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James Patterson: Luna De Miel

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James Patterson Luna De Miel

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Hermosa, elegante, inteligente y seductora… la mujer con la que todo hombre sueña, amante y compañera perfecta. Y también, despiadada asesina. Nora Sinclair ha conseguido triunfar en el selecto mundo de la alta decoración. Su maestría sólo rivaliza con su capacidad para elegir a hombres: famosos, políticos, estrellas de cine, atractivos y con suculentas cuentas bancarias. Acaba de encontrar una nueva presa: un joven escritor de best-sellers enamorado de ella. Desearía dejarlo con vida, llevar una existencia normal, pero ha vuelto a escuchar la voz que la impulsa a convertirlo en víctima. El FBI lleva tiempo detrás de esta viuda negra. Pero siempre un paso por delante de ellos. Sin embargo, el agente John O’Hara está dispuesto a hacer todo lo que esté en su mano para reunir las pruebas que permitan detenerla. Pulso a muerte entre una mujer fascinante y carente de escrúpulos, y un hombre decidido a meterse en el nido de la víbora para cazarla.

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Pulsó el botón de búsqueda y encontró una melodía de su agrado. Con el cabello al viento y su piel canela absorbiendo el sol de mediados de junio, se puso a cantar el clásico que estaba sonando. I Only Have Eyes For You, de los Flamingos.

Poco después, Nora se detuvo ante una antigua y magnífica casa de ladrillos rojos de la avenida Commonwealth, más abajo del parque. La relativa tranquilidad de una tarde estival de domingo le trajo suerte: encontró un sitio justo enfrente. «Estupendo.»

Después de aparcar dedicó unos segundos a arreglarse un poco el pelo. ¿Con pasador o sin él? ¡Con pasador! Antes de dirigirse a la puerta echó un vistazo al reloj. La hora del espectáculo.

4

Mientras caminaba hacia la espectacular puerta de entrada, Nora buscó en su bolso la llave que le había dado Jeffrey Walker cuando la contrató. En un espacio tan amplio y con un timbre algo temperamental, le había pedido que entrara directamente. Una voz susurró en su cabeza: «Cariño».

– ¿Hola? ¿Hay alguien en casa? -gritó Nora al entrar-. ¿Hola? ¿Señor Walker?

Se detuvo a escuchar en el centro del vestíbulo. Entonces oyó el sonido distante de Miles Davis y su magnífica trompeta descendiendo desde el segundo piso. Volvió a llamar. Esta vez, oyó pisadas sobre su cabeza.

– ¿Eres tú, Nora? -dijo una voz desde la parte superior de la escalera.

– ¿Es que esperas a alguien más? -respondió-. Más te vale que no.

Jeffrey Walker se precipitó hacia el vestíbulo, donde estrechó a Nora entre sus brazos. Durante un minuto entero, se estuvieron besando mientras él la hacía girar en el aire. Luego se besaron de nuevo.

– ¡Dios mío, estás guapísima! -dijo él, devolviéndola finalmente al suelo.

Ella le propinó un travieso puñetazo en el estómago con la mano izquierda. El diamante de cuatro quilates de Connor ya había sido reemplazado por el zafiro de seis quilates de Jeffrey, montado junto con dos diamantes en un diseño de tres piedras.

– Seguro que eso se lo dices a todas tus esposas -dijo ella.

– No, sólo a las que son tan magníficas como tú. ¡Dios, te he echado de menos, Nora! ¿Quién no lo haría?

Ambos se rieron y volvieron a besarse, profunda y apasionadamente.

– ¿Cómo ha ido el vuelo? -le preguntó él.

– Bien. Aunque era un vuelo regular. ¿Qué tal el nuevo libro?

– No es exactamente Guerra y paz. Ni El código Da Vinci.

– Siempre dices lo mismo, Jeffrey.

– Porque es cierto.

A sus cuarenta y dos años, Jeffrey Walker escribía novelas históricas que ocupaban los primeros puestos de las listas de ventas internacionales. Sus fans se contaban por millones. Mujeres en su mayoría, les atraía su estilo y sus sólidos personajes femeninos, aunque la ruda belleza masculina que exhibía Jeffrey en las contraportadas también tenía su importancia. Nunca un pelo rubio enmarañado y una barba de tres días habían resultado tan atractivos.

De repente, se apoderó de Nora y se la cargó sobre el hombro. Ella chillaba mientras subían por la escalera. Jeffrey se dirigía al dormitorio, pero Nora se agarró al marco de una puerta y le obligó a volverse hacia la biblioteca. Clavó la mirada en la silla favorita de él, la que utilizaba para escribir.

