Repasó mentalmente una vez más los acontecimientos de ese día. Hacía siete horas estaba sentado en el asiento trasero de un taxi en dirección a la zona residencial de Phoenix que ocupaba la clase alta en Camelback Mountain. Las exageradas formaciones rocosas que veía a través de la ventanilla le habían recordado a los Picapiedra. Aunque ella estaba viviendo en una mansión situada en una meseta en el suburbio más lujoso de la ciudad, gracias a su familia y a sus amigos adinerados, la muy zorra lo había hecho ir allí para chantajearlo por un niño que él jamás había deseado o siquiera sabía que tenía.
– Espera aquí, Thatcher -le había dicho Sedona, recordaba ahora.
«Aquí» resultó ser un espacioso salón bañado por el sol, decorado con valiosas muestras de arte de delfines en la mansión que estaba cuidando para un amigo. El salón tenía un techo alto, con vigas a la vista, y una puerta corredera de vidrio que se abría a la piscina. La puerta estaba entreabierta y permitía que se filtrara la brisa seca de Phoenix.
Sedona dijo que a Júnior le gustaba saltar a la piscina si nadie se lo impedía.
El mocoso pelirrojo correteaba por todas partes gritando y rompiendo cosas.
Ella añadió también que el pequeño monstruo jamás recordaba ponerse su salvavidas en forma de serpiente marina, que siempre corría directamente hacia la piscina y saltaba al agua.
Pero la puerta corredera estaba ligeramente entreabierta…
– Estoy esperando a que entre el gato. No te preocupes, el niño no puede pasar por ahí -había dicho Sedona-. Aún no es lo bastante fuerte para abrir la puerta solo y salir afuera.
Luego se marchó un momento para atender a alguien que llamaba a la puerta principal, alguna clase de entrega…
¿Acaso era una encerrona? Casi podía decirse que había rótulos de neón que lo anunciaban. Echó un vistazo alrededor en busca de cámaras ocultas mientras las probabilidades zumbaban como máquinas tragaperras en su cabeza.
Thatcher se frotó el borde de su zapato de goma mientras se apoyaba en el respaldo de la confortable butaca del avión. Después del miserable viaje de ida, había optado por un vuelo que salía más tarde a cambio de un asiento en la clase business. El precio habían sido seis horas de espera, pero toda una sección sólo para él.
Había hablado con Sedona durante aproximadamente quince minutos en la escalera de entrada, asegurándole que la ayudaría. Le había prometido, además, que pronto se pondría en contacto con ella. Incluso la había besado en la mejilla mientras el gato gris salía por la puerta y se enroscaba alrededor de su pierna, haciendo que estuviera a punto de tropezar de camino al taxi que lo esperaba.
Cuando, a unos kilómetros de distancia, el taxi pasó junto una ambulancia que aceleraba en dirección opuesta, le dio un vuelco el corazón.
Con la sirena ululando y las luces girando en el techo, parecía una máquina tragaperras de un millón de dólares que pagara el premio mayor.
– Eh, ¿no es usted Thatcher Redmond? -preguntó una voz estridente.
Se volvió, sobresaltado, hacia el hombre que estaba al otro lado del pasillo.
– Sí.
– ¡Vaya! ¡He leído su libro, amigo! -El australiano bronceado le estrechó la mano vigorosamente-. Realmente cree que los seres humanos se van a cargar todo el planeta, ¿eh?
«Mi querido paleto -pensó Thatcher-, acabas de aumentar esa probabilidad en mi mente.»
– Es una posibilidad. -Thatcher sonrió amablemente.
– No lo sé. -El hombre meneó la cabeza-. Yo viajo mucho y miro a través de esta ventanilla y apenas si puedo decir siquiera que estemos aquí, ¿eh?
– ¿Puede ver un virus mortal dentro de un ser humano?
– Bueno, no, ahora que lo menciona.
– El libre albedrío es un virus. Todo lo que se necesita para crear destrucción es dejarlo suelto y dotarlo de razón. Puede apostar por él siempre.
– Bien, lamento oír eso. No es demasiado bueno. Ah, bien…
– No se preocupe. La mierda no llegará al ventilador al menos hasta dentro de un par de siglos. Estamos a salvo. -Thatcher le guiñó un ojo obscenamente al hombre y sonrió.
– ¡Ah, entonces eso es bueno para nosotros! Deduzco, sin embargo, que es muy malo para nuestros hijos, ¿no? Oh, lamento haberlo molestado. Veo que tiene otras cosas en la cabeza.
– En absoluto -dijo Thatcher, aliviado de poner fin a la conversación.
– Aquí tiene sus cacahuetes, señor.
Se sobresaltó levemente cuando la azafata apareció a su lado.
– ¡Gracias! -dijo, irritado por haber sido identificado por un testigo en el avión, y trató de evaluar los posibles daños.
Thatcher apagó la luz que había encima de su asiento y miró a través de la ventanilla negra. Intentó pensar en la aparición que tenía programada para el día siguiente por la noche en la CNN para hablar, otra vez, sobre lo sucedido en la isla Henders. Pero sus pensamientos comenzaron a vagar mientras contemplaba su reflejo en el cristal oscurecido. «No tiene ninguna importancia -pensó-. Por supuesto que la he visitado, pero nadie puede demostrar nada.»
Cogió una copa de champán de la bandeja que llevaba una azafata.
Permitiendo relajarse finalmente, brindó por sí mismo, y comenzó a sentir la misma emoción en el estómago que experimentaba siempre que conseguía el premio gordo.
***
***
Representación artística de un spiger atacando la caravana de sir Nigel Holscombe, cortesía de Nigel Productions y la BBC.
17.10 horas
La ventana de la burbuja en el extremo de la Sección Uno estaba cubierta ahora de brotes verdes, amarillos y púrpuras.
Una vegetación similar, surgida de la selva, ya se había extendido sobre una cuarta parte de las ventanas laterales del laboratorio.
Pero fuera del resto de las ventanas, todavía podían verse zonas de plantas comunes y árboles en tiestos que Nell había solicitado que le enviaran y colocaran en el terreno en pendiente, cada uno de ellos acompañado de un ROV, un vehículo accionado a distancia que registraba su suerte.
Quentin felicitó a Andy mientras miraban las ratas Henders vivas en el abrevadero. Era la primera rata adulta viva que habían conseguido capturar para su observación.
– ¿A qué te recuerdan esos movimientos que hacen con los ojos?
Quentin acercó la cámara cenital todo lo posible sin asustar al animal.
– ¡Sí, vaya! -asintió Andy.
– ¿Qué? -preguntó Nell. El rostro sonriente del animal hizo que sintiera un escalofrío. Sus globos oculares bizcos parecían mirarla fijamente, no importaba hacia adonde se moviera.
– La mayoría de los animales de la isla parecen tener los ojos como los de la esquila de agua -le dijo Quentin.
– ¿Y?
– Y la esquila de agua tiene ojos compuestos, con tres hemisferios ópticos.
– Una profundidad de percepción «trinocular».
– Nosotros tenemos una percepción binocular -dijo Andy.
– Sí, lo sé, Andy -asintió Nell.
– Estas cosas pueden ver el mismo objeto tres veces con cada ojo. De modo que perciben tres dimensiones mejor con un ojo que nosotros con dos.
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