Erica Spindler - Todo para el asesino

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Conejo Blanco es mucho más que un juego. Es más que la vida y que la muerte. Y cualquiera puede sucumbir antes de que la partida acabe… y el asesino se lo lleve todo.
Cuando una amiga apareció brutalmente asesinada en su apartamento de Nueva Orleans, la ex detective de homicidios Stacy Killian relacionó su muerte con Conejo Blanco, un juego de rol de culto, oscuro, violento y adictivo.
Stacy se había visto expuesta en innumerables ocasiones al horror del crimen y era una realidad de la que trataba de alejarse, pero cuando conoció a Spencer Malone, el detective de homicidios encargado del caso, le pareció un policía novato y pagado de sí mismo, que no estaba a la altura de la misión. Por ello, se propuso atrapar por su cuenta al asesino. Sus pesquisas la condujeron al círculo íntimo del brillante creador de Conejo Blanco, Leo Noble, un hombre cuyo pasado ocultaba oscuros secretos.
A medida que empezaron a acumularse los cadáveres y el juego avanzaba, Stacy y Spencer se vieron forzados a trabajar codo con codo. Pronto se encontraron atrapados en el escalofriante y desquiciado universo de un juego en el que Leo Noble y cuantos lo rodeaban eran sospechosos, y nadie, absolutamente nadie, se encontraba a salvo.

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Spencer paseó la mirada por el grupo. Si no era Gautreaux, ¿estaría allí el asesino? ¿Observando? ¿Reviviendo la muerte de Cassie? ¿O divirtiéndose? ¿Riéndose de ellos, congratulándose por su astucia?

Fuera como fuese, Spencer no tenía ninguna intuición al respecto. Nadie destacaba. Nadie parecía fuera de lugar.

La frustración se apoderó de él. Una sensación de incompetencia. De ineptitud.

Maldición, no estaba capacitado para llevar el caso. Tenía la sensación de estar ahogándose.

Stacy se separó de sus amigos y se acercó a él. Spencer la saludó inclinando la cabeza y adoptó el talante de buen chico que tan bien le sentaba.

– Buenos días, ex detective Killian.

– Guárdate el encanto para otras, Malone. Yo paso.

– ¿Ah, sí, Killian? Por aquí a eso lo llamamos buenos modales.

– Pues en Texas lo llamamos chorradas. Sé a qué has venido, Malone. Sé lo que estás buscando. ¿Alguien te ha llamado la atención?

– No, pero no conocía a todos sus amigos. ¿Y a ti?

– No -ella soltó un bufido de exasperación-. Salvo Gautreaux.

Él siguió su mirada. El joven permanecía más allá del círculo de amigos de Cassie. Spencer sabía que el individuo que había a su lado era su abogado. Le daba la impresión de que el chico se esforzaba con ahínco por parecer destrozado.

– ¿Ése que va con él es su abogado? -preguntó ella.

– Sí.

– Pensé que quizá esa pequeña sabandija estaría en prisión.

– No tenemos pruebas suficientes para pedir su procesamiento. Pero estamos buscándolas.

– ¿Conseguisteis una orden de registro?

– Sí. Todavía estamos esperando los informes del laboratorio sobre las huellas y las muestras de tejidos.

Stacy esperaba en parte mejores noticias: el arma, o alguna otra prueba incontrovertible. Miró al joven y luego volvió a fijar la mirada en Spencer. Él advirtió su enojo.

– No lo siente -dijo Stacy-. Finge que está deshecho, pero no es cierto. Eso es lo que me saca de quicio.

Él le tocó ligeramente el brazo.

– No vamos a rendirnos, Stacy. Te lo prometo.

– ¿De veras esperas que eso me tranquilice? -ella apartó la mirada un momento y luego volvió a mirarlo-. ¿Sabes lo que les decía a los amigos y familiares de todas las víctimas de los casos en que trabajaba? Que no iba a rendirme. Les daba mi palabra. Pero eran chorradas. Porque siempre había otro caso. Otra víctima -se inclinó hacia él con la voz crispada por la emoción y los ojos vidriosos por las lágrimas que no había derramado-. Esta vez no voy a tirar la toalla -dijo con énfasis.

Se dio la vuelta y se alejó. Spencer la miró marchar, sintiendo pese a sí mismo cierta admiración. Stacy Killian era muy dura, de eso no había duda. Y muy decidida. Obstinada. Y altanera de un modo en que pocas mujeres lo eran, al menos allí.

Y lista. Eso había que reconocerlo.

Spencer entornó los ojos ligeramente. Quizá demasiado lista para su propio bien.

Tony se acercó tranquilamente. Siguió la mirada de Spencer.

– ¿Esa pijotera de Killian te ha dado algo?

– ¿Aparte de dolor de cabeza? No -miró a su compañero-. ¿Y tú? ¿Te has fijado en alguien?