– Siempre dices que ahí es donde haces tus mejores trabajos -dijo ella-. ¿Vamos a comprobarlo?

La dejó en el asiento marrón tapizado y puso algo de música. Nora Jones, una de sus favoritas. Mientras la voz ronca y robusta de la cantante se elevaba lentamente inundando la habitación, Nora se inclinó hacia atrás y levantó las piernas. Jeffrey le quitó las sandalias, los pantalones Capri y las bragas, y la ayudó con su cardigan verde mientras ella se agachaba hacia los vaqueros de él.

– Mi apuesto y brillante esposo -murmuró al bajarle los pantalones.

5

Aquella noche, Nora preparó macarrones con una salsa de vodka hecha por ella misma, una buena ensalada y una botella de Brunello de la bodega personal de Jeffrey. La cena estaba servida. Todo perfecto. Como a él le gustaba.

Comieron y hablaron de la nueva novela, ambientada en la Revolución francesa. Hacía sólo unos días que Jeffrey había vuelto de París. Era muy estricto con la autenticidad de sus obras y había insistido en viajar para documentarse. Con lo ocupada que estaba Nora con su trabajo, pasaban más tiempo separados que juntos. De hecho, se habían casado un sábado en Cuernavaca, México, y habían regresado a casa el domingo. Sin líos ni ceremonias; sin registrarse siquiera en Estados Unidos. Un enlace muy moderno.

– ¿Sabes, Nora? He estado pensando -dijo, clavando el tenedor en el último macarrón de su plato-. Creo que deberíamos hacer un viaje juntos.

– Tal vez puedas concederme la luna de miel que me prometiste.

Él se puso la mano sobre el corazón y sonrió.

– Cariño, cada día que paso a tu lado es una luna de miel.

Nora le devolvió la sonrisa.

– Buen intento, señor Escritor Famoso, pero no te librarás de mí con una frase bonita.

– Está bien. ¿Adonde quieres ir?

– ¿Qué te parece el sur de Francia? -propuso ella-. Podríamos alojarnos en el Hotel du Cap.

– ¿O Italia? -dijo él sosteniendo su copa de vino-. ¿ La Toscana?

– ¡Eh, ya lo tengo! ¿Por qué no los dos?

Jeffrey echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

– Muy propio de ti -dijo, señalando al aire con el dedo índice-. Siempre lo quieres todo. ¿Y por qué no?

Terminaron de cenar mientras hablaban de otros posibles destinos para la luna de miel. Madrid, Bali, Viena, Lanai… Lo único que habían decidido cuando compartían un tarro de helado de cereza era que consultarían a una agencia de viajes.

Hacia las once ya estaban acurrucados en la cama. Marido y mujer. Una pareja de enamorados.

6

Al día siguiente, pocos minutos después de mediodía, en la esquina de la Cuarenta y dos con Park Avenue, ante la estación Grand Central, se oyó el grito de una mujer. Otra volvió la cabeza para mirar y también gritó. El hombre que había junto a ella murmuró: «Santo Dios». Después, todos corrieron para ponerse a cubierto. Algo muy malo estaba sucediendo. Un incidente, por llamarlo de algún modo, justo a la salida de una de las estaciones más famosas del mundo.

La reacción en cadena de miedo y confusión barrió rápidamente de la acera a todos los transeúntes. A todos, excepto a tres.

Uno de ellos era un hombre obeso con patillas gruesas, escaso cabello y bigote negro. Llevaba un traje que no era de su talla, de color marrón y con solapas anchas, aunque no tanto como su corbata azul brillante. En el suelo, junto a sus pies, tenía un maletín de tamaño mediano.

Al lado del hombre obeso había una mujer joven y atractiva, de unos veinticinco años. Su melena pelirroja le caía sobre los hombros y tenía la cara cubierta de pecas. Llevaba una falda corta a cuadros y una camiseta de tirantes blanca. Una mochila trillada le colgaba de uno de sus hombros.

Aquel hombre y aquella mujer no podrían haber sido más diferentes. Sin embargo, en aquel momento había algo que los unía: un arma.

– ¡Si te acercas más la mato! -exclamó el hombre obeso con un marcado acento del Medio Este. Apretó el frío acero del cañón contra la sien de la joven-. Lo juro, voy a disparar. Lo haré ahora mismo, no me cuesta nada.

La amenaza iba dirigida a la tercera y última persona que quedaba en la acera, un tipo que estaba de pie a unos tres metros y que llevaba pantalones militares de color gris y camiseta negra. Tenía aspecto de ser el típico turista. Del lejano Oeste, tal vez. ¿Oregon? ¿El estado de Washington? En cualquier caso, estaba en buena forma, incluso tal vez fuese deportista.

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