Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– ¡Me caes bien!

Al acabar la copa, los ojos se le han vuelto pacíficos y distantes. Después me sorprende al levantarse y desearme buenas noches. Había pensado que se quedaría para interrogarme. O para ofrecerme dinero. O quizá para amenazarme veladamente. En su lugar me da la mano y me la estrecha con fuerza.

Al irse, me quedo bebiendo el té tibio mientras contemplo a las personas de mi alrededor; un bullicio tenue, rodeado de humo y risas.

A veces parece que todos los demás no son más que extras en tu vida, contratados para estar todo el rato donde estés tú, pero sin pedirte cuentas, y que las casas y los paisajes son decorados construidos a toda prisa para perfeccionar una ilusión.

El té tiene en mí un efecto extremadamente diurético. Tras dos tazas me veo obligado a atravesar el montón de gente, pasar la salida de emergencia e ir al servicio de caballeros, que está limpio como una patena y huele a antiséptico. Intento evitar verme en el espejo mientras hago pis.

Supongo que es pura suerte. Al volver a salir vislumbro, a través de la multitud de brazos y cabezas, al camarero conversando con tres hombres. Me quedo completamente quieto. Si alguien me hubiera mirado, habría creído que me había convertido en una columna de sal. Completamente blanco y completamente inmóvil.

A través de la gente veo a Peter. Veo a King Kong. Y veo a mi viejo y buen amigo Michael MacMullin.

Ante la entrada principal encuentro un soporte con modernas bicicletas de montaña, que se usan entre los edificios del complejo. No tienen candado. Están para cogerlas prestadas. ¿A quién se le ocurriría robar una bicicleta en el desierto?

***

La luna brilla. A mi alrededor todo es oscuro e infinito. Intuyo las montañas en la lejanía, pero no con los ojos, intuyo una curvatura en la oscuridad. Todo es grande, llano y negro. Tengo la impresión de que avanzo sobre puro aire. Mi atención alterna entre el cielo que forma cúpulas sobre mí y la proyección del faro de la bicicleta que, temblorosamente, se arrastra por el asfalto.

Tengo frío. Tengo miedo. Así es como debe de sentirse el astronauta cuando, flotando, se aleja cada vez más de su nave espacial.

No hay ningún ruido. No hay coyotes ladrando ni lejanos silbatos de tren ni grillos cantando. Todo lo que oigo dentro de esta cúpula de silencio es el sonido de la bicicleta.

La noche no tiene fin. La luz de la luna es plana y fría. En la tenebrosa oscuridad, la luz del faro de la bicicleta se va comiendo la línea central metro por metro.

Hacia el amanecer, una raya amarilla se desliza a lo largo del horizonte. He intentado pedalear hasta empezar a sudar, pero los dientes me siguen castañeteando de frío.

Me paro junto a una piedra rojo óxido, sin aliento y tiritando. Me quedo sentado sobre el duro sillín de la bicicleta, disfrutando de la aurora.

____________________. ____________________

Cuando tenía ocho años, papá y Tiygve me llevaron por primera vez a una sauna. Habíamos hecho una larga excursión esquiando con un frío intenso, y, cuando me propusieron entrar en la sauna, fue como si me invitaran a participar en los rituales secretos de los adultos.

Me pasé los primeros minutos sentado firme, buscando el aire. Luego papá vertió un cazo de agua sobre las piedras incandescentes de la estufa.

En el desierto no hay ninguna puerta de madera por la que huir.

El calor me rodea como una toalla empapada en agua hirviendo. El aire está cargado y denso. El calor se me ciñe al cuerpo. Me duele respirar. Los rayos de sol me taladran y aprisionan.

Pedaleo con movimientos mecánicos. Cada pedalada es una superación. De pronto descubro que me he bajado de la bicicleta y que la empujo con la mano.

El aire vibra. El calor es una pared de goma pegajosa.

Oigo el coche mucho antes de que aparezca. Por eso me da tiempo a salir de la carretera y a esconderme en una zanja. Algunos minutos más tarde pasa a toda velocidad.

Un Mercedes con cristales tintados.

