tendría un techo móvil, de modo que se pudiese contemplar el firmamento. El gobernador le prometió llevar el tendido eléctrico y la infraestructura necesaria para las telecomunicaciones hasta la aislada zona adquirida por Ya Ru.

Ahora, mientras admiraba lo que sería su hogar africano, se le ocurrió que una de las habitaciones sería para Hong. Ya Ru deseaba honrar su memoria. Así, decoraría un dormitorio con una cama siempre lista para un huésped que nunca se presentaría. Pese a todo lo ocurrido, ella seguiría formando parte de la familia.

El teléfono emitió un discreto zumbido. Ya Ru frunció el ceño. ¿Quién querría hablar con él a hora tan temprana?, se preguntó antes de responder.

– Lo buscan dos hombres de los servicios secretos.

– ¿Qué desean?

– Son altos cargos, jefes de la Sección Especial. Aseguran que se trata de un asunto de capital importancia.

– Déjalos entrar dentro de diez minutos.

Ya Ru colgó el auricular conteniendo la respiración. La Sección Especial era responsable de asuntos relacionados sólo con altos cargos del Gobierno o, como en su caso, con figuras que se movían entre las esferas de los poderes político y económico, los modernos constructores de puentes, a los que Deng consideraba personas decisivas para el desarrollo del país.

¿Qué querrían de él? Ya Ru se acercó a la ventana y contempló la ciudad envuelta en la bruma matinal. ¿Estaría relacionado con la muerte de Hong? Pensó en todos los enemigos que tenía, conocidos o no. ¿Y si alguno de ellos intentaba utilizar la muerte de Hong para echar por tierra su buen nombre y su reputación? ¿O sería algo que le había pasado inadvertido? Le constaba que Hong se había puesto en contacto con un fiscal, pero ese hombre pertenecía a otra institución.

Claro que Hong podría haber hablado con otras personas sin que él tuviese conocimiento de ello.

No halló ninguna explicación satisfactoria. Lo único que podía hacer era escuchar a los dos visitantes. Sabía que los hombres de los servicios secretos solían hacer sus visitas a última hora de la noche o por la mañana muy temprano. Era una rémora de la época en que la inteligencia china se creó según el modelo estalinista de la Unión Soviética. Mao había propuesto en varias ocasiones que adoptasen también las tácticas y las formas del FBI, pero jamás logró que su sugerencia hallase el menor eco.

Transcurridos los diez minutos, guardó los planos en un cajón y se sentó. Los dos hombres a los que la señora Shen dejó pasar rondaban los sesenta años, detalle que agudizó el desasosiego de Ya Ru. Lo normal era que enviasen a funcionarios más jóvenes. Aquéllos, en cambio, tendrían una amplia experiencia, lo que significaba que el asunto revestía mayor gravedad.

Ya Ru se puso de pie, se inclinó levemente y les rogó que se sentasen. No les preguntó sus nombres, pues sabía que la señora Shen ya habría comprobado a conciencia sus documentos de identidad.

Se sentaron en los sillones que había junto a los altos ventanales. Ya Ru les preguntó si podía ofrecerles un té, pero los funcionarios declinaron la invitación.

Acto seguido, tomó la palabra el que parecía de más edad. Ya Ru identificó el inconfundible dialecto de Shanghai.

– Nos ha llegado cierta información -comenzó el alto funcionario-. No podemos revelar las fuentes. Puesto que se trata de una información muy detallada, tampoco podemos desestimarla sin más. Últimamente se han recrudecido las normas y debemos atajar de forma estricta cualquier tipo de delito que contravenga las leyes y normativas estatales.

– Yo mismo he contribuido a que se endurezca la vigilancia de la corrupción -declaró Ya Ru-. No comprendo por qué han venido a verme.

– Verá, nos han informado de que sus empresas consiguen ventajas por medios no permitidos.

– ¿Ventajas no permitidas?

– Intercambios ilegales de diversos servicios.

– En otras palabras, ¿corrupción y soborno? ¿Chantaje?

– Insisto en que la información es muy detallada. Y estamos preocupados. Se han endurecido las normas.

– Es decir, que se han presentado aquí a hora tan temprana para comunicarme que hay sospechas de irregularidades en mis empresas, ¿no es así?

– En realidad, hemos venido para contárselo.

– ¿Para prevenirme?

– Si usted quiere.

Ya Ru comprendió enseguida. Él tenía amigos muy poderosos, incluso en el departamento anticorrupción. De ahí que le hubiesen permitido cierto margen de tiempo para eliminar huellas, retirar pruebas o buscar explicaciones, por si acaso el propio Ya Ru no era consciente de lo que estaba sucediendo.

Pensó en el tiro en la nuca que había acabado con la vida de Shen Wixan. Era como si aquellos dos hombres grises que tenía ante sí desprendiesen un frío paralizador, el mismo que, según la leyenda, emanaba del iceberg africano.

Ya Ru volvió a preguntarse si no se habría conducido de forma descuidada. Tal vez en alguna ocasión se sintió demasiado seguro y se dejó dominar por la arrogancia. En tal caso, había cometido un grave error de los que siempre cuestan caros.

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