– No. Pero eso no significa que ese cabrón no esté aquí.

Spencer asintió con la cabeza y volvió a mirar a Stacy, que estaba con la madre y la hermana de Cassie. Mientras la observaba, ella tomó de la mano a la señora Finch y se inclinó hacia ella. Le dijo algo con expresión casi feroz.

Spencer se volvió hacia su compañero.

– Sugiero que no perdamos de vista a Stacy Killian.

– ¿Crees que está ocultando algo?

Acerca del asesinato de Cassie, no. Pero creía, en cambio, que Stacy tenía capacidad y determinación suficientes para destapar la información que necesitaban. Y de un modo que tal vez llamara la atención. De la persona indebida.

– Creo que es demasiado lista para su propio bien.

– Eso no es necesariamente malo. Puede que resuelva el caso por nosotros.

– O que se deje matar -miró de nuevo a los ojos a su compañero-. Quiero que sigamos el rastro del Conejo Blanco.

– ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?

Killian. Su cerebro.

Sus agallas.

Pero eso no iba a decírselo a Tony. Si no, las bromas no acabarían nunca.

Se encogió de hombros.

– No tenemos nada mejor. Qué más da, ya que estamos.

Capítulo 12

Jueves, 3 de marzo de 2005

3:50 p.m.

– Ésa es -dijo Spencer, señalando la mansión de Esplanade Avenue donde vivía Leonardo Noble-. Para.

Tony detuvo el coche mientras silbaba por lo bajo.

– Parece que se gana dinero con los juegos y el entretenimiento.

Spencer masculló una respuesta sin apartar los ojos de la casa de Noble. Había hecho algunas pesquisas y descubierto que Leonardo Noble, el creador de Conejo Blanco, vivía, en efecto, en Nueva Orleans. También había descubierto que no tenía antecedentes penales, ni sanción alguna a sus espaldas. Ni siquiera una multa de aparcamiento.

Eso no significaba que no fuera culpable. Sólo que, si lo era, era también lo bastante listo como para escurrir el bulto.

Se acercaron a la verja de hierro forjado y entraron. No ladró ningún perro. No saltaron las alarmas. Miró la casa; no había rejas en ninguna ventana.

Saltaba a la vista que Noble se sentía seguro. Lo cual era arriesgado en un barrio marginal como aquél, sobre todo haciendo tal alarde de riqueza.

Llamaron al timbre y una mujer con vestido negro y delantal blanco abrió la puerta. Se presentaron y pidieron ver a Leonardo Noble. Un momento después, un hombre de cuarenta y tantos años, complexión atlética y cabello crespo y ondulado salió a recibirlos con cierto apresuramiento.

Tendió una mano.

– Leonardo Noble. ¿En qué puedo ayudarlos?

Spencer le estrechó la mano.

– El detective Malone. Mi compañero, el detective Sciame. Del Departamento de Policía de Nueva Orleans.

Él los miró con expectación, levantando las cejas inquisitivamente.

– Estamos investigando el asesinato de una estudiante.

– No sé qué más puedo decirles.

– Aún no nos ha dicho nada, señor Noble.

El otro se echó a reír.

– Lo siento, ya he hablado con una compañera suya. La detective Killian. Stacy Killian.

Spencer tardó un momento en comprender sus palabras y una fracción de segundo más en enfurecerse.

– Lamento decirle esto, señor Noble, pero ha sido víctima de un engaño. No hay ninguna Stacy Killian en la policía de Nueva Orleans.

Leonard Noble los miró con perplejidad.

– Pero si hablé con ella ayer…

– ¿Le enseñó su…?

– Leo -dijo una mujer detrás de ellos-, ¿qué ocurre?

Spencer se dio la vuelta. Una bella mujer morena se acercó y se detuvo junto a Leonardo Noble.

– Kay, los detectives Malone y Sciame. Mi socia, Kay Noble.

Ella les estrechó la mano, sonriendo cordialmente.

– Y también su ex mujer, detectives.

Spencer le devolvió la sonrisa.

– Eso explica el nombre.

– Sí, supongo.

El inventor se aclaró la garganta.

– Dicen que la mujer que estuvo aquí ayer no era policía.

Ella frunció el ceño.

– No entiendo.

– ¿Les enseñó su identificación, señora?

– A mí no, a la asistenta. Iré a buscarla. Discúlpenme un momento.

Spencer sintió una punzada de lástima por la asistenta. Kay Noble no parecía de las que toleraban errores.

Un momento después ella regresó con la asistenta, que parecía disgustada.

– Diles a estos señores lo que me has contado, Valerie.

La asistenta, una mujer de unos sesenta años, con el pelo gris recogido en un favorecedor moño francés, juntó las manos delante de sí.

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