Por si acaso, y para reunir fuerzas, me quedo tirado en la zanja. Alguna vez hubo allí un arroyo. De eso hace mucho tiempo. Debió de ser en la Antigüedad.

Tengo sed. No he cogido nada para beber. No hacía mucho calor cuando me he escapado. Creía que me costaría unas cuatro horas llegar desde el complejo hasta la civilización. Cuatro o cinco horas podría apañármelas sin agua. Eso pensaba. Si es que a eso se le puede llamar pensar.

En el lecho seco del arroyo la pizarra y la arena rojiza se distribuyen en capas irregulares. El surco se extiende hacia un peine de montañas violetas y lejanas. Justo delante de mis ojos corre un insecto de largas patas. Tiene el aspecto de una mutación radiactiva entre un abejorro y una araña. Así que hay alguien que vive por aquí.

El sol me rasguña la cara y las manos y me presiona con impaciencia los hombros. Los rayos de sol pesan varios kilos. Si no hubiera tenido la boca tan seca, habría escupido sobre una piedra para ver si el agua se evaporaba.

Empujo la bicicleta de vuelta a la carretera. Tras apenas unos minutos empiezan a subirme llamaradas por la espalda. Durante un trecho pruebo a caminar de lado guiando la bicicleta. El asfalto está hirviendo. Voy pisando pegamento. Sobre la carretera vibra la bruma. El corazón me martillea. El sudor de la frente se me mete en los ojos. Lentamente el aire va perdiendo oxígeno. Me cuesta respirar, he de concentrarme para no hiperventilarme. A través de la película de lágrimas voy buscando un arroyo, una fuente, algo que dé sombra. El calor me comprime. Los ojos me hormiguean en negro. La franja de la visión se estrecha. Como cuando miras mal a través de unos prismáticos. Pero la sed todavía no me ha llevado a la locura. ¡Si por lo menos se me hubiera concedido una alucinación, una fata morgana, un colorido oasis del pato Donald! Pero todo lo que veo es un yermo mar de piedras, calor y montañas lejanas.

***

Arrodillado sobre unas rocas junto al borde de una hondonada, que en algún momento pudo ser una fuente de agua, vuelvo en mí. La bicicleta ha desaparecido.

Me levanto a duras penas y me quedo tambaleándome y buscando el camino, la bicicleta, algo en lo que pueda fijar la mirada. Tengo la lengua encajada en la garganta, hace ruidos secos y chasqueantes. Mi cabeza está a punto de reventar. Estoy mareado. Tengo náuseas. Pero no sale nada. Me caigo de rodillas y jadeo. Miro hacia arriba. El sol arde en blanco.

Después, ya no recuerdo más.

***

Capítulo 6 – EL PACIENTE

Me han taladrado el cráneo con una clavija, me han untado la cara con sosa cáustica y han introducido mis manos en jarrones con lava hirviente.

Oigo las pulsaciones de un aparato electrónico. El sonido evoca la resonancia del tictac del reloj de pared de casa, del palacio de grajos. Hueca y regular. La respiración del tiempo. Se descomponía al sonar cada hora.

Mamá dejó de darle cuerda el día que enterramos a papá. Inmóvil, llevaba el testimonio de la desaparición de papá y de su propia muerte interior y silenciosa.

***

– Bjorn Belto, ¡eres duro de pelar! La luz es tenue. Inspiro con cuidado, espiro, vuelvo a inspirar. Los dolores arden sin llama.

Bjornillo…, tienes que despertar… BJ0rnito…, principito…

Estoy tumbado en una habitación con techos infinitamente altos. El cuarto huele a viejo. Las paredes están limpias y encaladas. Una grieta finísima cruza el techo con manchas de humedad.

– ¡Despierta! -dice la voz.

Un biombo de tela verde claro, medio transparente, protege la cama.

Al humedecerme los labios cortados con la lengua, se me agrieta la piel desde la comisura de los labios hasta las sienes. Mi cara es una máscara de porcelana que ha pasado demasiado tiempo en el horno y que se resquebraja en cuanto alguien le da con la punta del dedo.

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